POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Los que creemos en la libertad de expresión, y la practicamos, asumimos que nos van a criticar. A mí me pasa con estas papeleras. Al parecer, no sé por qué caminos, algunas de las denuncias que vengo haciendo desde hace años sobre los peligros que encierra el nacionalismo separatista no les han gustado a ciertos jienenses que se instalaron un día en Cataluña, y que hoy odian a España. O sea, se odian a sí mismos. Lo de la crítica me parece normal, porque quien pretenda caer bien a todos es un columnista de goma-espuma. De los que sacan igual a dios o al diablo bajo palio. A esos nadie los critica. Lo que no me parece bien es hacer una crítica ofensiva, y desde el anonimato. Eso es de cobardes. Aunque bien visto el cobarde y el envidioso bastante penitencia tiene en el pecado. Que dios les perdone. Además a estos catalanistas conversos, los más feroces, les ha pasado lo que tenía que pasar: que se les ha destrozado su dios, el honorable Pujol. Es que dar la cara por un dios de barro tienes su peligro.
Ahora resulta que el beato Pujol, su adorado Jordi, les ha engañado como a chinos cuando les vendió la moto de que España les roba. Cuando les montó una historia catalana falsa para tenerles distraídos. Cuando les hizo creer que todo lo que se contaba sobre sus oscuros negocios, desde la Banca Catalana a lo demás, era una patraña inventada por los malvados españoles para desacreditar a Cataluña. Me imagino la cara que se les ha puesto a estas pobres gentes, que pagaban religiosamente sus impuestos, el día en que se despertaron con la sorpresa de que Cataluña estaba arruinada, y de que sus dioses, los Pujol Ferrusola, se habían forrado a costa de la miseria del pueblo. El día en que el cara dura de Jordi tuvo que reconocerlo en público, porque hacienda lo había pillado. Cuando tuvo que confesar que de honorable, nada de nada. Hasta se vio obligado a devolver una medalla que le entregaron en Barcelona en calidad de ciudadano ejemplar. Sí, estas inocentes criaturas supieron por boca del beato Jordi que su salvador de patrias llevaba más de treinta años defraudando a hacienda, y trincado a troche y moche. Y que él, su prole y aledaños, tienen tantos millones colocados en bancos extranjeros que, si se recuperaran, evitarían muchos de los recortes que el gobierno catalán está aplicando a la sanidad o la educación, por citar dos temas puntuales. O sea, que el día que estos catalanes nacidos en Jaén, por poner un ejemplo, vayan a un hospital público y les metan en un cuarto atiborrado de enfermos, si es que no les ponen en una lista de espera más larga que un año sin pan, se lo deben a su venerado Jordi. Pero a los Pujol esto le da igual, porque ellos pueden pagarse no solo sanidad privada más cara del mundo, sino el capricho más estrambótico que le apetezca. Saben, tiempo al tiempo, que el tema en cuestión no va a pasar de alguna multa, chocolate del loro para los Pujol Ferrusola. Aunque pelearan por que la multa sea chica, porque su lema es que la pela es la pela.
No sé cómo se puede sentir hoy quien haya votado a Jordi Pujol, o han defendido su honradez. En un artículo reciente de Santos Juliá se contaba la defensa a ultranza que hicieron de don Jordi personajes relevantes de la cultura catalana como Vázquez Montalván. También periodistas tan sagaces como Ramón Pi consideraban que las acusaciones que se vertían contra los Pujol nacían desde el anticatalanismo .Era tema tabú sospechar de este mangante: si algún rival político, caso P. Maragall, se atrevió a decir en público aquello de tres por ciento, tuvo que retractarse inmediatamente Algunos de sus defensores ya están muertos. Otros pueden reconocer que se equivocaron. Pero en España la virtud de la humildad no abunda. Los que piden perdón son escasos. Aquí mola lo de “mantenella y no enmendalla.”. Así nos va. Por eso valoro tanto la valentía que tuvo Albert Boadella el día que escribió su mea culpa en un artículo de El Mundo, cuando se negó a colaborar con la patraña del nacionalismo que montaba Jordi Puyol, aunque aquello le costara el ostracismo. El destierro. Por suerte España no es una madrastra; es una madre, y en ella caben todos los que sienten que ya no caben donde existe pensamiento único. Donde, como proclamaba Mussolini, solo pueden circular los simpatizantes.
Es una pena que pase esto en un país que supo salir sin sangre de la dictadura. Dialogando. Y que ahora acepta el chantaje del nacionalismo trasnochado. Sí, una pena, dice mi papelera. Y un problemón. Porque lo peor de esta película está por llegar. Al fin y al cabo don Jordi lo dejó todo atado y bien atado… ¿o no? Que se lo pregunten a su delfín, Artur Mas, quien para salvar su carrera política lleva a los catalanes hacia un despeñadero.
Tampoco habían sido nunca una nación independiente. Es más, sus raíces estaban en el sur de Francia, en la remota Edad Media, cuando se formó la Marca Hispánica, para frenar al Islam. Más adelante el rey Carlos el Calvo designó conde de Barcelona y de otros lugares de aquella Marca fronteriza a un noble, llamado Wifredo el Belloso (¿Acaso pariente de Lluis por eso de lo peludo?, pensó Caperucita). Supo que estos condes se independizaron de los carolingios y montaron su vida al estilo feudal, como los demás condados y reinos españoles, con los que a veces guerreaban y otras pactaban y se hartaba de vino, sobre todo cuando iban juntos a luchar contra sus enemigos comunes, los de Al –Andaluz. La cosa fue rodando hasta Ramón Berenguer IV, otro conde de Barcelona, tuvo algunas peleíllas con el rey castellano Alfonso VII. Entonces pensó que le interesaba casarse con Petronila, hija de Ramiro II de Aragón, reino al que pertenecía Cataluña. Era una criaturita recién nacida, pero le salió bien la jugada: Ramiro se fue a un convento, que es lo que le molaba, y nombró a su yerno Príncipe de Aragón. Supo Caperucita que los descendientes de este matrimonio siguieron siendo tan españoles como antes, aunque hubiera algún pirado que opinara lo contrario, sobre todo cuando se trataba de no pagar impuestos ni hacer la mili. Incluso hubo quien, con tal de incordiar a España, llamó al rey francés para que los ayudara. Pero los franceses eran más centralistas que los españoles. Por eso los catalanistas acabaron odiando a los gabachos.
Caperucita, indignada, descubrió que su noviete, catalano-andaluz, mentía mucho; comprendió el follón que le montaron a Felipe V cuando la Guerra de Sucesión, y el camelo que era lo de un tal Casanova, quien nunca fue catalanista aunque luchara contra el primer Borbón español. Supo que se aprovecharon de las libertades que trajo la Constitución de 1931 para proclamarse independientes.