MI OPINIÓN: LA SOLEDAD NO ES ESTAR SOLO.
Dic 20 2017

POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)

Tableta de chocolate El Gorriaga

La soledad es un desgarro interior que nos roba seguridad, certezas y espacios de confort. La que hace que te estorben ‘los otros’, a los que no identificas como ‘los tuyos’. Por eso la peor de las soledades se siente casi siempre en compañía. Pero hay muchas clases de soledad. Existe la buena y la mala, según se vivan.

Por ejemplo, cuando abandonas una compañía nefasta, un hábito insano, un camino equivocado, te liberas aunque estés solo.

Pero cuando te arrancan a destiempo o a la fuerza de un lugar cómodo, llega la soledad mala. O si te roban lo que quieres.

Todos nacemos solos, aunque llegue un gemelo al lado. Todos padeceremos mil soledades en la vida.

Lo malo es no aceptar las que llegan, o tratar de camuflarlas. Las personas que no asumen sus soledades son infantiles, aunque sean centenarias. Es que no han crecido por dentro y carecen de autonomía propia; son seres eternamente dependientes.

O sea, niños, como Peter Pan. Convivir con ellos puede ser un martirio por su egoísmo y falta de empatía. Siempre buscan fuera al culpable de errores propios. Les aterra la soledad por su impericia para saber vivir. En realidad nunca viven, sobreviven infelices, parasitando a otros. Los que cargan con sus problemas.

Creo que en la familia y las escuelas faltan técnicas de aprendizaje que nos preparen en temas como éste, la soledad. Se confunde demasiado amor con proteccionismo enfermizo. Así nunca se superan las pequeñas soledades. De las grandes están llenos los consultorios psiquiátricos. Deberíamos recordar las soledades que vamos viviendo al crecer; como el ratoncito Pérez nos recuerda que cae el primer diente y con ello se acaba la edad de la leche, la de la irresponsabilidad.

Si uno puede ya masticar garbanzos es que está capacitado para saber lo que cuestan y cómo se guisan. La primera soledad es dura: nos cortan el cordón umbilical, debemos respirar y comer sin que nos lo den hecho. Todos los niños lloran al nacer, al primer respiro.

Pero ahí está la teta de la madre para consolar, el chupete o en biberón. Todo eso desaparece rápido. Es la segunda de las soledades. Por suerte no nos acordamos de ellas. Tampoco del primer día que nos dejan en un sitio ruidoso y asqueroso, pues por mucha limpieza que exista aquello huele raro: se llama guardería.

Allí eres el rey destronado de golpe. Cuantas más criaturas haya más sola está cada una. Paradojas de la soledad. Al menos no hay castigos ni deberes.

Eso llega pronto, cuando aterrizas en un colegio con babi de cuadros y una nueva madre postiza, la señorita Susana, por ejemplo. Para resistir, finges que la quieres mucho, pero en el fondo deseas perder de vista a todos estos intrusos, y sueñas con las vacaciones. Y así, soledad a soledad, vas haciéndote mayor.

Yo recuerdo como una experiencia traumática otra soledad: la noche que me abandonaron los Reyes Magos. Los mayores deberíamos saber que el sueño de un niño no es tan profundo como parece.

Escuché hablar a mi madre y mi tía Mary esa noche mágica. Me suponían dormida. Contaban donde nos iban a poner los regalos. Desperté pensando que era una pesadilla, pero justo allí estaban.

Guardé el secreto, incluso a mi hermana, un año más chica. Pero las chocolatinas de ‘El Gorriaga’ nunca volvieron a saber a gloria. Normal, no venían del cielo. ¡Vaya soledad aquella! Fue tan fuerte que creo que de ahí arranca mi fobia a las Navidades, una fiesta llena de mentiras. Sin embargo, asumido el fraude de estos padres disfrazados de Reyes, lo superé bastante bien y me hizo mayor antes de lo que tocaba.

Menos mal, porque tenía a un paso una nueva soledad, terrible: un internado de monjas, con uniforme de novicia; un comedor que olía a coliflor y manteca de cerdo; una lista de obligaciones sin derechos, madrugones y encierros.

Pero, sobre todo, años de alejamiento de los espacios y seres queridos, que se idealizan cuando se pierden prematuramente. Eso sí, ese internado fue a la larga magnifico. Una se aferra a lo que hay. Las monjas eran buenas, y los profesores excelentes docentes.

No me quedaron traumas. Allí pase de niña a mujer. Lo hice rodeada de otra familia que nunca se fue del todo, mis amigas de misas y novenas con velo, confidencias, exámenes orales, fiestas a la Niña María, pequeñas rebeldías, amores de televisor, ejercicios espirituales y zapatos Gorila.

Eso une una barbaridad, por muchas soledades que te echen encima. Te hace fuerte. Cuando lo abandoné camino de la universidad, ni idea tenia de las grandes soledades que estaban por venir. Acaso la primera fue la muerte de mi primo Paco cuando él tenía tan solo 27 años, un chico bueno y guapo que nunca he olvidado.

Porque de todas las soledades la que se supera peor es la muerte de los que quieres. Es que no tiene vuelta atrás. Hoy, con tantas soledades a las espaldas, en noches de insomnio, cuando el otoño amenaza con un invierno infinito, veo pasar delante a cuantos dije adiós con dolor.

Me sonríen y desaparecen con rapidez. Parece que no les va mal en la otra orilla. No es una experiencia grata tanta despedida, pero peor es negarse a soltar su mano si sabemos que ni están ni volverán.

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