POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Con lo de la Navidad me pasa igual que con las estaciones: cada vez me gusta más el invierno que el verano, y cada vez prefiero otras fiestas a las navideñas. Conozco a bastantes personas que opinan lo mismo. Aunque no puedo hablar de lo que otros piensan, intentaré explicar algo a propósito de esto, cuando se acerca la nochebuena.
En general, creo que la Navidad es una fiesta pensada para que la disfruten los niños, para los padres que tienen niños, o para los que nunca han dejado de ser niños. Porque estas celebraciones, si exceptuamos esa horterada colectiva en la que se ha convertido la nochevieja, son de contenido familiar. Por eso es en la infancia, cuando la familia es el pilar más sólido que tiene un ser humano, cuando los pequeños de la casa se sienten más atendidos y mimados que nunca. En apenas dos semanas de vacaciones escolares, van con los padres a ver a los abuelos, los llevan a espectáculos musicales, comen con los mayores, les dejan tomar chuches y otras galocherías, se disfrazan, cantan, montan el Belén y el árbol, y reciben más regalos que durante todo el año. Esa paz familiar acaba en la adolescencia, cuando las criaturas están deseando que acabe la cena familiar para que les dejen irse por ahí con los colegas, o buscan infinidad de argumentos para convencer a sus papis en la cena de navidad de que la macrofiesta que se monta en el garaje de un amigo para nochevieja es segura, porque no se van a emborrachar, ni nada parecido. O cuando piden como regalo de reyes precisamente el artefacto que más odian los progenitores, la moto; o el compromiso de pagarles el viaje de estudios de bachillerato. Que tampoco es moco de pavo, puestos a arriesgar. A estas alturas a los zagales les importa ya un bledo el portal de Belén y el pino con bolitas del salón. Y de los abuelos, pasan, la mayoría, tres pueblos. Luego, tendrán que esperar a ser padres, o abuelos, para recuperar eso que llaman “espíritu navideño”, que dura justamente lo que tardan el crecer los hijos. Ellos les harán pasar por el mismo calvario que antes padecieron los suyos. Porque la vida es un ciclo que se repite, con leves modificaciones. Arranca la fiesta navideña con un aperitivo que se sobrelleva: las luces, los villancicos, los anuncios de turrones, la nieve artificial, las compras, la nevera a rebosar, y un “felices fiestas”, que se dice a todo el que pasa por la puerta aunque le conozcas de vista. Al final termina uno por aceptar que ha llegado la hora de ser feliz, y va y se lo cree. Gran error. Así se llega a la Nochebuena, buenísima para muchos, no lo dudo, pero no tanto para los que pasan por mala situación económica. O para los que tienen cerca el drama de la enfermedad, o la punzada de una ausencia. Tampoco es de desechar los casos en los que las familias a duras penas se ponen de acuerdo sobre con qué parientes toca o no toca comer ese año, o con la infinidad de personas mayores que se sienten un estorbo en tales circunstancias. No digamos nada sobre lo que hiere tanto anuncio de felicidad cuando sales a la calle y encuentras a personas sin techo. Ni quiero echar en saco roto aquellas macro reuniones familiares en las que hay una mártir-lo pongo en femenino porque es lo corriente- responsable de preparar cena para todos, y de recoger, pasado ciclón. Ni olvidarme de lo que fastidia que en la cena te toque al lado de un cuñado que es algo guarro, fuma como un descosido, o es un pelma que te amarga la velada hablando de cómo arreglaría él la crisis si le hicieran ministro de hacienda. Como todo eso sabemos que pasa, aunque se disimule, yo creo que para muchos adultos las nochebuenas acaban siendo una pesadilla. Por eso conviene llevar en el bolsillo un antiácido, por si el marisco no es fresco, y un calmante, para no ahogar al cuñado cuando se ha pasado de copas. Dicho lo cual, yo deseo que haya muchas familias en las que reine la paz esta nochebuena. En las que no hagan sentiré el vacío y la soledad a los niños ni a los viejos. Porque los demás, ya nos apañaremos. O sea, que feliz nochebuena, si es posible. De mi parte y de mi Papelera, que se ha negado en redondo a que la inviten a cenar, y a que la adorne con bolitas doradas ¡Faltaría más¡