POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN) , PRESIDENTA DEL INSTITUTO DE ESTUDIOS GIENNENSES
Un amigo, Don Enrique de Aguinaga, nacido en 1923, me pone de vez en cuando un e-mail, y me manda temas que escribe.
El último lo fecha el 18 de marzo pasado. Don Enrique, cuya biografía se puede consultar en internet, me deja siempre con la boca abierta. Es como si entrara por el ordenador un soplo de aire fresco.
Don Enrique fue uno de los fundadores de la Asociación Nacional de Cronistas Oficiales y nunca falta a sus Congresos anuales. En ellos se toma la cervecita de rigor que suelen ofrecer los ayuntamientos, las tapas que ponen, y los pastelillos, aunque sean pringosos a veces.
Sin preguntar si llevan sal o azúcar. Ni quejarse por nada. Don Enrique, además de mandarme estos increíbles ensayos inéditos, me suele poner unos renglones. Siempre me dice cosas bonitas, que yo recibo como si me enviara flores.
Es que no es machista como otros que conozco, que podrían ser sus nietos. Al contrario. Si de él dependiera, habría más mujeres con poder en todos lados. Escribe como los ángeles, y piensa más que Descartes, porque existe.
Ejerció un periodismo de altura; creó escuela. Nadie que lo haya tenido como maestro puede decir que le defraudó. Es que valora en el ser humano lo que hay que valorar: honradez, trabajo, y bondad.
Cree en la parábola de los talentos, que cada cual debe dar a la sociedad lo que ha recibido. Ese suele ser el lema de los seres humanos Cum laude, como Vicente del Bosque, Hijo adoptivo de Carboneros, devolver el bien recibido.
Si todos fueran así, el mundo sería una balsa de aceite. Pero hay pocos. Ese pedazo de artículo –‘Pensando el pensamiento’– que recibí aquel día, y que don Enrique llama ‘perorata’ en su carta, porque tiene un humor finísimo, da para un mes de reflexión. Cuando empecé a leerlo andaba muy liada, por tontadas varias, pero urgentes. Pensé posponerlo, pero fue pasar los primeros párrafos y ya no pude parar.
Y no es porque comparta todo lo que él piensa, ni mucho menos. Es por lo bien que piensa y escribe. Leer a don Enrique es hacer un máster de gramática y filosofía a la vez. Sucede que hay quien sólo lee lo que gusta a su oído. Por eso siempre compra el mismo periódico y pone la misma emisora de radio.
Si se habla de religión, le molesta todo lo que no sigue su credo Si se trata de modos de vida, rechaza lo diferente. Son tan cortos de mente que juzgan a las personas hasta por su aspecto. Lo ideal para ellos es ser oveja de un rebaño cerrado tras la tapia. En cuanto se les lleva la contraria, malo. Piden fidelidades absolutas.
Son gentes a las que el mundo externo les incomoda. ¿Para qué ver otro pueblo con lo bonito que es mío, mi romería, mi feria, mi tortilla de papas, mi fandango y mi pandilla? ¿Para qué voy a pensar si vivo feliz sin pensar? Es el mundo predilecto de los mediocres. Les mola la rutina mental.
Pero Don Enrique es de otra pasta: observa, escucha, piensa, y escribe. Y si le mandas un artículo bien razonado, aunque no sea políticamente correcto para sus ideas, le encanta leerlo. Y te lo agradece. Lo sublime de las mentes pensantes es que no son obtusas. Que admiten la discrepancia. Lo que no admiten es la grosería y el insulto. Hacen muy bien. He cortado y pegado frases de esta “perorata’ de mi amigo Aguinaga.
Las voy a dejar a la vista. Para no olvidar que de mayor quiero sor como él. Será difícil alcanzarle. Como le digo siempre, es el periodista más guapo y listo que he conocido. Pero al menos le tomo ese consejo de no jubilar la mente.
Es cierto, una mente bien cultivada apenas tiene arrugas. Lo comprobé cuando compartía horas de conversación con Don Antonio Domínguez Ortiz, un amigo que se nos murió jovencísimo a sus 94 años.
La muerte le llego mientras escribía otro libro, sobre la esclavitud en Castilla. En la Hispano Olivetti dejó un folio a medio terminar. Vivió hasta el último minuto como le gustaba: pensando y en su casa.
Igual le paso a mi añorado Rafael Rodríguez-Monino Soriano, aunque él se cambio de orilla sin llegar a los 90 por culpa de Tabacalera. Es que no todo consiste en coleccionar años como si fueran cromos. Porque ahora presumimos de tener muchísimos centenarios saludables, pero pasamos por alto que pocos tienen joven su cabeza.
Creo que a los ancianos no se les anima a pensar. Hasta resulta molesto el que sale demasiado pensante en las Residencias. Es un grano en el culo. Pero no es bueno dejar que pienses por nosotros. Y jamás pongamos tapias al pensamiento. Resumiendo, que cuando un día de abril llegó ese ensayo de don Enrique, me lo bebí hasta el final. Luego lo imprimí, porque con tanto ecologismo ya no leemos a gusto en el sofá, oliendo a papel y subrayando.
Encima, como el mundo es un pañuelo, me cuenta que su padre, Don José María Aguinaga y Font, Veterinario, fue Inspector de Higiene y Sanidad provincial en Jaén desde enero de 1930 a marzo de 1931. He podido comprobar que se le quiso y respetó mucho.
De casta le viene al galgo. Por si algo faltaba, Don Enrique me pone en su última carta un piropazo: «Yo estoy con la inteligencia donde quiera que se encuentre, y más si se encuentra entre la bondad y la belleza». Me dieron ganas de comérmelo a besos. ¿Quién se resiste a esto Don Enrique de mi alma.
Fuente: El IDEAL. Opinión. Página 23