POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
Nacido en Montehermoso (Cáceres) el 13-3-1913, en el seno de una familia numerosa (8 hijos vivos) de campesinos y carniceros. Al cumplir la edad fijada, se incorpora al servicio militar en 1933. Siendo su primer destino el Regimiento San Quintín nº 32, 18ª Compañía, ubicado entonces en Valladolid, que había sido fundado en 1868 en memoria de aquella famosa batalla que libraron y vencieron las tropas de Carlos V contra los franceses.
Desde allí enviaba frecuentes postales a su novia –mi querida madre, Adriana González Bueno–, que yo contemplaba con pasión y admiración durante mi infancia y juventud.
Y, tras casi tres años de mili y cuando ya estaba a punto de “licenciarse” y deseoso de regresar a su terruño para casarse, estalla la trágica guerra “incivil”.
Él, como tantos otros jóvenes, no tenía ideología política alguna. Pero, al originarse la sublevación, la capital castellana –al igual que otras– se adhirió a la misma; siendo el citado Regimiento destinado a la conquista de Madrid, tras tomar en una semana –según me comentaba cuando era ya un adolescente–, varias localidades de Ávila y Segovia, el estratégico Alto del León (el 22 de julio de 1936), cruzando la sierra de Guadarrama y sometiendo a Boadilla del Monte, Pozuelo de Alarcón y otros lugares de esa zona, hasta alcanzar la Casa de Campo madrileña. Pero, como era hijo de carnicero y conocía bien el oficio, fue liberado de entrar en combate: siendo destinado a “Intendencia”, encargado de alimentar a la tropa. Sólo tenía que realizar “guardias” nocturnas, para que descansaran los combatientes.
Y fue en ese último lugar, que tantas veces he visitado –incluso en estas últimas fechas–, cuando le sucedió un hecho trascendental para su futuro bélico (y humano).
El río Manzanares era la frontera entre ambos bandos en ese sector. Y, una noche en que estaba de guardia junto a la citada corriente, observó a un soldado republicano al otro lado –junto al Puente de los Franceses–. Mientras decidía si disparar o no, escuchó con gran sorpresa que aquel joven silbaba la típica y conocida tonada montehermoseña “El Pindongo”. Sin pensar que le podría caer un “consejo de guerra”, se dirigió oralmente a él y se identificaron: era un primo segundo suyo, “quinto” y además íntimo amigo, al que pudo haber matado… (también carecía de ideología política, pero el “sorteo” que afectaba a todos los “reclutas” le destinó a la capital de España; mientas que –como decía– a mi padre le tocó la actual capital de Castilla-León.
La noche fue interminable: el cerebro revoloteaba y su corazón latía agitadamente…
Al día siguiente, como su capitán solicitó voluntarios para cubrir las numerosas bajas de “camilleros”: cuerpo que no portaba armamento, sino que su finalidad era la de recoger a los heridos y muertos en combates pero que, a pesar de estar plenamente identificados con visibles cruces rojas en pecho, espalda y gorra; aunque el Consejo de los Derechos Humanos de Ginebra prohibía disparar a los miembros de ese benemérito cuerpo, eran abatidos como conejos, practicando algunos asesinos contra ellos el “tiro al blanco”…
Y con esa misión, y con dicho Regimiento (que ya se titulaba como nº 25 de San Quintín), recorrió la geografía española recogiendo heridos y muertos en los combates más encarnizados de la dichosa Guerra: Brunete (donde salvó la vida milagrosamente pues, mientras cenaban una lata de sardinas alrededor de una fogata con otros compañeros, se alejó del grupo por necesidades fisiológicas…, a la vez que caía un proyectil de mortero matando al resto…), toma de Bilbao y de Gijón. (Las postales color sepia de esos puertos, con sus barcos, siempre me emocionaron…).
Tras esas batallas deja de pertenecer al mencionado Regimiento de San Quintín, pues Camilo Alonso Vega reorganiza la 4ª División de Navarra para acometer los objetivos futuros que influirían en el devenir de la contienda, y necesitaba –entre otras cosas– el servicio de camilleros.
Y con la 4ª División intervino en las dramáticas batallas de Teruel (invierno 1937-38, con temperaturas de treinta grados bajo cero…) Alfambra, batalla de Belchite (que fue asolada por completo…), división de la zona republicana en dos (tras tomar Vinaroz y el entorno de Castellón, siendo herido de nuevo gravemente), la decisiva batalla del Ebro (nuevamente herido de gravedad, mientras recogían heridos y difuntos que frotaban en el río desde una barca).
En total, había recibido TRECE HERIDAS: unas de ellas externas (cabeza incluida), pero de carácter reservado; pero varias de ellas internas y de gravedad. Ante la falta de médicos, algunas fueron “remendadas” por inexpertos –pero voluntariosos– estudiantes de medicina o enfermería (me llegó a contar que una en los intestinos fue unida provisionalmente con un trozo de alambre esterilizado con fuego, ante la falta de material apropiado…).
Ante tanto deterioro orgánico, fue llevado a “reparar” y recuperarse en un hospital que adecentaron en Benicassim (¡qué casualidad, al lado de donde posee un apartamento el padre político de mi hija mayor!). Lo que le libró de intervenir en las últimas actuaciones de la 4ª División de Navarra: las conquistas de Barcelona y Gerona.
A pesar de que evitaba hablar de esa guerra fratricida, ante mi insistencia, en algunos momentos me narró las atrocidades que vivió y fue observando a lo largo y ancho de su periplo bélico, cometidas por ambos bandos: especialmente por las incontroladas milicias libertarias republicanas, grupos similares de falangistas y tropas “regulares” africanas.
Como jamás disparó un tiro, nunca obtuvo ascensos o reconocimiento individual oficial, a pesar de las muchas vidas que salvó, o de los cadáveres que recuperó para que fueran enterrados dignamente: sólo una Medalla Colectiva Militar a toda la 4ª División, y otra individual “al sufrimiento por la Patria” –no pensionada– tras finalizar la guerra.
Una vez terminada la misma, y repuesto de sus heridas, en la primavera de 1939 regresó a Montehermoso tras SEIS AÑOS de vida militar, sin ver a su familia ni a su novia.
Tras ayudar a sus padres y hermanos en la recogida de la paupérrima cosecha de ese año, en septiembre contrajeron matrimonio. Volvió a su anterior actividad agropecuaria, que completaba con una pequeña carnicería que regentaba mi madre en la calle Plasencia (barrio de las “Kábilas”): pues tuvieron 10 hijos (aunque 4 de ellos fallecieron siendo párvulos, todos ellos de meningitis y ante la ausencia aún de penicilina).
Nunca quiso saber nada de guerras ni de armas, pues ya había conocido suficiente. Siempre trabajando, a menudo sonriente (como muchos le recordarán).
Pero tantas heridas mal curadas afloraron con el tiempo y, unos días después de cumplir los 70 años, su organismo dijo ¡basta! Y, tras sacar adelante a la media docena de hijos con gran esfuerzo y en unión de mi querida madre, se nos fue físicamente –al igual que ella, aunque tía Adriana sobrevivió hasta hace una década–. Pero siempre estarán presente en nuestros corazones y memoria.
Hoy, 26 de marzo de 2020, justo cuando escribo estas líneas, se cumplen 37 años que lo enterramos en su pueblo natal, Montehemoso, rodeado de los suyos y de los muchos que le estimaban (por cierto, en el pueblo se le conocía con el apodo de “tío Costante Bueno”…).