POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
Dicen los viejos del lugar que “estómago hambriento no admite argumento”, y que “no hay cola sin empujones, ni agobio que atienda a razones”, lo que aderezado con el axioma real y verídico de que a cualquiera se nos da una gorra e ipso facto nos creemos ser el general MacArthur entrando en Filipinas, nos lleva siempre a pretender iniciar todas las revoluciones pendientes. Pero cada vez nos encontramos con más gente que dice amar mucho a Dios, pero no ama a su prójimo; que pregona que quiere mucho a su patria, pero no quiere a sus compatriotas. Es como sentirse el
general MacArthur tomando posesión, gorra en mano, de las entretelas emocionales de nuestro espíritu cristiano y patrio de garrafón y chichinabo.
“¡Prohibido, señores, jugar al Paraíso!/ Todo está prohibido: Fumar, beber, reír a locas,/ disfrazarse de arcángel, entrar en los espejos,/ llamarle guardia al guardia y a una rabia, alegría,/ o dar fuego al cohete con una rosa roja. […]/ Debemos ser formales, solemnes, decorosos;/ siguiendo los carriles crear libros y cuadros,/ retratos que se pagan, poemas publicables;/ disimular con formas sabias que estamos locos”. En esencia sabemos que lo que nos viene a decir George Orwell en su Rebelión en la granja (1945) es que todos los animales son iguales, si bien algunos son más iguales que otros. La profecía orwelliana auspiciada en su novela 1984 (1948) —aquella en la que hablaba del Gran Hermano que todo lo vigilaba en una sociedad en la que un Ministerio de la Verdad proclamaba que dos más dos son cinco— se ha cumplido al revés: en lugar del ojo que nos mira, tenemos la TV para mirar, adaptándonos pasivamente a lo que desea el poder, de ahí que la gran batalla por alcanzarlo se libre hoy en el mundo de las tecnologías punteras de la comunicación y de la información. Quien domine internet y sus estribaciones económico digitales se convertirá en el Gran Baranda Universal.
¡La libertad entonces alcanzará su sentido más pleno —más orwelliano— al convertirse en el derecho de cada cual de poder decirle a los demás lo que no quieren oír, aunque bien es cierto que estas singladuras filosóficas, siempre me han inspirado en mi gramática parda de corresponsal de barra —más que corresponsal de guerra— negros presagios
de naufragio!
Los músicos del Titanic, aquellos jornaleros del pentagrama que tocaron hasta el final su canción con encomiable pundonor, también acabaron ahogándose junto al papel mojado de sus partituras, mientras otros con sus chisteras, desde los botes salvavidas, les hacían saber para alentarlos que el “Titanic no se hunde”. Bien se sabe que los seres humanos —como afirmaba Nietzsche, aquel que le hizo decir a Zaratustra que “Dios ha muerto”— en el fondo somos poco ambiciosos; nos basta con una buena digestión para encontrar la vida agradable. Todo lo demás son bambollas que nos inventamos para crear el ambiente, pero nada más. No hay más verdad que el pesebre en la filosofía del asno, y muchas veces también en la de quien lo cabalga.
Pero, en el fondo, siempre nos quedará París, que se decía en la mítica “Casablanca”, para morir como un perro ahogado en la indiferencia, con la gorra del general MacArthur en la mano, junto a todos los entorchados de mandamás de la granja en la que no acabamos de rebelarnos ante los ojos del Gran Hermano. Vayan estas líneas dedicadas a la memoria del venerable anciano René Robert, artista fotógrafo del flamenco, muerto como un perro en el frío invernal de una calle de París, y víctima de la indiferencia del siglo XXI que deja a sus viejos tirados en la calle sin un banco en el que cobrar la pensión, y sin otro banco en el que tumbarse para morir con la dignidad de un músico del Titanic.
FUENTE: https://www.diariojaen.es/opinion/articulistas/morir-como-un-perro-BD8243157