POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Encima de mi ordenador, chisme con el que mantengo tortuosa relación amor- odio, colgué un día la orla de mi promoción: “Facultad de Filosofía y Letras de Granada. Sección Historias. Promoción 1968-73”. Allí sigue, sin que la mire casi nunca. Pero de higos a brevas salta una chispa, una llamada, una carta, una añoranza. Entonces levanto la vista. Eso he hecho esta tarde, recordando aquellos maravillosos años. Aunque de todo hubo en la viña del Señor.
Según se mire, una orla puede ser triste. En la primera fila están los profesores. En mi caso particular los recuerdo con gratitud. De sus lecciones, aunque algunas fueran demasiado enciclopédica, aprendí muchísimo. Pero acaso la mayoría ya viajaron en la barca de Caronte a la otra orilla: Don Antonio Arribas, con clases magistrales de Prehistoria; el académico Pita Andrade, con lecciones singulares de Arte. El catedrático Sánchez Montes, quien más sabía en el mundo sobre Carlos V; el maestro Cepeda, que me enganchó a la historia Moderna, o el profesor Joaquín Bosque, con quien aprendí que la Geografía era algo más que recitar los afluentes de una España en dique seco. Por ejemplo. Eran profesores con mayúscula. Con sus lecciones crecí por dentro. Mi vocación docente la forjaron ellos. Luego otros se encargaron de matarla, lentamente. Pero dónde mucho hubo, algo queda.
Las fotos de mis compañeros pueblan esa orla. El primero es Antonio Nadal, hoy afamado historiador. El destino me llevó hace poco a compartir con él unas jornadas, como conferenciantes en Rumanía, donde él vivía entonces. Hacía más de treinta años que no nos veíamos, pero el abrazo en que nos fundimos fue como si nunca nos hubiéramos alejado. Nos retratamos bajo la nieve de Brasov. Luego de nuevo, silencio. Lo echo de menos. Antonio es así. Un ácrata impenitente. Su foto juvenil en la orla bien pudiera pertenecer a un discípulo de Bakunin. Un retrato dice mucho. A su lado sonríe y mira hacia la derecha una compañera monja. Más seria se retrató la madre Teresa Alegre, de Barcelona, con quien preparé bastantes exámenes en mi colegio Mayor, y a la que un día invité, con habito y todo, al cine Aliatar, donde ponían un musical de éxito. Nada he vuelto a saber de ella. Sí, creo que en mi orla están los muchachos españoles de aquel mayo del 68, en todos sus formatos; barbas, melenas, miradas rebeldes, de unos. Correcto peinado, con raya incluida, sonrisa contenida, timidez en otros. Donjaunismo manifiesto de algún guaperas. Todos, buena gente. No puedo recordar el mínimo gesto de falta de compañerismo en ellos. Sobre las mujeres, ya se sabe, somos más complicadas. Había alguna brujita. Pero era la excepción. Resulta evidente que nos peinábamos para parecer mayores. Acaso por eso hoy las veo rejuvenecidas. Eso sí, lo que nos echábamos encima con el peinado, lo ganábamos en fotos del cuerpo completo, con pantalón- campana o ceñido, y minifaldas, que en el tardofranquismo escandalizaban. Pero nos importaba un bledo. Era una forma de rebeldía, como lo de la trenca y el cigarro entre los dedos. La verdad es que cuando asistí a un encuentro de 25 años de promoción noté que, en el fondo, poco había cambiado nuestra personalidad. Los que miraban a la izquierda, allí estaban. Pero ya sin miedo. Y los otros, tampoco. O sea, que lo hicimos bien los de nuestra promoción.
Yo confieso no tener ni idea de política cuando pisé la facultad en el 68. Fue entonces cuando llegaron mis primeras lecturas prohibidas. Cuando un día descubrí que en el sótano, junto al bar de la facultad, unos compañeros tiraban pasquines revolucionarios con una multicopista trasnochada. Allí me enteré que se podía protestar contra la dictadura simplemente sentándose en grupo en las escaleras, aunque los palos de “los grises”, se los llevaban siempre los mismos. Sobre todo en los jardines del Triunfo, por La Inmaculada. Recuerdo que de esa policía se contaban chites malos, como que ordenaban “circular en grupos de a uno”. Pero lo que más recuerdo de aquellos maravillosos años es la inmensa gana de vivir que tenía. Acaso por eso colgué la orla en el lugar donde paso más horas. Para que la mirada de mis compañero de facultad me impida olvidar lo bueno que me regaló la vida. Chicos, esta papelera va por todos vosotros, los de mi orla. Por aquellos maravillosos años que vivimos juntos, aunque la mayoría no tuviéramos un duro en el bolsillo. Y por todos los españoles que entonces supieron ganar la batalla de la libertad colectiva, anteponiendo el bien común a sus intereses particulares. Eso no tiene precio, aunque hoy no se estila.
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