POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA).
Hace unos días, como estaba previsto y con la sala de la Casa del Concejo abarrotada, 140 sillas, presentamos un nuevo libro del Cronista que esto escribe, mi último libro: San Ignacio de Loyola en Arévalo.
El acto lo abrió la concejal de cultura María Luisa Pérez, que manifestó la satisfacción por presentar este libro del Cronista, en el que fue su último acto como edil, gesto que he agradecido sinceramente. Y he tenido la fortuna de tener como anfitrión a Pablo Serrano, el Director de este Diario, que hizo de presentador de esta mi última obra.
Cuando se acercaban dos importantes centenarios de San Ignacio de Loyola, el V Centenario de la Conversión, y el IV de su canonización, me propuso que escribiera ampliamente sobre los años arevalenses de Íñigo López de Loyola, unos años tan importantes como desconocidos de este personaje universal, porque era conveniente divulgar esos momentos de la historia de mi ciudad, me dijo con buen criterio. Por supuesto acepté el reto que me llevó a profundizar en el personaje, en el ambiente de la entonces villa de Arévalo que le rodeó cerca de once años de su juventud. De este joven Íñigo y su estancia en Arévalo, desde los 15 años a los 26, teníamos noticias fragmentadas y a veces contradictorias. Y una frase tan desafortunada como nada definitoria de aquellos años que el joven guipuzcoano paso en nuestra ciudad, «hasta los 26 años de su edad fue hombre dado a las vanidades del mundo…». Profundizar en los últimos años que las Casas Reales arevalenses eran foco de atención y centro de aventuras e intrigas en aquella villa castellana de realengo, tan leal, que puso el interés de la Corona de Castilla por encima del Rey. La «muy más leal villa…». Profundizar en la vida de Alonso de Montalvo, el amigo íntimo de Íñigo que nos hizo llegar algunas de las aventuras de ambos en Arévalo… En fin, todo un repertorio en torno a esos años de principios del s. XVI.
Y se dio una circunstancia muy especial y curiosa. Pude exhibir una fotografía mucho más que curiosa de hace veinte años. Efectivamente, día más, día menos, hace 20 años tomaba yo posesión del cargo honorífico de Cronista Oficial de la Ciudad de Arévalo y estábamos en circunstancias parecidas, el alcalde saliente, Francisco León, y el entrante, Vidal Galicia… Paco Robidach está con nosotros alejado de la política, y el otro personaje que presidía la mesa, José Luis Gutiérrez Robledo, gran amigo y maestro, ya desaparecido, que entonces me presentó en aquel acto y fue como mi padrino. Unas circunstancias que se repitieron, fueron coincidentes por casualidad, no teníamos otras fecha, pero que nos hicieron sonreír por la situación.
Como Cronista y como arevalense no tengo más que agradecer profundamente el cariño de mi gente, de mis amigos y mis conciudadanos que siempre que presento alguna cosa mía, me esperan y acompañan con una gran fidelidad y cariño. Fíjense, amigos lectores, hoy con las redes y esas cosas, fueron también casi un centenar de adhesiones al acto de gentes que por alguna causa no pudieron estar presentes y aún estoy firmando libros en cualquier lugar que me lo piden… Me he sentido arropado y querido por los míos…
Justo al día siguiente ha tomado posesión la nueva corporación. Son cosas del calendario. Y como casi siempre, el nuevo alcalde Vidal Galicia ha estrenado la legislatura presidiendo las procesiones de la romería de La Caminanta, esa tradicional romería que es el preludio de las Ferias y Fiestas que están ahí, a la vuelta de la esquina.
Como es tradicional, las dulzainas y tamboriles acompañan siempre a la comitiva de «caminantes», bien sea en desplazamientos lúdicos, de traslados o las propias procesiones con la Virgen, con sus agudas notas eléctricas que son tan contagiosas y pegadizas…
Mi debilidad por nuestra música es notoria, pero aún me emociona en momentos. Estaba yo leyendo y en la distancia se comenzó a escuchar la «gaitilla», a medida que se acercaban, mi atención se centró ya en la música y cual fue mi sorpresa que los dulzaineros entonaron y algunos cofrades cantaron bastante bien una canción para mí muy emblemática, el Canto a la Cigüeña: «Hay que ver la cigüeña, cuánto nos vale, si no fuera por ella, ¡cualquiera sabe! cómo repicotea… cómo revolotea…»
Ya huele a Ferias. Una culebrilla recorrió mi espalda y algunas nostalgias invadieron mis pensamientos.