POR MARÍA DEL CARMEN CALDERÓN BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CABEZA LA VACA (BADAJOZ).
Fue miembro de la escuela pitagórica en una época en la que el pensamiento femenino era una rareza.
Melissa de Samos, filósofa y matemática de la antigua Grecia, fue miembro de la escuela pitagórica en una época en la que el pensamiento femenino era, en el mejor de los casos, una rareza y, en el peor, un sacrilegio.
De ella apenas queda más que una carta, escrita en un griego dórico austero y directo, dirigida a una tal Clareta o Clearete, a quien Melissa insta a desechar el lujo y a revestirse, en cambio, de virtud y modestia. El dórico es un dialecto del griego antiguo introducido probablemente en la península griega desde los Balcanes en la invasión doria, y que era hablado en época clásica en muchas partes del Peloponeso, en el noroeste de Grecia, en Corinto, en Mégara, Creta, etc.
En una sociedad que ya comenzaba a polarizar la imagen de la mujer entre la esposa sumisa y la cortesana opulenta, las palabras de Melissa resuenan como una especie de consejo adusto y sobrio, casi espartano pues pensaba que la verdadera belleza de una mujer reside en su honestidad y en su sentido del pudor, no en las joyas ni en los ricos vestidos púrpura que adornan a las amantes.
En la carta, Melissa evoca lo que pareciera un ideal femenino de compostura y virtud, una suerte de humildad ejemplar. Para ella, el lujo y la coquetería no son adornos sino trampas, instrumentos de seducción reservados para las cortesanas, que usan la belleza y la ostentación para atraer y cautivar a sus amantes.
En contraste, una mujer digna, según Melissa, solo debería preocuparse por agradar a su esposo mediante su virtud y su prudencia, no con brocados de oro ni con finas sedas.
Hasta en los colores se advierte la severidad de su pensamiento: el rojo del pudor, la única tintura que admite, según cita, porque lo considera el único color que no se marchita ante la enfermedad o el paso del tiempo.
Este tono casi ascético ha llevado a algunos estudiosos a sugerir que Melissa, en realidad, podría haber sido un seudónimo bajo el que un hombre intentaba imponer su visión de la virtud femenina.
Otros, sin embargo, encuentran en sus palabras el eco de un auténtico pensamiento femenino, un intento de reivindicar la dignidad propia dentro del estrecho margen que la sociedad griega otorgaba a la mujer.
Plutarco, en sus Vidas paralelas, menciona a Meliso, un filósofo cuya historia se entrelaza con la figura de Melissa. Los detalles de este parentesco son vagos, pero de algún modo contribuyen a ese aura de misterio que envuelve a Melissa de Samos, como si su recuerdo flotase en la bruma de las leyendas que rodean a los pitagóricos.
La figura de Melissa sigue siendo un enigma: una sombra en las ruinas del pasado, cuya voz —contenida en esa única carta— sugiere que en la antigüedad, una mujer podía, aun con palabras amables, desafiar las normas del mundo que la rodeaba.
El nombre griego de «Melissa,» que se traduce como «miel» o «abeja» en español, tenía un significado profundo en la antigua Grecia. No solo era un nombre, sino también un título de honor. Las «Melisas» eran las sacerdotisas, especialmente aquellas dedicadas a diosas como Rea, Deméter y Perséfone.
Este nombre se asocia con un mito cretense en el que Melissa, junto con otras figuras como Amaltea, ayudó a salvar al infante Zeus de Cronos, su propio padre, quien estaba destinado a devorar a sus hijos. Para protegerlo, estas mujeres escondieron a Zeus en las montañas de Ida, en Creta, alimentándolo con miel y la leche de la cabra Amaltea, figura que también se asocia con la crianza de Pan. Se dice que Melissa fue la primera sacerdotisa de Rea, lo que reforzó el uso de su nombre como un título honorífico. Este mito contribuyó a la práctica de llamar «Melisas» a las sacerdotisas en diversas culturas y rituales griegos. Heródoto también menciona a varias figuras históricas de nombre Melissa, lo que sugiere que el nombre mantuvo su popularidad y simbolismo a lo largo de los siglos en la antigua Grecia.