POR ÁNGEL DEL RÍO, CRONISTA OFICIAL DE MADRID Y GETAFE
Se quejaban los clásicos del Teatro Real, allá cuando estaba mediado el siglo XIX, que grupos de melómanos exigentes o gamberros, habían tomado por costumbre pitar, e incluso abuchear, a los tenores al advertir el fallo más imperceptible en una nota, y con especial virulencia manifestaban su descontento cuando era el barítono el que cometía el error. Hubo agrias discusiones entre los críticos musicales que entendían como un desacato a la seriedad que exigía el Real los silbidos y abucheos a las primeras de cambio y el riesgo de que se convirtieran en una práctica frecuente, y los melómanos más severos y exigentes, obcecados en que precisamente por tratarse de una marco escénico como el Real, no debía consentirse el más mínimo error o fallo de los cantantes.
De una u otra manera, la pitada o abucheo siempre iba contra los actuantes y no contra los asistentes que ocupaban los palcos de honor, ya fueran políticos, miembros de la Casa Real o distinguidos invitados.
Los melómanos de ahora se han convertido en abucheadores de calle, que a veces parecen antisistema y que en otras solo les falta la pancarta. Los más selectos y serios escenarios musicales, han pasado de ser cajas de música a cajas de resonancia del silbido y el abucheo, y no se hace contra los artistas que puedan cometer un desafino, sino contra ilustres invitados. En el Liceo de Barcelona se recibe a los Príncipes de España con una sonora pitada, rompiendo así el respeto, la seriedad y la cortesía de un público hasta ahora tenido por ejemplar. La pasada semana, en el Teatro Real de Madrid, se abuchea, se pita, se grita al ministro de Educación y Cultura, José Ignacio Wert, y al día siguiente, en el Auditorio Nacional de Música, se grita y se abuchea a la reina doña Sofía. ¿Dónde será la próxima pitada melómana?, porque el camino se acaba, y el tonto sigue; porque aquí, cuando a alguien se le ocurre una estupidez, una gamberrada, una descortesía, una falta de respeto, enseguida se produce un contagio general, y lo que empieza siendo una acto insólito, termina convirtiéndose en moda.
Los melómanos, los entendidos de primer nivel, los que acuden a los templos sagrados de música, empiezan a parecerse a aquellos espectadores de gallinero que armaban una trifulca a las primeras de cambio en los corrales de comedias, en los teatros y en los teatrillos ambulantes.
El derecho a la protesta es universal y libre; las buenas formas, la educación y el respeto, son una obligación en determinados lugares.
Fuente: http://madridiario.es/