POR ANTONIO ORTEGA SERRANO, CRONISTA OFICIAL DE LA VILLA DE HORNACHUELOS (CÓRDOBA)
Hoy, sábado 18 de mayo en Madrid (España) cuando escuchaba la Santa Misa, en la que se Beatificaba a Guadalupe Ortiz de Landázuri, una gran Señora del Opus Dei, cuya ceremonia de beatificación fue presidida por el Prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos, Cardenal Giovanni Angelo Becciu, y concelebrada por el arzobispo de Madrid, Cardenal Carlos Osoro, junto a otros cardenales, obispos y sacerdotes, recordé que en mi libro “San Calixto, Escuela de Santidad”, presenté a una gran mujer, llamada María Ignacia García Escobar nacida en la Villa de Hornachuelos (Córdoba) en la en su casa de la calle de la Palma número 10, en 1896, pueblo en el que yo nací también, por lo tanto paisana mía; hija de don Manuel García Durán, médico de profesión, agnóstico y liberal, un hombre corpulento y elegante -sombrero, gabán, reloj en chalina y grandes mostachos a lo Eduardo Dato- le transmite las lecciones fundamentales de la cultura y de la moderna ciencia, María Ignacia aprende a leer y escribir a su lado, noche tras noche, casi sin darse cuenta, deletreando los grandes titulares de La Ilustración Española; y su madre doña María Escobar Durán, una campesina sencilla y creyente, en una familia numerosa, ya que además de las tres hembras, tuvieron tres varones: Antonio, Enrique y Manuel –que en aquella época era muy natural- relativamente acomodada, le enseña las primera lecciones de la naturaleza. Antonio, el mayor de los hermanos, fue uno de los que encuadró el grupo penitencial de mártires de Hornachuelos, qué fueron fusilados en la mina “del Romano” en el Rincón Alto, por los milicianos anarquistas, solo por ser hijo de un médico y pertenecer a la Acción Católica de Hornachuelos. (En la fotografía contaba con 25 años).
Ante los ojos de sus paisanos, en el humilde marco de las calles de su pueblo, María Ignacia había sido siempre una chica simpática, vivaz y serena, buena cristiana – “muy alegre”, como recordaba su antigua maestra, doña Matilde García Vázquez-, con muchas amigas y con un cierto toque de distinción. Era una joven sencilla, como sencillo era el estilo de vida propio de las jóvenes de su entorno: un pueblecito andaluz de 6.000 habitantes, en plena Sierra Morena.
Hasta su primera juventud, su vida no había tenido demasiadas complicaciones. Sólo alteraban la existencia tranquila y serena de la familia del médico -el matrimonio y seis hijos- el paso de las procesiones por Semana Santa; las fiestas del pueblo, que se celebraban el día 11 de julio; y alguna que otra escapada hasta Córdoba, la capital, que quedaba a cuarenta y cinco kilómetros, para hacer compras o ver la feria de mayo. Y todo, bajo un sol de justicia que sólo amainaba sus ardores en los meses del invierno. (En la fotografía casa en la calle de la Palmera, en la que nació María Ignacia)
Entre las jóvenes de su pueblo, María Ignacia era una más; aunque la mirada profunda de aquella chica de un pueblecito en plena Sierra Morena, de ojos oscuros delataba una intensa vida interior, que se volcaba en afanes apostólicos. Tenía dirección espiritual con un religioso y «había pertenecido, según Braulia, su hermana, a la Asociación de las Marías de los Sagrarios, fundada por el que fue Obispo de Málaga, don Manuel González García, que llegaría a ser con el tiempo, muy amigo del Fundador del Opus Dei. Era la más joven de la Asociación, pero la propagó mucho en el pueblo entre los chiquillos y entre las personas de edad: era increíblemente “apostólica”.
Era una “de las hijas del médico”; es decir, una de las ‘chicas finas’, del lugar. Tenía gracia y finura humana; y sobre todo, finura espiritual, que se refleja en sus escritos, en los que se encuentran tantos ecos de la poesía mística castellana. Esas páginas desvelan la intimidad de su alma: un alma recia, sensible y ardorosa, profundamente enamorada de Dios, a la que Dios condujo hacia Sí por el camino por el que suele llevar a los que más ama: por el del sufrimiento que identifica con Cristo en la Cruz.
En la Villa de Hornachuelos, por aquellas fechas, se viven fuertemente las tensiones sociales de la España del pasado siglo. Desgraciadamente, su padre fallece pronto (1916), y la familia acaba en la quiebra económica. Tres años después, su hermana Braulia, se contagia de tuberculosis [enfermedad mortal, muy frecuente en aquella época] y poco después María Ignacia contrae la misma enfermedad. Durante los años veinte quedan las tres hermanas -Benilde, María Ignacia y Braulia- en una situación difícil en lo material, y en una sociedad que asistirá pronto a una guerra fratricida.
En ese contexto, María Ignacia actúa con fortaleza y coherencia interior con su fe. Participa en labores de solidaridad y, a pesar de las duras circunstancias que la rodean, guarda una serenidad de ánimo sorprendente. Al fin, tiene que abandonar Hornachuelos para ingresar primero en el sanatorio antituberculoso de Valdelasierra, en Guadarrama (Madrid) en 1930 y, un año más tarde, en el Hospital del Rey, donde acude sin esperanzas de curación.
Encuentro con el Fundador del Opus Dei
En dicho Hospital, en lo que parece ser epílogo de su vida, esta mujer no sólo se comporta con una llamativa paz y honda alegría [que evoca el título del libro “Paz y alegría pese al sufrimiento”, sino que se atreve a creer en el mensaje de un joven sacerdote [José María Escrivá de Balaguer] que había fundado el Opus Dei en 1932, tres años antes.
María Ignacia pide la admisión en dicha Orden el 9 de abril de 1932 y en ella participa, en la medida de sus fuerzas, en los primeros pasos de esta situación. Se atreve a creer: lo suyo es un atrevimiento, un acto de audacia en el medio hostil y anticristiano que la rodea. Pero contumaz, no desfallece: y pese a que está moribunda y son muy pocos en el Opus Dei –un puñado de personas- escribe con fe, pensando en las futuras generaciones: “¡Nuestra hermosa Obra dará un paso adelante; no lo dudéis!”.
“He oído comentar –afirma Benilde- que el Opus Dei nació en los hospitales y suburbios de Madrid. Es una gran verdad. Allí lo conoció mi hermana María Ignacia y formó parte de la Obra. Allí lo conocimos Braulia y yo; y nunca dejaremos de agradecérselo al Señor”. Recuerdo oír decir a mi hermana –escribe Braulia, que logró recuperarse de la enfermedad- algo de lo que les decía el Padre: que el Señor escribe utilizando cualquier medio; incluso la pata de la mesa; que utilizaba instrumentos desproporcionados para que se viese que la Obra era suya. Hablaba mucho de confiar en Dios: de tener seguridad en Él”.
María Ignacia, en los Hospitales de Madrid [1]
“La fortaleza humana de la Obra –explica el Fundador- ha sido los enfermos de los hospitales de Madrid: los más miserables; los que vivían en sus casas, perdida hasta la última esperanza humana; los más ignorantes de aquellas barriadas extremas”.
Uno de los hospitales a los que acudía don José María, el Hospital del Rey, había cambiado su nombre, en aquellos años de exaltación republicana, por el de Hospital Nacional. Su capellán era un sacerdote joven de 28 años, don José María Somoano, vinculado estrechamente con el Fundador.
El Hospital estaba enclavado al norte de la Ventilla, cerca de Tetuán de las Victorias, a siete kilómetros del centro de Madrid, y contaba con especialistas de prestigio, cómo el Dr. Tapia.
En aquel lugar se encontraba hospitalizada una mujer cordobesa de 34 años, llamada María Ignacia García Escobar, que había ingresado en 1930 con una tuberculosis avanzada e incurable. Esta fotografía data de aquella época.
Pero no debemos imaginarnos a María Ignacia, tal y como aparece en la fotografía y con 25 años, con ese gesto serio y con su vestido de fiesta, bordeado, al gusto de aquellos tiempos, de pequeñas perlas blancas. Esta “Meloja”, era una joven sencilla, como sencilla había sido su vida hasta entonces, aunque, como comentaba su antigua maestra, “tuvo que sufrir mucho moral y físicamente. Moralmente a causa de su hermana Braulia, enferma –como ya hemos dicho- de tuberculosis y también porque a la muerte de su padre, no solo quedaron huérfanas, sino también sin recursos económicos”.
El capellán, don José María Somoano le decía con frecuencia a María Ignacia: “hay que pedir mucho por una intención, que es para bien de todos. –Esta petición, no es de días, es un bien universal que necesita oraciones y sacrificios, ahora, mañana, y siempre. Pida sin descanso… Dios ama al que da con alegría
“María Ignacia, ofrecía todos sus dolores por aquella intención: De noche –escribía en su cuaderno de notas-, cuando los dolores no me dejan dormir, me entrego en recordarle su intención repetidas veces a Nuestro Señor”.
“Sonreiré estos días –escribe también en coloquio con el Señor el 7 de febrero- en medio de cuantas sequedades y tribulaciones quieras enviarme. Todo lo podré contigo”. Su hermana Braulia escribe que don José María “era el alma de todo el apostolado que se hacía en aquel hospital madrileño”. Y recuerda, además don José María Somoano, a otros sacerdotes amigos del Fundador que le ayudaban en aquella tarea apostólica. Como don Lino Vea-Murguía, un clérigo joven de una familia acomodada de Madrid.
María Ignacia seguía rezando, pero… ¿de qué se trataría? Un día, por medio de uno de aquellos sacerdotes, conoció al Fundador de la Obra. A partir de entonces, en el cuaderno de notas de aquella luchadora mujer “Furnaluyense” se advierte progresivamente, de un modo indirecto, la influencia del espíritu del Opus Dei en su alma. El 9 de abril de 1932, entra a formar parte del mismo.
Fue testigo de los últimos días de don José María. El 21 de julio escribió en su cuaderno: “El día 17 de este mes nos dejó nuestro celoso y santo capellán”. [Se refería al entierro de Somoano], que poco antes se había puesto gravemente enfermo, y había ingresado en el Hospital con un extraño cuadro de quebrantamiento general: afonía, vómitos, fiebres y sudores fríos. Fue perdiendo el pulso y empeorando hora tras hora, hasta que el día 16 de julio, fiesta de la Virgen del Carmen, falleció.
Posteriormente escribiría en su cuaderno, como agradecimiento, un breve opúsculo en su memoria, titulado “Pequeño bosquejo de las virtudes del celoso apóstol D. José María Somoano (q.e.p.d.), por una enferma del Hospital Nacional”, en el que recordaba sus últimos días: “Sufrió en silencio y siempre con la sonrisa en los labios, abandonos, desprecios, insultos, venganza y toda clase de incomodidades y dolores”.
El 20 de junio de 2007, María Ignacia García Escobar, una de las primeras mujeres del Opus Dei, entró a formar parte de este camino de santidad cuando se encontraba enferma de gravedad en el Hospital del Rey.
José Miguel Cejas, autor de una biografía recientemente publicada [2] ha dejado que sean las propias fuentes las que hablen por sí mismas; unas fuentes muy directas: los Apuntes íntimos del Fundador; las Notas personales del Capellán del Hospital, José María Somoano; y los Cuadernos de María Ignacia. Tres perspectivas que muestran de modo directo y expresivo algunos aspectos de los comienzos del Opus Dei y que ahora, cuando se cumple el centenario del fundador, adquiere especial relieve.
Sus hermanas Benilde y Braulia, fueron también testigos de los duros comienzos de la Obra y del desvelo espiritual del Fundador, San José María Escribá “el Padre” cómo solía ser llamado por esta mujer, a la que atendió hasta el momento de su muerte, tras una larga agonía, el 13 de septiembre de 1933, concluye la apasionada vida de María Ignacia García Escobar, como hemos dicho anterior mente, el día 9 de abril de 1932, entra a formar parte de la Obra.
Decidida, alegre, creativa y sensible; con tanto carácter como simpática, María Ignacia, ofreció con su vida y sus escritos, una respuesta la gran pregunta que se hace tantos hombres y mujeres del mundo: ¿Qué sentido tiene la vida? Pero ella encontró la respuesta en el viento impetuoso y amable del amor a Dios, que la elevó hasta alturas insospechadas. Y yo me pregunto, visto lo escrito y leído ¿Se merecería esta joven Fornayulense, pudiera tener el mismo privilegio que ha recibido doña Guadalupe? Y que al Reverendísimo y Eminentísimo Cardenal Giovanni Ángelo Becciu, le llegase éste Mensaje…
NOTAS:
[1] CEJAS, José Miguel. Ediciones Rialp. Madrid, 31 de diciembre de 2009.
[2] CEJAS, José Miguel. “La Paz y la Alegría”, Editorial Rialp. Madrid 2001.