POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Cuando mis hijos eran chicos echaban por la tele unos dibujos animados que me encantaban. Vi, por ejemplo, casi todos los capítulos del inspector Gachet, Mazinguer Z, Heidi, los Pitufos, o la abeja Maya. También a Marco, buscando a su madre, de los Apeninos a los Andes. No me da vergüenza reconocer que alguna vez lloré con esos monigotes televisivos. Sobre todo con Marco. Porque lo que más necesita un niño es una madre, y un padre, que le quiera a rabiar, aunque no le pueda dar caprichos. En eso se equivocan muchas familias actuales, criadas en el consumismo. Hoy ves criaturas vestidas con ropa de marca de la cabeza a los pies, con su canguro de turno, rodeadas de juguetes sofisticados, alimentadas de productos pret a porté, hartas de golosinas, pero de mirada triste. Porque los papis apenas tienen tiempo para jugar con ellos; para comprender que tan traumático es para un niño el rechazo de un colega de la escuela como para ellos que les bajen el sueldo, por la puñetera crisis. O más. Porque las heridas en el alma de un niño a veces no cicatrizan nunca. Sí, hoy, por suerte, mueren pocos niños de enfermedades tradicionales, pero hay más de los que creemos enfermos por falta de amor, de caricias, de diálogo. Y demasiados son también los que carecen de una educación adecuada en la familia, que requiere a la vez compresión y firmeza. Luego nos extrañamos de que al crecer se conviertan en pequeños tiranos, dictadores familiares y escolares. Sin caer en la cuenta de que ésa es su venganza por tantas horas de soledad interior. Su castigo por una infancia llena de chuches y vacía de afectos.
Yo creo que en el tema del cuidado de la infancia caminamos hoy a pata coja: una pata es demasiado grande, la de darles caprichos, medicinas y videojuegos solitarios para que maten su soledad; la otra está atacada de aquella terrible enfermedad de la posguerra, parálisis, porque no la riega nadie de ternura, de cuentos infantiles a la hora de dormir; de tiempo para escuchar sus alegrías y penas, como su historia sobre ese niño bruto del parque que siempre le quita la pelota a empujones. O de esa niña que lo mira mal en clase. O ni lo mira, que es peor. Es más, si queremos comprobar hasta qué punto el ser humano ha evolucionado poco afectivamente, basta con leer en un periódico noticias de malos tratos a niños. Porque a veces una cree haber visto toda la maldad humana posible investigando la historia de una inclusa de hace un par de siglo, como la de Úbeda. Hasta que una mañana de este verano tórrido se entera durante el desayuno de que una madre ha echado a su bebé a un contenedor subterráneo de basura. Y el café se vuelve tan amargo que no lo puedes tragar. Dicen que pudo no ser la primera vez que esta salvaje mataba a un hijo. Dicen que el padre de estas criaturas, nacidas para morir, no se enteraba de nada. A lo primero yo digo que me lo creo, porque resulta bastante fácil deshacerse de un recién nacido, y en todo el mundo hay gente malvada. A lo segundo, que lo dudo. Porque qué tipo de humanoide no se entera de los embarazos de su pareja, ni se extraña si los niños desaparecen. Esta vez hubo suerte. Al pequeño, que se pudría con la basura en un contenedor de Coslada, lo encontraros unos ángeles de la Guarda. En el hospital hubo luego otros ángeles que le ayudaron a recuperarse. Allí le llamaron Marco. Fuera había muchas madres deseando quererlo para siempre, que es lo que merece cualquier niño. Esta vez Marco encontrará pronto a su madre, pero no a la que lo parió, que era una bestia pese a su apariencia humana. Ojala la justicia cumpla su papel y paguen todos los culpables, por acción u omisión. Mi papelera y yo mandamos un beso a Marco, y le preparamos una cuna de nubes blancas, para que sea feliz con su verdadera mamá, nombre que va unido a otro: amor.
Fuente: Diario IDEAL. Jaén, 1 de octubre de 2015