¿MAYORES… O VIEJOS?
May 02 2020

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

Madrid, 6 de marzo de 2020. En esa fecha me instalé allí con la devoción de disfrutar de los nietos y la obligación de resolver diversos asuntos administrativos. El balcón de mi casa, en pleno centro, y con una boca abajo, era un observatorio privilegiado para ver como bullía una ciudad que nunca para. Aquello era un jolgorio. Jauja no tendría más bullicio que aquel Madrid remoto en el que ningún peligro nuevo acechaba. Ni siquiera nos aconsejaban los ‘expertos’ el uso de mascarillas. Ese artefacto resultaba inútil, salvo para personal sanitario y algún raro caso de contagio que pudiera darse en España. Eso nos contaba los telediarios. El Dr. Simón aclaró por TVE, lo escuche claro, que no había peligro si se asistía a actos multitudinarios. Hasta a su hijo no le hubiera aconsejado lo contrario. Lo creí. ¿Qué ganaba con mentir?

Pero, cosas del destino, la primera salida a la calle, por emergencia doméstica, me condujo a una tienda próxima regentada por chinos, siempre abierta. Necesitaba lejía.

En el mostrador estaba el dependiente de siempre. Llevaba mascarilla. Había colgado delante un cutre cortinaje de plástico y miraba a la clientela con cara de pocos amigos. Soy intuitiva, y pensé en esa rara peste china que hacía estragos en Italia por entonces. Ni siquiera me di cuenta de que había poca oferta de lejía en el bazar, atiborrado de todo. La única medida que tomé, con la mosca tras la oreja, fue acercarme a la farmacia cercana para comprar mascarillas, porque pensaba coger la línea 1 del metro hacia Atocha. No había en ninguna de las farmacias cercanas. Al final localizamos una alejada, y allí nos vendieron 5 de las básicas, muy caras y de favor. Me dijo la farmacéutica que las tenías gracias a su amistad con un dentista. Decidí no tomar más el metro. Luego le conté a mi hija lo raro que era ver al dependiente chino de la tienda tan malhumorado con los clientes. Ella me aclaró que eso no era raro. Que los chinos llevaban tiempo cerrando sus bazares, y que hacía bastante que los niños chinos dejaron de asistir al colegio. Cuando volví a casa, en un autobús no muy lleno, tenía preocupación. Pero al poner las noticias de la noche volví a serenarme. Eran aprensiones. España iba bien decían los gobernantes y sus expertos. Y la juerga siguió. Yo misma entré en alguna cafetería cercana varias veces. Y por la noche nos fuimos a un bar de tapas a cenar. No cabía un alfiler. Allí nadie llevaba mascarilla, ni guantes. Ni se guardaba distancia de seguridad. Vimos a infinidad de personas mayores alternando, como nosotros. Por entonces aún éramos eso, mayores. Aún nos sentíamos viejos, que en lo que nos han convertido de golpe. Pero prosigo.

Cuando hice un segundo viaje a la tienda de los chinos para comprar otras cosillas de primera necesitad, me parece que fue el día 9, la tienda estaba cerrada. Un rupestre letrero, escrito a mano, decía que estaba ‘cerrada por vacaciones’. Ya no necesité volver a escuchar los telediarios. Ahí se acabó mi confianza en los ‘expertos’ del gobierno. Teníamos algo muy gordo ya encima. Dejé de frecuentar la calle y no volví a tomar ningún medio de trasporté. La maleta ya estaba lista. Caminando dos kilómetros llegamos a la cochera y salimos pitando de Madrid, con el tiempo justo de que no cerraran las carreteras. Fue un visto y no visto. Al llegar a Úbeda respiramos tranquilos. Aquí seguían llenas las terrazas. Se veían pocas mascarillas, lucía el sol y se respiraba paz. Algunos turistas paseaban como nosotros por la zona monumental. Cuando nos sentamos en una terraza cercana al Salvador, a tomar el aperitivo, varios extranjeros hacían lo mismo en la mesa contigua. Uno comenzó a toser con fuerza. Alegué que me molestaba el sol en los ojos y cambiamos de mesa. Porque me acordé del letrero de la tienda de chinos. Era día 12 de marzo. De entonces no hay que contar nada nuevo. Han pasado 48 días. Es la misma historia de todos: arresto domiciliario. Dolor por la pérdida de varios amigos a los que ha matado esta gripe inofensiva. Angustia por tantas ausencias, por tantas injusticias. Indignación por la masacre de las residencias de ancianos. Preocupación por el desastre económico. Gratitud a los profesionales que se dejan sus vidas sirviendo a los demás. Impotencia por poder ni siquiera influir ante decisiones políticas erráticas. Estupor viendo como la censura se infiltra en nuestras vidas. Temor a perder no solo la vida sino algo que vale aún más, libertad y dignidad. Y un desconcierto infinito porque a las personas mayores que no trabajen en la política las han convertidos a viejos. Aunque hace unas semanas éramos útiles, desempeñábamos responsabilidades colectivas, cuidábamos de nuestros ancianos y atendíamos a los nietos. Sí, hoy nos hemos convertido por real decreto en viejos confinados a los que se trata como si fueran niños. Para colmo, se empeñan en cuidarnos con un proteccionismo enfermizo que atonta, y que mata más que esta ‘peste roja’ que llego de China. ¡Señores, ustedes, los que cobran por pensar¡ No se dan cuentan que el tramo de edad que va de los 65 a los 87, que es la longevidad media española, tiene muchos matices. Es que no se puede permitir que un maldito virus, por muy coronado que vista, robe a los mayores los mejores años, los últimos que les quedan por vivir, paralizándolos con decretos colectivistas y achicándolos con el viejo recurso del miedo. Los que estudiamos historia, esa asignatura que tanto detesta la mayoría de los políticos, porque es la madre de la verdad, sabemos de sobra lo que acobarda el miedo, y que se ha utilizado para perversas ingenierías sociológicas. No, amigos mayores, no se resignen. Porque no es buen negocio aceptara el permiso a sobrevivir tutelados renunciando al derecho de vivir libres. Srs. Políticos: no se confundan ustedes. Somos mayores, pero no dependientes, ni inútiles, ni muchos menos tontos.

Fuente: Diario ‘IDEAL’. Jaén, 30 de abril de 2020

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