POR RICARDO GUERRA SANCHO, CRONISTA OFICIAL DE ARÉVALO (ÁVILA)
Un fracaso como cortesano, su segunda desilusión
Un brusco cambió en el futuro de Íñigo, hacia la vida militar en Pamplona.
El Rey Carlos destituyó de todos sus cargos a Juan Velázquez de Cuéllar y su familia, habían caído en desgracia tras el levantamiento de Arévalo, y lógicamente también fueron afectados los pupilos de la Casa, los hijos del Contador, Iñigo López de Loyola y Alonso de Montalvo entre ellos. Con ese acto vieron truncadas sus aspiraciones en la Corte.
Fue el mismo Alonso de Montalvo, el amigo íntimo de Íñigo en Arévalo, el que nos cuenta como fue la despedida tras el fracaso de su carrera en la corte: «La mujer de dicho Contador, le dio quinientos escudos y dos caballos y lo encaminó hacia Nájera, donde podría estar al servicio del Duque de Nájera y Virrey de Navarra, con cuya casa tenía deudo; y de allí se partió a Pamplona cabeza del Reino de Navarra…». Desde entonces la vida de Iñigo toma nuevos rumbos: la vida militar.
Una despedida llena de emociones y una nueva vida por comenzar.
En el testamento de Juan Velázquez de Cuéllar y de su mujer María de Velasco, de 22 de diciembre de 1514, que publicó Pellicer, incluye también un dato más que curioso después de citar al Contador, «… no fueron menores los Servicios que su mujer Doña María de Velasco hizo hasta el año 1540, en que murió».
Respecto a ese obsequio que la viuda dio a Íñigo, hay autores que dicen que era una manda del testamento de ambos. Otros en cambio dicen que es un regalo de su parienta María de Velasco, para paliar aquella situación. De cualquier forma, ese momento de la despedida de Íñigo a María, debió de ser muy emotivo, un punto de inflexión en la vida de este joven guipuzcoano que llegó aquí con todas las ilusiones, una vida por delante y un mundo por descubrir.
Ahora había acabado una etapa de su vida, muy importante en su formación cortesana, caballeresca y de alto funcionariado contable, y partía hacia nuevos horizontes. La desilusión de una etapa truncada inesperadamente, con una nueva vida por hacer. Y un derrumbe económico, político y psicológico sobrevenido.
Y no solo por esa ayuda, conveniente y necesaria hasta llegar a su nuevo destino, sino por los consejos de una mujer muy querida, había sido como una madre para él, que había tenido a Íñigo como un hijo más dentro de aquella gran familia y casa castellana. Tal fue el ambiente familiar en que se educó nuestro joven vasco. Fueron años intensos, sin sosiego y muy productivos. Iñigo sin duda recibió en aquella nuestra villa la mejor educación entonces posible. Fue como un arevalense más, por su natural carácter, que disfrutó de la mejor vida cortesana y también vivió activamente los acontecimientos de la entonces villa según su condición social. Rogelio García Mateo, en el libro Ignacio de Loyola en Castilla, a la época arevalense de Íñigo la define como «Ambivalencia de la vida cortesano-caballeresca».
María de Velasco le encomendó al pariente de ambos, Antonio Manrique de Lara, II Duque de Nájera y Virrey de Navarra.
En aquel año 1517, le dijo el mismo San Ignacio al padre González de la Cámara que, «desilusionado de las vanidades cortesanas (sin duda por lo que observó sucedió á Velázquez) puso mayormente afición en el ejercicio profesional de las armas ó en seguir la carrera militar, deseoso, por todo extremo, de ganar honra y fama».
Con aquel equipaje, Íñigo dejaría atrás aquella villa castellana que había sido su casa durante casi once años.
Un adiós desde la lejanía.
Ya fuera de la villa, detuvo su caballería en el puentecillo mudéjar sobre el arroyo de la Mora, el mismo sitio desde el que divisó por primera vez aquella villa a su llegada. Su última mirada, sin duda, se dirigió a ese monumental castillo, convertido durante los años de su estancia en Arévalo en fortaleza artillera. Se fijaría en aquella iglesia-fortaleza de San Pedro, de sus devociones y vivencias militares. Y divisaría desde la lejanía aquellas Casas Reales, su casa arevalense, y las torres mudéjares tan características de aquel caserío que recorrió tantas veces en sus andanzas juveniles, con mil y una peripecia junto a aquella panda de compañeros y amigos. Y miraría aquellos campos de barbecheras y rastrojos que tantas veces había recorrido por la caza, y que son tan distintos a los verdes campos de su tierra familiar.
Con seguridad, durante el camino hacia Valladolid recordaría unos cuantos momentos arevalenses que le dejaron huella, tantos instantes junto a ese hombre cabal, el Contador Juan Velázquez, que fue su protector y también su medio padre, en aquellas estancias de las Casas Reales, junto a la biblioteca con libros de caballería, y los libros de asiento del Contador Mayor. En aquella esplanada ante al catillo, que fue donde recibió formación física y de armas, como era potestativo en aquella carrera cortesano-caballeresca emprendida.
Bastantes años después, Ignacio manifestará los gratos recuerdos de los años de Arévalo, «cuando servía en la corte al rey Católico».
En 1547 le escribió desde Valladolid el Licenciado Mercado, nieto de Juan Velázquez de Cuéllar, quien había conocido a Íñigo cuando éste pasó en 1527 por Salamanca. En esa carta de 25 de noviembre de 1547 le dice: «…Juan Velázquez, regidor que es de esta villa y hijo del señor Grie. Velázquez, besa las manos de V.P. y se encomienda en sus oraciones». El propio San Ignacio le contesta desde Roma a comienzos de 1548, «De la memoria del Sr. Juan Velázquez me he consolado en el Señor nuestro: y así Vuestra Merced me la hará de darle mis humildes encomiendas, como de inferior que a sido, y es tan suyo y de los señores su padre y abuelo y toda su casa, de lo qual todavía me gozo y gozaré siempre en el Señor nuestro»
Se sabe también que San Ignacio, siendo ya General de la Compañía, escribía a Catalina de Velasco, hija del Contador, reconociendo la casa en que había estado.
Y algunos recuerdos más, comprobables, de su vida arevalense. Entre ellos, la correspondencia que tuvo con su amigo de juventud, Fernando I de Austria, convertido ya en Rey de Romanos (1531).
Primera desilusión, un amor platónico, imposible
San Ignacio en su Autobiografía nos habla de sus «ensueños» juveniles y concreta que un pensamiento tenía poseído su corazón, que estaba distraído en pensar en ella. Y continúa asegurando que «estaba con esto tan embebido, que no miraba cuán imposible era poderlo alcanzar porque la señora no era de vulgar nobleza: no condesa, ni duquesa, más era su estado más alto que ninguno destos».
Efectivamente, ya hemos comentado que esa dama de sus sueños fue la infanta Catalina. El joven Íñigo visitaba con cierta frecuencia a la reina Juana a Tordesillas, bien con María de Velasco, que era tan cercana y servía a la reina Juana, con quien mantenían amistad, no en vano asistió a Juana en Torquemada al nacimiento de Catalina. También acompañando al propio Juan Velázquez, en las visitas realizadas por motivos de sus responsabilidades económicas.
Como su amor platónico nos lo describen diversos autores. Esa infantita, tan bella, era la dama ideal para ser rescatada de aquel cautiverio por un caballero. Así la debió ver en su encierro, al estilo de esos libros de caballería, que eran las lecturas más populares por aquellos momentos. Quizás también
fue un sentimiento de pena por contemplar a esa niña en aquel estado de encierro.
Unos años después, cuando llegó Carlos a Castilla, sacó a su hermana del encierro de Tordesillas y la presentó en la Corte de Valladolid, en marzo de 1518. Allí también estaba Íñigo, pero en esta ocasión acompañando en el séquito del Duque de Nájera, su nuevo señor. Y la pudo ver radiante de belleza y aún más inalcanzable, si cabe.
Muchos recuerdos de su etapa arevalense le vendrían a la mente, sobre todos aquellos en que su enamoramiento platónico le hacía soñar con aquella dama.
Tuvo otras aventuras, las propias de un joven de buena situación social y buena presencia, como cualquier joven en su época, pero aquellas aventuras eran cosas distintas.
Con la viudez y caída en desgracia y la ruina familiar de los Velázquez-Velasco, María iría a Tordesillas al servicio de la reina Juana y de la infanta Catalina. Hasta que en 1524 parte hacia Lisboa en el séquito de Catalina que se convirtió en reina de Portugal por su matrimonio con el rey Juan III. María de Velasco estaría allí con ella, como su Camarera Mayor durante diez y seis años, hasta su muerte en 1540, como consta en su último testamento otorgado en Lisboa. En él dejará a la reina “su Señora” «uno de los Treinta Dineros en que Cristo Nuestro Señor fue Vendido; que la había dado la Señora Reyna Católica Doña Isabel».
Nos cuenta Iturrioz que «En cuanto llegaron a Lisboa los primeros rumores de los “Sacerdotes reformados” de Italia, la Corte Real se interesó por ellos. Cuál no sería la sorpresa de Doña María de Velasco, al identificar entre tales “sacerdotes reformados”, a su Íñigo, al quien ella tuviera en Arévalo. Y a su vez, también la Reina recordaba al joven que acompañaba a Doña María, cuando ésta acudía a Tordesillas a los asuntos de la Reina».
Sabemos que la reina Catalina y la misma María de Velasco, facilitaron enormemente las primeras fundaciones jesuitas de Portugal. Igual ocurrió en Austria con el rey Fernando, aquel infante castellano hermano de Carlos que llegó a ser Rey de Romanos.
Diversos autores no dejan de apuntar alguna otra aventura del joven Íñigo, e insinúan que Germana de Foix también pudo ser otra aventura...
Como también de sus contactos con las monjas de Madrigal. Había en el convento madrigaleño de Santa María de Gracia dos hijas naturales de Fernando el Católico, María Esperanza de Aragón y María de Aragón, ésta algo menor. Ambas ingresaron en el convento hacia 1490 por expreso deseo de Isabel. Es a quienes Fernando regaló una bella imagen gótica llamada «La Virgen del Mar» porque allí fue encontrada. Las mismas que mandaron realizar el magnífico mausoleo del coro bajo del convento de Madrigal, para las monjas hijas de Fernando, cuando esa comunidad se trasladó al palacio de Juan II.
Nos dice García Herranz que «En los años de su juventud, Ignacio de Loyola tuvo una cierta relación con estas hermanas e, incluso, según cuenta en su Autobiografía, durante su convalecencia en Loyola de las heridas recibidas
en Pamplona, pensó en ir a ver a doña María Esperanza a quien profesó un cierto amor platónico».
Segunda desilusión, una carrera truncada por el destino
Entre tantos recuerdos, cómo no iba a tener presente a aquellos jóvenes con los que compartió amistad y aprendizajes, ese círculo de hijos y pupilos de Velázquez de Cuéllar, el maestro y tutor de todos ellos.
Arévalo, un destino que emprendió para realizar una carrera burocrática, «hacer burocracia» lo decían, y colocarse como otros nobles en la corte de Castilla. Y vivió en la mejor casa de Castilla, las Casas Reales ya que el Contador vivía en ellas al cuidado de aquella pequeña corte arevalense.
Pero los acontecimientos impidieron aquella carrera y de nuevo, ligero de equipaje, pero lleno de nuevas experiencias, habría de dirigirse a servir al Duque de Nájera. Una nueva carrera y nuevas aventuras, aunque no podía sospechar las nuevas aventuras que le aguardaban.
En el próximo capítulo veremos lo que pudo ser su vida cortesana, en paralelo a la que fue la de su íntimo amigo arevalense Alonso de Montalvo.
Sus devociones marianas, la Virgen de las Angustias.
En mi libro sobre la historia de la Virgen de las Angustias de Arévalo, incluí un apartado dedicado a dos grandes devociones de nuestra advocación patronal. Una fue la propia Isabel la Católica, cuando en su infancia la adquirió durante su estancia en las Casas Reales de la villa, rodeada de grandes devotas de esta Virgen Dolorosa, de gran arraigo popular en la villa desde la edad media, que se veneraba en el convento de la Santísima Trinidad.
La advocación de «La Quinta Angustia» que después evolucionaría en Nuestra Señora de las Angustias, era muy extendida de tal modo que pronto se la consideró como patrona e intercesora avivando la devoción popular.
Poco después, a su llegada a las Casas Reales de Arévalo, Íñigo se rodeo del mismo ambiente mariano y también, como a todos los miembros de esas familias, los infantes y los servidores de palacio, que tenían esa devoción mariana, se le contagió esa veneración.
Es lógico pensar que la devoción de la familia Velázquez de Cuéllar a la Virgen en su advocación de “Nuestra Señora de las Angustias”, entonces ya muy popular y arraigada en el pueblo arevalense, sería extensible al joven Iñigo. Nos consta que tuvo una gran devoción a la Virgen bajo esta advocación. Indicios hay para poderlo afirmar.
La imagen que veneraron Isabel e Íñigo durante sus estancias en Arévalo no era la actual, que data de mediados del s. XVI y es una Virgen de vestir. Aquella sería una de esas imágenes gótico-flamencas, como algunas que hoy se conservan, del estilo de la «Virgen del Mar» de Madrigal, esa que el rey Fernando regaló al convento y sus hijas monjas
Respecto a este tema, tengo que recoger lo que el historiador jesuita Luis Fernández nos dice: «…nos consta por un manuscrito de los primeros años del siglo XVII, enviado al Padre Gabriel Álvarez para escribir la Historia de
la Provincia de Aragón de la Compañía de Jesús… que una de las hijas de Don Martín García de Loyola y de Doña Magdalena de Araoz, envió en 1595 al canónigo zaragozano Don Pascual Mondura “una imagen de Nuestra Señora de las Siete Angustias del tamaño de la palma de la mano”… “que San Ignacio llevó siempre en todas las peregrinaciones haciéndole Dios por medio de ella muchos favores y mercedes”». La imagen portada por San Ignacio era «de pincel primoroso, las manos plegadas y espada clavada en el corazón. La Virgen aparece sentada delante de la cruz pero sin el cuerpo muerto de Jesús sobre las rodillas y con una espada larga clavada en el corazón… A pesar de estas diferencias iconográficas, no cabe duda que ambas imágenes, la de Ignacio de Loyola y la de Arévalo, responden a la invocación tradicional de la Virgen de las Angustias. Por todo ello es razonable admitir que la devoción de Ignacio a la Virgen de las Angustias pudo nacer en el clima de devoción que bullía en Arévalo durante los once años en que vivió en la villa…».
Pero hubo otra advocación cercana a Íñigo. Él mismo nos recuerda que en el oratorio antiguo de la Casa Torre de Loyola, traído por su cuñada doña Magdalena de Araoz, que fue dama de Isabel la Católica antes de casarse, hay un cuadro, una tabla de la Anunciación que enriqueció la capilla, un regalo de la Reina Isabel a Magdalena…y que ésta depositó en el oratorio antiguo de la Casa-Torre. Parece que la reina Isabel a su vez, lo había recibido de la casa vasca de los Ladrón de Guevara, parientes también de los Loyola.
Estos y otros recuerdos le pasarían por la cabeza durante el viaje hacia Nájera, para ponerse al servicio del Duque de Nájera y Virrey de Navarra, Antonio Manrique de Lara. Pero esto lo veremos en el capítulo siguiente.
FUENTE: RICARDO GUERRA SANCHO.