POR MANUEL GARCÍA CIENFUEGOS, CRONISTA OFICIAL DE MONTIJO Y LOBÓN (BADAJOZ).
En la memoria suena a agua fresca de la alberca, bajo la sombra de morera. Agua y frescor de verano. Alberca de toda la vida. La alberca antigua, la de regar nuestras huertas. De un riego generoso cuando le quitaban el tapón, aquel tapón hecho con ramas y cubierto con un saco de arpillera. El agua salía a borbotones en busca de los bancales, maravilla de espectáculo, al encuentro con los melones, sandías, tomates, pimientos, con los frutales… bajo canales artificiales, algunos conducidos por la goma negra de las cubiertas de los camiones.
Memoria de la alberca, de niños zambulléndose en aquel edén de las aguas, bajo un fondo resbaladizo de cieno, en calzoncillo blanco, sorteando en sus chapuceos las carreras de insectos veloces, criados en el verdor del limo. Agua fría como ella sola, a prueba de gritos de la chiquillería y a tiritones aliviados por la generosidad de las toallas tendidas al sol. Albercas, norias, acequias; el agua, la vida; desde siempre, muy antiguas.
Olores y sabores de aquellas huertas. A brevas de las higueras, a la humedad de la alfalfa, al cacareo de gallinas, al penetrante olor de cochinos y vacas. A leche recién ordeñada. Al sonido del vuelo del pínfano sangrador que atacaba de día y de noche. A sopa de tomates, a gazpacho. A olor de café de puchero en la solemne y grata quietud de la siesta. A trago de agua fresca de barril. A sudor y trabajo. A callo del amocafre en las manos del hortelano.
Por las noches siempre refrescaba, la huerta regulaba la temperatura nocturna veraniega. Aun así, cuando terminábamos la cena, casi a oscuras, bajo la luz del carburo, desvelados por el calor, nos quedábamos embobados mirando hacia arriba, observando las estrellas.