POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Dicen que la madre de todos nuestros males económicos fue la crisis de ladrillo. No lo niego. Todavía recuerdo lo que me contestaban los alumnos que abandonaban el instituto sin acabar ni la ESO: cuando intentaba convencerles de que era un error desaprovechar la oportunidad de obtener alguna titulación académica, muchos me respondían que su padre, obrero sin cualificar, ganaba más que yo “en la obra”. Era verdad. También era cierto que al día siguiente de abandonar el centro ellos mismos, apenas cumplidos los 16, casi analfabetos, tenían un sueldo asegurado amasando cemento. Así hoy una gran parte de la juventud española no sabe ni hacer la o con un canuto, después de habernos gastado en escuelas una pasta gansa. Encima ya no hay “obra” a la que ir; ni cemento que amasar. Pero volvamos al negocio del ladrillo.
Yo no creo que se haya acabado el negocio del cemento; ni que se tarde mucho en volver a ver andamios decorando el paisaje. Porque los extranjeros andan encantados comprando las gangas de las que se deshacen bancos y demás particulares. También están flipando en colores con la llegada de la otra mitad de nuestra juventud, la que se formo bien a costa de nuestros bolsillos, hoy cerebros a exportar a precio de saldo. De los demás, los que sólo tocan cemento, no quieren ni uno. Es mejor que sigan aquí parados, hasta que los volvamos a necesitar para poner ladrillos, ahora con sueldos miserables. Y es que tontos, lo que se dice tontos, no son los que hoy compran España. Encima les tenemos que dar las gracias por sacarnos del apuro. Y disimular lo mucho que duele la lejanía de los hijos. La ausencia de los nietos. La certeza del desarraigo que tarde o temprano llega también al que se va sin querer irse. O hacer como que no notamos que nos miran por encima del hombro, porque ellos saben que nosotros sabemos que son los usureros de nuestra torpeza. Una torpeza recurrente, como las maldiciones bíblicas. Por eso creo que cuando se acabe lo vendible, barato, barato, nos dejarán que tropecemos en la misma piedra. Seguirán demandando apartamentos en primera línea de playa, ahora que los ayuntamientos dan más facilidades que nunca a los promotores. Y comprarán nuestras inteligencias. Tiempo al tiempo.
Al parecer, la venta de segundas residencia en la costa española se está disparando desde hace unos meses. Hasta el presidente ruso se ha comprado una mansión en Marbella. Dicen que los mayores inversores inmobiliarios son rusos y chinos. Lo cual da mucho en qué pensar, porque, al parecer, lo que queda tras muchos años de dictadura comunista es un ansia desmedida por ser capitalista, a lo bestia. Estos dos imperios nuevos, gestados en el marxismo, compran todo lo bueno español que pasa por sus manos. Saben que España se vende. Y saben que lo primero que hay que compara para hacerse rico es el silencio del cuarto poder. Porque los medios de comunicación no son nada sin dinero. Sin que les entre publicidad, su alimento básico. Yo a esto le llamo colonización. Aunque otros dicen que es globalización. Pero no es lo mismo. Porque quien coloniza, imperializa. Antes había primer mundo y tercer mundo. Blancos, negros y amarillos. Católicos o infieles. Todas esas categorías tenían alma. Hoy haya dinero, dinero y dinero. El dinero nada sabe de sentimientos. Ni de ética. También he leído que un grupo de madres con hijos en el extranjero ha creado una asociación para apoyarse. Dicen que España ha echado fuera a sus hijos. Que no pueden vivir sin ellos. Que repetimos el drama de aquellos emigrantes de los sesenta que perdieron sus raíces y acabaron siendo ciudadanos de ninguna parte. Yo las comprendo. Pero también comprendo al que escapa de un país que se vende de vez en cuando a precio de saldo. Y recuerdo el argumento de aquella gran película titulada” Un franco, catorce pesetas”. Si no la han visto, no se la pierdan. Es nuestra historia.
Mi papelera tiene tanta pena hoy que no sé como consolarla. Tiene alma de madre.