POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
Consustanciales al verano, descaradamente voraces y vulgares, las moscas, como escribió don Antonio Machado –el profesor de Baeza–, en el sopor de la tarde siguen sin labrar como abejas ni brillar cual mariposas. Evocadoras, sí, de librotes cerrados de mecánica cuántica, cartas de amor – ¡qué tiempos aquellos cuando escribíamos nombres en el vaho, encaramados al último sorbo de corazón que nos quedaba por beber en el vaso largo de la noche! –, evocadoras de los párpados yertos que les florecían a las tardes muertas en las que invocábamos al dios de los palíndromos.
Decididamente y con urgencia hay que proclamar a la mosca cojonera como patrimonio vivo de la humanidad deshumanizada por su inestimable contribución a la evolución integral del ser humano. Sin ella, y sin los que la imitan, nuestra especie no hubiera desarrollado el sentido de la perseverancia y de la lucha sin cuartel, el “llega quien resiste” de las victorias íntimas. En el fondo, todos aspiramos a convertirnos en la mosca cojonera de nuestras moscas cojoneras, y esa metamorfosis hace que el inquieto mulo del destino siga dando corajudas coces en la cuadra de las conciencias. Impagables moscas que nos mantenéis despiertos y ligeros de equipaje a la sombra estéril de los vanidosos laureles.
© José María Suárez Gallego