POR APULEYO SOTO, CRONISTA OFICIAL DE BRAOJOS DE LA SIERRA Y LA ACEBEDA (MADRID)
Tengo a mucho orgullo, ahora que se conmemora y celebra el centenario de su nacimiento, recordar algunas anécdotas curiosas y sabrosas que conviví con Camilo José Cela, el autor novelístico más renombrado del siglo XX, digan lo que digan o escriban lo que escriban los que le consideran de derechas de toda la vida. ¿Y por qué no? Y eso ¿qué importa para analizar y distinguir, sobre otras, su literatura de Premio Nobel mundial?
La primera vez que le conocí creo que ocurrió cuando yo era niño de diez u once 11 años en Cozuelos de Fuentidueña (Segovia). Paseaba él por la Plaza de la Olma del pueblo cuando le vi acercarse al Bar Amador, barbado hasta el ombligo y con una cachaba de mayoral. Amador ya mataba y asaba sus corderos pascuales. Y me sorprendió su figura inusual viajera, cuando iba documentándose por la provincia de Segovia para escribir “Judíos, Moros y Cristianos”, su mejor libro con perdón de “El viaje a la Alcarria” y “La familia de Pascual Duarte”.
Más tarde me alucinó al declararme en su casa de Ríos Rosas, 54, Madrid (primero que a nadie como a periodista novel) que la “siesta era el yoga español” y él la yacía diariamente tras almorzar.
Después tuve el honor de dormir en la habitación en que él había dormido el día que pregonó, con cinco o seis líneas magistrales solo, las Jornadas Ritogastronómicas de la Matanza del Cerdo en el Burgo de Osma, donde el Virrey Soto le dispuso el orinal bajo la cama, como así se lo pidió el que aspiraba a ser Reverendísimo Arzobispo de Manila.
En otra ocasión casi coincidí con él en la presentación de su “Oficio de tinieblas” en Mayte Comodore, en la Plaza de la Argentina madrileña. Su amigo Dámaso Alonso y yo nos adelantamos un día al acto, sin saber por qué, y no paramos de ponerle a caldo bebiendo “tiopepes” hasta la madrugada en el bar. Pero fue gloriosa esa noche que yo devolví a su casa de Chamartín de la Rosa al Director de la Real Academia de la Lengua, que adoraba sin duda a CJC.
En la audiencia del Rey Emérito Juan Carlos I, en el Palacio Real de Madrid, a los escritores de toda laya y condición, republicana o monárquica, volvimos a encontrarnos, junto con Gloria Fuertes, de la que era fervoroso devoto, y consiguió que Su Majestad le regalara a la “poetisa de guardia” su propia corbata, a través de un motorista que se la llevó a su casa de Alberto Alcocer al día siguiente.
Entrevistas mías con él figuran por las hemerotecas y a ellas no me voy a retrotraer.
Quede constancia de que no era tan bravo como le pintan, ni tan descortés, ni tan desconsiderado.
Era, y es, simplemente, un maestro del idioma castellano, al que conviene imitar y recordar perpetuamente.
(Gracias, Cela, por abrirnos los ojos y los oídos al tacto de la España eterna que con tanta osadía y voluntad supiste describir, contar y manejar).