POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
En la casa de mi abuela María había un retrato del Padre Damián. Ella le rezaba mucho. Como los niños son curiosos, estoy segura de que supe pronto quién era aquel hombre vestido de blanco, con un crucifijo en la mano y cara de felicidad, aunque dedicó su vida a cuidar leprosos, y murió con ellos en la isla de Molokai a los 33 años. Entonces no se repatriaba a nadie contagioso. Y eso que su país era Bélgica, de lo más desarrollado de Europa a finales del XIX. Hoy los belgas lo consideran un héroe nacional. Recuperaron sus restos en 1936. Hace poco lo canonizó Benedicto XVI.
Cuando mi abuela me hablaba del padre Damián, yo nunca había visto un leproso. Por los sermones del cura me enteré de que la lepra era una enfermedad espantosa. Que Cristo curaba leprosos, cuando nadie se acercaba a ellos. La lepra era una maldición bíblica, porque durante siglos se asoció enfermedad a pecado. En el subconsciente funcionaba lo de “algo habrán hecho” para merecerlo. Como mucho, se les aislaba en un lugar, echándoles de comer a distancia, como si fueran perros rabiosos. La estupidez humana es infinita. Una estupidez contumaz, porque ahora hacemos todo más disimulado, pero somos igual de irracionales. Hoy la lepra, producida por el bacilo de Hansen no es una amenaza para la humanidad, aunque siga habiendo algún enfermo. Creo que la provincia de Jaén era zona endémica. Lo que sí perdura es el miedo al nombre. Me contaron que cuando llegaba un leproso a cierto hospital de la provincia había especialistas que no se le acercaba. La ignorancia no la cura la universidad.
Tras la lepra hubo otro castigo divino, la peste negra. Esta enfermedad, trasmitida por parásitos de las ratas, la he estudiado, como historiadora. En Úbeda durante la epidemia de 1681 murieron miles de personas en pocos meses. Los aislaban en el hospital de Santiago, y los enterraban en un carnero, donde hoy están los llamados jardines del Renacimiento. No había nadie dispuesto a cuidarlos, aunque siempre aparece un padre Damián que nos redime la crueldad humana. El prior de los Carmelitas descalzos los atendió, y murió del achaque pestilente, en olor de santidad. Otros enfermeros tenían menos mérito. Muchos eran reos condenados a muerte. Se les ofrecía este trabajo a cambio de redimir sus penas. Para pedir el perdón divino se hicieron procesiones con la virgen de Guadalupe. Por cierto, se prohibió que en ellas aparecieran mujeres, herederas de Eva, porque anularían el efecto. Y ahora dicen que nos quejamos de vicio cuando denunciamos la marginación femenina. Pero sigamos con el tema.
Como los hombres seguían pecando, llegó otra enfermedad maldita, el SIDA. Pero su aislamiento fue más fácil gracias al invento de la tele, encargada trasmitir pánico a velocidad supersónica. Es su garantía de audiencia. Por eso hoy con el Ébola no hace falta una isla llamada Molokai. Basta con expandir el miedo. Así los telebobos imaginan que cualquier africano en un enfermo contagioso en potencia. Temblando estoy de que lleguen a esta provincia los aceituneros que nos sacan hace años las castañas del fuego, y duermen hacinados en estaciones de autobuses, o en la calle; no sea que surja algún necio que los culpe de infectarnos a todos. Ojala no pase. Ojala los tertulianos se dediquen a dar protagonismo a los científicos que trabajan por un sueldo ridículo para que pronto tengamos una vacuna contra el Ébola. Mientras llega, mi papelera dice que podíamos aislar a los informadores carroñeros en una isla sin tele. En Molokai no, que hoy es un paraíso turístico. Mejor en Perejil. Una semanita. Hasta que reflexionen. Aunque creo que allí no cabrán todos.