POR ÓSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE LAGOS DE MORENO (MÉXICO)
Por invitación del Complejo Cultural Los Pinos, asistí el martes 30 de noviembre dentro del programa “Noche de Museos”, a impartir la plática “La Revolución Mexicana en la pluma de Mariano Azuela”.
Ante un público disminuido en cantidad, de lo que quisiera yo culpar a la eliminación de la Selección Mexicana recién caída “con la cara al sol”, aunque aprovechando la condición de venir ellos directamente de una generosa cata de mezcal, procedí a comunicar mi propia interpretación de la vida del personaje quien no solamente estuvo en el tiempo y espacio determinante de los sucesos, sino que los escribió y publicó puntualmente con verticalidad y la maestría que fue adquiriendo con el tiempo.
Con citas textuales de su propia pluma recordaba al auditorio cómo, con gran honestidad, escribe en sus páginas autobiográficas:
“…en el combate de Guadalajara cayó gravemente herido Manuel Caloca, un muchacho de quince años que se había ganado su grado de coronel como los machos. En angarillas lo condujimos desde Tepatitlán, atravesando la sierra por los cañones de Juchipila, hasta Aguascalientes. Zona infestada de carrancistas, paisaje espléndido, desfiladeros donde se camina llevando las bestias de las riendas, a pie; hambre, sed y zozobra. La novela se hacía sola”.
Con los años, al ser acusado de reaccionario, hace la defensa de su obra al escribir:
“La imagen de la Revolución, para muchos millares de revolucionarios, tenía que salir roja de dolor, negra de odio. Salíamos con los jirones del alma que nos dejaron los asesinos. ¿Y cómo abríamos de curar nuestro gran desencanto, ya viejos y mutilados del espíritu? Fuimos muchos millares y para estos millares Los de abajo, novela de la Revolución, será obra de verdad, puesto que esa fue nuestra verdad”.
Rechazaba su ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua al escribir:
“…algunos literatos tontos me tienen inquina porque creen que me metí a su casa, saltando por la ventana. Nada más inexacto. Cuando me hicieron el honor de invitarme a entrar en su casa yo me rehusé sinceramente, lealmente, honestamente, sin el menor asomo de modestia, porque la Academia de la Lengua me viene como a los rancheros unos choclos de charol y calcetines de seda”.
Recordé cómo, setenta y dos años antes, en ese mismo lugar recibía el Premio Nacional de Artes y Ciencias de manos del presidente Miguel Alemán, declarando en aquella ceremonia:
«Si este galardón se me otorga por mi amor entrañable a las gentes y cosas de México, está justificado. En verdad, yo no habría escrito ni una sola línea en materia literaria si desde mi juventud no me hubiera atraido con fuerza irresistible el deseo de producir algo acerca de nuestro país, algo que siempre fue de mal tono escribir, particularmente en aquellos tiempos en que, incluso la literatura, todo lo importaban de Europa. De lo demás que pueda encontrarse en mi obra no me avergüenzo ni me ufano, porque siempre he creido que el artista no es más que un medio elegido por fuerzas que desconocemos totalmente y que para expresarse se valen de determinados seres humanos».
Por último, leí parte del autógrafo escrito para El Colegio Nacional, con el que espero no haber incomodado a nadie por los tiempos que hoy vivimos en México, citándolo:
“…el hogar que abandonamos fue destruido y nos falta construir uno nuevo. No es cierto que esté terminado. Es posible que estos ladrillos sean distintos de aquellos, pero no lo es este látigo del otro. No nos engañemos, aun al precio de la amargura. Es preferible estar triste que estar tonto”.