POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
Casi sesenta y seis años después de la toma de posesión como cura ecónomo, párroco y arcipreste de Arriondas de D. Manuel Riera Prida, sacerdote que marcó -en muchos sentidos- a varias generaciones de parragueses, conviene detenerse en su persona más allá de lo dicho en el capítulo XCVIII de las Memorias del concejo de Parres.
Nació D. Manuel en Santa Eulalia de Cabranes en la nochebuena de 1911, siendo bautizado al día siguiente, fiesta de Navidad.
Sus padres fueron don Leonardo Riera Corrales y doña Aurelia Prida Huerta. Recibió su primera comunión un 5 de mayo de 1918 y fue confirmado en diciembre de 1922.
Fue ordenado sacerdote el 6 de junio de aquel convulso año de 1936. Ecónomo de Viñón en 1938, encargado de Fresnedo en 1940 y párroco de Ardisana en 1943. Después fue encargado de Meré -ya en 1945- y pasó a ser director espiritual y profesor del Seminario de Oviedo en septiembre de 1950. El 7 de junio de 1954 fue nombrado encargado de Santiago de Pendás; al día siguiente ecónomo de San Martín de Arriondas, párroco de la villa el día 11 de ese mismo mes y, finalmente, arcipreste de Arriondas el 26 de junio de 1954.
Como deberíamos hacer siempre al comentar la trayectoria vital de cualquier persona, habrá que situar la de don Manuel en el contexto en el que vivió y no juzgarla con los ojos de este tiempo nuestro que en muy poco se parece al de hace cuatro, cinco o seis décadas atrás.
Sus años de seminario -entre 1925 y 1936- fueron todo lo duros que corresponden a esa época. En aquel seminario de Valdediós -con frío, poca comida y una disciplina férrea- don Manuel aprendió a curtirse para los tiempos que le esperaban con la Revolución del 34 y los tres años de Guerra Civil (1936-1939), en los que todo lo relativo a la Iglesia católica entró en un túnel del que muchos pensaron que no saldrían con vida. Baste tener presente que de los 912 sacerdotes asturianos que había, el 14% fueron fusilados, otro 53% pasó por odiseas de mayor o menor intensidad y sólo el 33% restante no sufrió persecución alguna.
En lo referente a los bienes y edificios fueron 354 las iglesias asturianas totalmente destruidas, mientras otras 287 lo fueron parcialmente, además de saqueadas.
Destruidas totalmente fueron la antigua iglesia de San Martín y la casa rectoral de Arriondas -ambas próximas al cementerio- (debido a los cañonazos que la artillería nacional disparó contra las trincheras republicanas apostadas en la zona). La iglesia parroquial de Arriondas fue saqueada en septiembre de 1937 y todo su contenido interior fue quemado y destruido, pero no el edificio, que apenas tenía 33 años.
Era párroco por aquel entonces D. Rafael Álvarez García, que había llegado a Arriondas en 1927. Fue un excelente sacerdote y buenísima persona.
Aún el 25 de julio de 1936 celebró la misa de Santiago y fue después a pedir permiso al Comité Local para seguir celebrando culto, siéndole concedido. En los meses siguientes desapareció por temor a la persecución y se refugió en alguna casa de Viabaño, donde la sobrina del cura del pueblo lo recogió y lo escondió. Pasó después a un lugar de Arobes bastante seguro, donde se quedó hasta el final de la guerra, regresando a su labor pastoral en nuestra parroquia de Arriondas hasta que falleció en julio de 1953.
Don Eduardo Quintana estuvo de encargado parroquial entre agosto de 1953 y mayo de 1954.
Volvamos ahora a D. Manuel Riera Prida, quien llegó a Arriondas en junio de ese mismo año.
Dejemos antes que él mismo nos cuente cómo pasó aquellos duros años de revolución y de guerra:
“Estudiaba yo 4.º curso de teología en 1934; dos veces estuve a punto de ser fusilado. Primero en el patio del seminario y -si no es por un diputado socialista que lo impidió- nos matan a todos y, después, en San Esteban de las Cruces, camino de Mieres. Ya en Mieres -presos en el teatro- durante quince días vi cómo debajo del escenario había cajas con dinamita y fulminante para volarnos. En 1936, ya ordenado sacerdote, al principio me propusieron ser secretario del juzgado, pero no acepté; me escondí, pero -cuando llamaron a mi quinta- confiado en la Providencia, me presenté a reconocimiento médico, no fuera que me dieran por desertor y fuera peor. Confiaba en que me dieran por inútil.
Estaba en el tribunal médico un amigo mío, Manuel Alonso -que fue alcalde de Villaviciosa- el cual me preguntó a qué iba, respondiéndole yo que a que me dieran por inútil total. Entonces me recomendó a un cardiólogo diciéndole: Este es un cura y si no le das por inútil total no te concedo ese permiso de tres meses que me has solicitado.
De modo que ya con el certificado de inútil total me escondí en mi casa de Santa Eulalia de Cabranes, en el barrio de Villanueva, hasta que llegó Franco.
Alguna noche salí para administrar sacramentos a personas de toda confianza que lo solicitaban y -en una de esas noches- estuvieron a punto de capturarme corriendo tras de mí, pero me escondí detrás de unos matorrales y no me descubrieron”.
Situémonos en esos años:
En 1934, había 17 sacerdotes en Covadonga; otros 10 atendían el concejo de Cangas de Onís, y 11 el de Parres. En la cárcel de Cangas acabaron 16, de los cuales 4 fueron fusilados.
En la cárcel de Arriondas estuvieron don Marcelino Díez Moro, cura de Cayarga, que pasó después casi un año en la cárcel de Infiesto; don Antonio García Martínez, párroco de Cofiño que -ya con 66 años- se escondió en el monte y -entre el hambre que pasó durante tres meses y el miedo- perdió sus facultades mentales, acabando en el manicomio de La Cadellada que había sido trasladado a Valdediós. Alegando los médicos que todo era fingido, no se le concedió el permiso para regresar con su familia a Cofiño y falleció allí mismo, como contaron su sobrina Oliva García y el cura de Viabaño, don Ángel Rodríguez, (y así se puede confirmar en la carpeta n. º1 del Archivo Diocesano sobre este tema).
En la misma cárcel de Arriondas estaba don José María Póo Ruiz (párroco de Collía) cuyos avatares no se pueden dejar de citar aquí para memoria del concejo. Este cura fue detenido cuatro veces; la primera vez, en agosto de 1936, una persona muy conocida en Arriondas intervino a su favor -por la amistad que les unía- para que no le mataran, dado que un hijo de este mediador estaba en el Comité Republicano de Parres y su decisión era importante.
El 8 de diciembre volvió a ser detenido y durante tres días estuvo en el chalet de “La Teyería” -con tan triste protagonismo en aquellos meses-. En junio siguiente fue detenido de nuevo y condenado a fortificar en la carreta de El Pontón, donde fue tratado con consideración, nombrándole listero de trabajadores.
Tras la llegada de las tropas nacionales, el conocido parragués que le había salvado la vida se vio en la necesidad de pedirle al cura que le devolviese el favor, y que fuese él ahora quien acogiese a su hijo en la casa rectoral de Collía. No lo dudó el cura Sr. Póo Ruiz y le acomodó en su domicilio. Pero el hecho se descubrió y el párroco -junto con el republicano- fue detenido por cuarta vez -ahora por los llamados nacionales- y llevado a la Residencia de los Jesuitas de Gijón donde estaban recluidos otros dos curas gijoneses, los cuales fueron castigados a ser deportados por otras causas que pesaban contra ellos. El republicano parragués -que antes le había ayudado y que fue descubierto en su casa- fue fusilado, pero don José María no fue deportado, obteniendo la libertad por influencia de don Joaquín Iglesias, cura de Caravia, a quien el de Collía tuvo escondido en su casa -tras haber cruzado el Fitu de noche- cuando aquél tuvo que huir el 28 de junio de 1936. Dícese que la vida da muchas vueltas y, ya en 1974, don Joaquín -que en esos años era canónigo en Covadonga- estuvo durante tres días ayudando a bien morir al que había sido su benefactor 38 años antes, siendo éste último quien contó esta historia tal y como queda aquí recogida.
Hay vidas que parecen de película, y ésta podía ser una de ellas.
Por último, el cuarto sacerdote encarcelado en Arriondas al que le seguimos la pista fue don Jesús Soberón Victorero -cura de Montealea- que fue tratado con la máxima consideración tanto por el alcalde pedáneo del pueblo como por dos vecinos que se vieron obligados a detenerle por una denuncia. Acabó en manos de otros menos considerados en Gijón, quienes le fusilaron con once curas más en los altos de La Providencia. Lo mismo que don Antonio Arias Fidalgo, párroco de Margolles, en cuyo “diario” dejó escrito con detalle todo cuanto vivió. Su cadáver se encontró en una mina de Lada. Al cura de Triongo lo capturaron escondido bajo una cama.
El parragués don Rafael Somoano Berdasco (1916-2010), vivió su momento de máxima tensión cuando, el 1.º de junio de 1937, en el puerto de Tarna y -con la disculpa de ir a por agua a la fuente desde el batallón en el que se encontraba-, a plena luz del día, se dio a la fuga campo a través hasta llegar al pueblo de Maraña, en el norte de León y en zona ya segura para él. Don Rafael -entre otros muchos cargos- fue durante 22 años deán de la catedral de Oviedo.
Historias estas todas documentalmente recogidas por don Ángel Garralda en los dos tomos que, bajo el título “La persecución religiosa del clero en Asturias”, publicó hace 37 años. Tiempos terribles, no de la Edad Media, sino de anteayer…como quien dice.
Con motivo del LXXXIII aniversario de la proclamación de la II República -el día 14 de abril de 2014 – en una mesa redonda que tuvo lugar en la Casa de Cultura de Arriondas, se rememoraron algunos de los acontecimientos vividos en el concejo en aquellos años, como el triunfo local de los republicanos -con once concejales frente a los cinco conservadores-, el inmediato cambio de nombre a nuestras calles, la abolición del Senado a los seis meses de proclamada la República, etc. deteniéndonos en los aspectos relativos al sistema educativo y su repercusión en Parres.
Está todo aún tan cercano en la memoria de nuestros mayores que no es posible adentrarse más en el tema -por evidentes razones de respeto a los que sobreviven y conocen los hechos-, pero las carpetas que guardan los detalles de tantas miserias, delaciones, envidias, venganzas, ofrecimientos y acusaciones -a veces falsas o interesadas- están ahí para ignominia de un tiempo que fue.
A muchos les quedaron las manos manchadas y el corazón endurecido.
Dos bandos, dos formas de vida con sus luces y sus sombras. A veces más que sombras fueron terribles episodios que se llevaron por delante todo lo que encontraron a su paso, sin miramientos ni contemplaciones.
Antecedentes de este tipo, vividos en primera persona no sólo por don Manuel -el cura de Arriondas que hoy nos ocupa- sino por tantos parragueses en cuya memoria viva han sabido guardar para sí los horrores del pasado y han marcado sus años infantiles o juveniles. No vamos a entrar aquí en consideraciones que puedan llevar a la discusión, pues cada uno es libre de opinar sobre conductas, modos o prácticas de actuación de sacerdotes, maestros, políticos, funcionarios, sindicalistas y otros de décadas pasadas, especialmente de los cuarenta años de franquismo.
Que don Manuel tenía un carácter fuerte, es cierto. Que pocos como él sirvieron a la iglesia en Arriondas con tanta dedicación y detalle en sus 26 años en la parroquia, no se puede negar. Que perteneció a la Hermandad Sacerdotal Española (de signo conservador -tradicionalista) no sólo es conocido, sino explicable -dentro de su formación y las experiencias vividas-. Nadie puede cuestionar que cuidó con esmero de todo lo relacionado con el culto, la catequesis, el cementerio, la dedicación a las cofradías, las manifestaciones religiosas -sin dejarse ni una en el olvido-, los aspectos materiales -como la reconstrucción de la antigua iglesia de San Martín-, así como que estuvo muy volcado en la Cáritas parroquial y -en no pocos aspectos- la parroquia vivió años dorados bajo su férreo control. Las visitas a la escuela y al instituto local eran casi semanales. ¿Quién le iba a decir que -por ejemplo- después de haber organizado y presidido centenares de procesiones, Arriondas sería de las poquísimas poblaciones asturianas de su rango que -desde su fallecimiento, hace casi 40 años- no volvería a ver ni una más recorriendo las calles de la villa, hasta la recuperada de San Rita hace pocos años.
Exigente en las formas tradicionales y en las celebraciones -a veces con desaciertos, como el desencuentro con la Sociedad de La Peruyal o con los jóvenes que comenzaban a ver las cosas de otro modo-. Algunas aplicaciones doctrinales emanadas del Concilio Vaticano II no fueron precisamente algo que le causase entusiasmo, al igual que a tantos otros sacerdotes cuya línea pastoral estaba imbuida por coordenadas que habían sido trazadas bajo otros parámetros. Varias generaciones de parragueses compartieron con él sentimientos y emociones con el mayor de los respetos.
Esta parroquia de San Martín, de muy larga historia, la vivió y sintió como suya en las casi tres décadas de dedicación. En la estela de su vida como sacerdote dejó una amplia hoja de servicios entre nosotros. Sabía la melodía que debía interpretar para no perder a ninguno de los que le habían sido encomendados; se propuso dar coloratura a la misma con ese propósito y -con mayor o menor acierto- puso todo su conocimiento al servicio de la Iglesia y de su causa.
El reloj de la vida se detuvo antes de tiempo. Los problemas de gota que padecía se le agravaron sin que les diese importancia y -como comentaban dos alcaldes parragueses que le visitaron conjuntamente en su casa unas horas antes de fallecer-, su muerte se debió a un descuido, creyendo que no hacía falta llamar al médico por el problema que se le había presentado en un pie.
El 27 de octubre de 1980 -con sólo 68 años de edad- fue llamado a la Casa del Padre, al que había servido durante toda su vida con dedicación indis