Muchos «comerciantes» ofrecían sus servicios y artículos vociferando por la calle, tal era el caso de los «amolaores», también llamados afiladores y paragüeros, que anunciándose con su flauta arpeada reparaban los cuchillos y tijeras gastadas por el uso, al igual hacían con los paraguas y los somieres; los «apañaores» lañaban las tinajas de barro que eran muy importantes para el almacenamiento de agua; los jamoneros, vendedores generalmente precedentes de las zonas rurales de Cuenca, ofrecían de casa en casa embutidos y jamones.
El «afilaor» o «amolaor» dejaba oír el estridente silbido de su pito y a continuación gritaba: «¡El afilaor…! ¡Paragüero…!», y volvía seguidamente a hacer sonar su pito. Entonces el ama de casa recogía todos los cuchillos, navajas o tijeras para ese repaso que las dejaba más cóncavas, más finas de hoja, pero otra vez útiles, porque objetos como ésos debían durar toda la vida, si no mediaba el molesto extravío. Era un oficio individual y artesano. Iban de casa en casa preguntando si había algo que reparar de esta clase de cacharros (tinajas, orzas, lebrillos, platos, fuentes, orinales, escupideras, etc.). El proceso era el siguiente: cuando llegaba a la casa y había algo que arreglar, se descolgaba los utensilios que llevaba y empezaba la tarea, que consistía en hacer unos agujeros por la parte exterior a la hundida de los clavos con un pequeño martillo y los apretaba; a continuación, tapaba los agujeros con una masilla especial, y ya estaba el cacharro listo y arreglado.
Por las mañanas, temprano, el rebaño de cabras recorría las calles, y los pastores que conducían el ganado vendían leche a las mujeres que salían con su cazo a por un cuarto y o medio litro que era ordeñada directamente a puerta de su casa. Con la leche sobrante se hacía queso fresco, que se vendía en tiendas y en el mercado. Los lecheros, con grandes cántaros de cinc y en bicicleta vendían también leche de vaca, de casa en casa, haciendo sonar una peculiar bocina.
La venta del pescado, o bien se hacía en la pescadería o por medio de vendedores callejeros que vociferaban la mercancía, bien por la mañana, «pescado azul» (sardina, sorel, atún, melvas, boquerón, etc.) o por la tarde lo capturado por las barcas de arrastre que traían «pescado blanco» (pecadilla, besugo, pajel, gallo, gallineta, «persigueses», «galeras», pulpos, caramel, etc.), generalmente la venta se realizaba en la calle por los propios pescadores o por sus mujeres e hijos, el «Oro de Ley» gritaba su género marinero expuesto sobre un carretón.
Las confituras que elaboraban los pasteleros torrevejenses tenían un sello especial y característico. Todo podía pasar frente a una mona torrevejense o deglutiendo un cuerno, o ver escenas elocuentes relacionadas con la miel y el hojaldre. Algo especial había en los pasteles de Monge, «la Malagueña», «el bollero», «el chavea» o «el camarrojas». Recordamos la larga y esperanzada marcha de los chiquillos hacia las cestas repletas de sugestivas y edulcoradas mercancías. El vendedor ambulante de pasteles era una institución –además de una comodidad a domicilio. El grito de ¡pasteleroooo!, se recogía con júbilo por la innumerable clientela.
El matadero municipal también disponía de un carro de tracción animal encargado de distribuir la carne por las diferentes carnicerías.
Con respecto al estado de pavimentación de las calles torrevejenses, diremos que no todas disponían de aceras y solamente la calle Ramón Gallud, llamada entonces «Carretera General», estaba asfaltada, el resto de las calles de tierra y piedras, solamente el cruce de la esquina de la farmacia de don Francisco Mora a la esquina de la confitería de Pepe «el Malagueño», el cruce de la esquina de la carpintería de «el Pato» a la esquina de Paco «el Cura», y el paso del paseo de las Delicias -hoy plaza de Waldo Calero- a la acera de la calle Chapaprieta disponían de unas grandes losas que hacían posible el cruzar la calle cuando llovía y el barro las hacía intransitables para los viandantes.
Cómo no, hay que recordar a aquellos vendedores de arrope y calabazate que en otoño, con su mula con alforjas, recorrían las calles de la población ofreciendo su dulce género. Y también recordad al palmitero que frente a la iglesia vendía los palmitos -algunos hasta con «lengüeta»- a regalicia en ramitas que los niños y mayores gustaban chupar.
Los torrevejenses tradicionalmente hacían gran parte de su vida en la calle. La calle era el mejor lugar para pasar las horas libres, porque los interiores de las casas solían ser incómodos y desapacibles. La idea de «confort» apenas apunta en las casas de los escasos favorecidos por la fortuna, y muy lejano del significado que hoy día tiene esa palabra. Por eso, todos encuentran en la calle el ambiente y el calor humanos que la vivienda no les ofrecía.