POR OSCAR GONZÁLEZ AZUELA, CRONISTA DE CRONISTA DE LAGOS DE MORENO, JALISCO (MÉXICO)
Mi vida ha estado rodeada por mujeres. Tenemos una, la que nos da la vida, la tuve espléndida, existencia digna de novela; una Nana simpática y cariñosa cuyo nombre pronuncié antes que el de mi mamá: Maía. Más que enojarse, siempre me lo festejó.
La presencia femenina se potenció a través de mis abuelas; a ambas conocí y de ellas recibí una especie de moraleja en torno a la sobrevivencia a los tiempos de la revolución; la alteña querida por todos, la norteña, ruda y celosa, querida solo por mí; de ella escuché relatos escalofriantes en medio de su risa arterioesclerótica.
Fui el menor de siete, protegido por cinco hermanas, luchonas, simpáticas y directas; cinco tías por línea materna, incontables primas que como garbanzos de rosario se reunían en agridulces posadas que iban del indescifrable ora pro nobis a la piñata en la que difícilmente alcanzaba un cacahuate dada mi condición de nieto muy menor, reuniones que se esfumaron a la muerte de la abuela.
Siempre fiel en el amor -uno a la vez-, dos espléndidas mujeres me han dado descendencia, todas amor verdadero, muy bien correspondido.
De mis dos hijas aprendí que una niña decidida puede doblar acero y acabar con el sentido común; de mis dos nietas la razón del ser y la luz de la esperanza.
Bendito Dios que hiciste a la mujer de una costilla, con átomos de luz de estrella, de universo e infinito.