
POR MARÍA DEL CARMEN CALDERÓN BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CABEZA LA VACA (BADAJOZ).
Un nombre que, como los cometas, no puede borrarse sin más.
Había nacido un 25 de febrero de 1670 en Panitzsch, en el corazón sajón, donde el firmamento se extendía cada noche como un libro abierto para los ojos atentos. María Margarethe Winckelmann venía al mundo en una Alemania que consideraba a las mujeres como figuras decorativas del hogar, más útiles para bordar que para pensar. Pero el destino, caprichoso como siempre, quiso que su padre, un ministro luterano con más luces que prejuicios, pensara que su hija debía ser instruida como un hombre. Con esa ventaja y un carácter que debía rivalizar con el acero de las espadas, María se sumergió en las letras y las ciencias, devorando conocimientos como quien presiente que el tiempo es corto y la misión, grande.
Desde joven, su pasión por la astronomía fue evidente y, en lugar de limitarse al papel reservado a su género, se puso bajo la tutela de Christopher Arnold, un granjero con el alma apuntando al cielo, que practicaba la astronomía con la misma devoción con la que trabajaba la tierra. Así, en Sommerfeld, María comenzó a explorar los secretos del cosmos, aprendiendo que las estrellas no son sólo luz, sino también lenguaje.
Fue Arnold quien la presentó al gran Gottfried Kirch, el astrónomo más afamado de Alemania. Kirch tenía 30 años más que María, pero la edad no fue obstáculo para el entendimiento. Al contrario, cuando se trata de mujeres inteligentes los hombres prefieren que ellas se relaciones con hombres mucho mayores. En 1692, se casaron, uniendo sus vidas y sus talentos en un pacto que bien podría haberse sellado bajo una constelación favorable donde los hados les fueron propicios. Juntos, trabajaron en la observación del cielo y los cálculos astronómicos, un tándem que en 1700 los llevó a Berlín, donde Kirch fue nombrado astrónomo oficial de la recién fundada Academia de las Ciencias. María, -por supuesto-, se convirtió en su ayudante, aunque sin título, sin salario y -claro está-, sin reconocimiento porque así eran las reglas de un mundo que, en realidad, temía a las mujeres que utilizaban el cerebro.
María, cada noche, a las nueve en punto, tomaba su lugar bajo las estrellas, acompañada de sus instrumentos y un espíritu indomable y tenaz. Desde esa trinchera nocturna, ella y su marido confeccionaron almanaques y calendarios, lo que resultó el negocio más lucrativo de la Academia. Porque, aunque los filósofos y naturalistas se llevaban el prestigio, eran los astrónomos quienes financiaban la empresa con sus predicciones de eclipses y las posiciones de los planetas. La ciencia podía ser noble, pero la economía mandaba, siempre es así.
En 1702, María alcanzó la cima de su carrera cuando descubre un cometa hasta entonces desconocido, el C/1702 H1. Fue la primera mujer en lograr algo así, aunque las crónicas de la época parecían más interesadas en ocultarlo que en celebrarlo.
No fue su único logro pues en 1707 publicó observaciones sobre la aurora boreal; en 1709, un análisis de la conjunción del Sol con Saturno y Venus; y en 1711 predijo la aparición de otro cometa, dejando un legado que la posteridad tendría que admitir aunque fuese en muchos casos a regañadientes.
Sin embargo, el reconocimiento no llegó en vida. Cuando en 1710 su marido murió, María solicitó el puesto de astrónoma asistente en la Academia. Tenía méritos de sobra, pero le negaron el cargo. Ser mujer era suficiente para cerrarle las puertas. Temerosos de sentar un «precedente peligroso», los académicos la relegaron al olvido institucional, aunque el cielo nocturno seguía siendo su reino. Trabajó entonces para el Barón Krosigk en su observatorio hasta el final de sus días, el 29 de diciembre de 1720.
María Margarethe Winckelmann-Kirch vivió a contracorriente, mirando al cielo mientras la sociedad intentaba hundirla en la tierra. Fue una pionera que entendió que las estrellas no discriminan, aunque los hombres sí lo hicieran. Su historia es la de una mujer que, con audacia y determinación que iluminó el camino para las mujeres que vendrían a posteriori. Un nombre que, como los cometas, no puede borrarse sin más.
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