POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
A mediados del pasado siglo era normal que las familias de clase media tuvieran interna en casa una moza. Al menos en mi pueblo pasaba eso. Era por culpa del hambre. Y porque no se había inventado el control de natalidad ni las guarderías. Muchas de estas mozas eran unas criaturas que apenas llegaban al fregadero. Entraban a servir en la casa ajena para escapar de la miseria de la suya, Su misión principal era ser niñeras. La mayoría trabajaban sin sueldo, o por un par de duros. Su calidad de vida dependía de la buena voluntad de los amos. En mi casa, siendo chica, vivieron dos mozas. La primera se llamaba Cruz. Estaba cuando yo nací. Pero no la recuerdo. La he visto en una foto, dándome la mano. Llevaba luto. Entonces los lutos eran eternos. Era rubia y guapa. Sonríe en la foto. Se marchó, como casi todas, para casarse. Seguro que vivió bien con mis padres. En mi casa se trataba a las mozas como si fueran de la familia. Yo agradezco ese ejemplo porque me ha servido mucho para ser como soy. La segunda moza que tuvimos fue Inocencia. También era guapa. Su paciencia era infinita, y siempre estaba contenta. Dormía en un cuarto que daba a la habitación de estar. Y yo. Porque más de una noche, buscando calor y cariño, acababa en su cama. Se quedó con nosotros hasta que se casó y se fue a Barcelona. Era de gustos parecidos a mi madre. Ambas preferían estar con nosotros en el campo cogiendo higos o buscando collejas, a dar brillo a la casa. También le encantaba ir a por agua al rio. En una cadera cargaba a mi hermano, en otra, el cántaro. Era un poco hippy. Como mi madre. Quedaron tan amigas que volvió a visitarla. Le trajo folletos sobre su nueva religión, Testigos de Jehová. Mi madre tenía pena por ella: nos contaba que su único hijo iría a la cárcel por no hacer la mili. Y si le alguna vez necesitaba una trasfusión, le dejarían morir por sus creencias. A Inocencia la recordaré siempre. Por lo bien que lo pasamos juntas, y porque con ella vi por primera vez lo que era la pobreza absoluta, el día que me llevó andando a la covacha en la que vivía sus padre, y una hermana, que era madre soltera. Un horror. Así, aunque no hubiera muchos juguetes, los niños no eran gran estorbo en casa. Para lidiar con ellos estaban las mozas. Para acariciarlos, las abuelitas, que eran tiernas, y viejecitas, aunque no hubieran llegado a los sesenta. No estaba nada bien echar a las abuelitas la carga de la crianza de un niño. Aunque ayudaran un poco. A las abuelitas había que mimarlas, llevarles cestas de regalos, como hacía Caperucita. Así iba la cosa hasta que las mozas de los pueblos se convirtieron un día en obreras de ciudad. No sé si fueron más o menos felices. Pero ganaban un sueldo. Eso cuenta. Entonces las abuelitas se convirtieron en abuelas e hicieron el trabajo de las mozas.
Hoy a muchas abuelas las explotan los hijos mucho más que a las mozas de entonces. Les roban los últimos años de independencia y libertad haciéndolas responsables de la crianza de los nietos. Muchas se quejan de eso cuando tiene quien las entienda en frente, pero sienten miedo de quejarse de su dolor de espalda, de sus achaques de viejo, delante de los hijos. Les horroriza que les alejen de sus nietos si confiesan su cansancio. Y eso que estas abuelas de hoy saben que no recibirán los mimos que antes se daban a las abuelitas. Que cuando sean inútiles para el trabajo su destino es la soledad. Mi papelera las comprende. Pero se calla. Porque en este asunto los consejos no valen nada.