POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)
El doctor Azuela regresó de su exilio en El Paso, Texas, gracias a un salvoconducto que se le brindaba para ir a Guadalajara. Transformado para no ser fácilmente reconocible por el peligro que corría al haber servido al ejército de Julián Medina como médico de tropa, pudo finalmente localizar a su familia para decidir ir a radicar a la capital.
La familia Azuela llegó a la Ciudad de México a inicios de 1916, sin peso en la bolsa, dado que don Mariano había vendido todo menos su instrumental quirúrgico para poder dejar Guadalajara. Ese papel moneda lo desconoció el gobierno carrancista precisamente el día que llegaban a esta ciudad; residen en Peralvillo, en la calle de Comonfort, frente al Jardín de Santiago, en donde se encontraba la prisión militar y la aduana de pulques, barrio bravo que se reflejará en las posteriores novelas de Azuela.
Fue en ese tiempo que se presentaron las devastadoras epidemias de tifo e influenza española que asolaron a todo el país, en especial a los barrios bajos de la capital, pero ¿cómo pudo haber contado con clientela un médico provinciano y desconocido como lo era el doctor Azuela? Nos lo recuerda en su “Credo”:
“…legítimo hampón de la capital: pendenciero, felón, tramposo, calumniador y borrachín inveterado. Boticario, además, del barrio a donde llegué a instalarme de regreso del destierro, arruinado y con ocho bocas que sustentar.
Un viejo pariente me presentó con él. Y él pudo haberle dicho: -¿Y a usted quién me lo presenta?-. Nunca me había visto, no le interesó saber quién era, de dónde venía, qué buscaba. Pero desde ese mismo día no hubo paciente que acudiera a su botica en pos de un médico que no me lo enviara a mi consultorio. Y no me faltó de comer ni un solo día. Poco a poco fui formando mi clientela, a medida que él iba perdiendo la suya, arruinado por sus vicios. La clausuró, rodó por cantinas, pulquerías y antros de los barrios más sórdidos. Una noche vino a poner punto final una congestión alcohólica.
Muchas veces tuve la satisfacción y la alegría de ayudarlo con dinero. Pero vivo con el remordimiento de no haberle dado del escasísimo oro que tal vez haya habido en mi corazón, a cambio del mucho que en el suyo hubo y que no me escatimó jamás. Oro que él mismo, quizá, ignoró poseer”.
Escribe Víctor Díaz Arciniega:
“Mariano Azuela recuerda que su clientela aumentó debido a las dos epidemias referidas y al paulatino reconocimiento que se le otorgaba en el barrio; y precisa que la flor y nata del hampa metropolitana acudía a la Clínica 3, donde daba consulta. Se acreditó como médico en el barrio bravo de Fray Bartolomé de las Casas y jamás sufrió una ofensa, ni siquiera de palabra, según recordará tras más de 20 años de labores ininterrumpidos, que le permitieron los beneficios de la jubilación reglamentaria”.
Escribe Azuela, una nota referente a esa época y sucesos:
“La urgencia de arbitrarme fondos inmediatamente me indujo a proponer Del Llano Hnos. S. en C. a El Universal. El ingeniero Palaviccini la pasó a una comisión de redactores de su diario, cuyo dictamen fue adverso a mi novela.
-No importa, me dijo, la he leído y la publicaré.
Me dio una orden para que cobrara cien pesos en la caja, valor que le asignó a mi librillo. De El Universal salí corriendo a comprarme un traje a Crespo para comenzar a ejercer mi profesión en forma presentable.
El cielo se apiadó de mí, enviándome una epidemia de tifo y a renglón seguido la terrible influenza española. Cuanto médico había en México no bastábamos para atender a tantos enfermos. Yo regresaba agotado a mi casa y veía el terror en el rostro de mi mujer y en los de mis hijos, esperando de un momento a otro que me contagiara. Cuando pasó la racha devastadora tuve una clientela firme y constante en Peralvillo, que supe conservar hasta que dejé de ejercer mi profesión. Pobres habían sido mis clientes en mi tierra y pobres fueron los de la capital.
El éxito literario de Los caciques – Del Llano Hnos. S. en C.- fue inferior al económico. Ni el mismo diario que publicó mi novela tuvo a bien consagrarle la mención más insignificante. El ingeniero Palaviccini había salido de México y exclusivamente a él se debía la publicación de mi obra.
Con todo, este libro desdeñado tiene para mí una significación importantísima: fue la llave con que me abrí las puertas de México. Con los cien pesos que me pagaron por ella comencé a ejercer mi profesión, me radiqué en esta capital, eduqué a mis hijos y he llegado a una vejez tranquila, conservando una independencia que no cambiaré por todo el oro del mundo”.
Datos que debemos valorar en estas épocas de crisis.