POR DOMINGO QUIJADA GONZÁLEZ, CRONISTA OFICIAL DE NAVALMORAL DE LA MATA (CÁCERES)
Dada lo coyuntura del momento, con “estrellas fugaces” desgarrando el cielo en estas noches de mediados de agosto, interrumpo mis semivacaciones con este relato que infinidad de aldeanos vivieron personalmente, al igual que yo…
Como de sobra saben los campesinos, es muy dura la vida en el agro. Sobre todo antes, cuando la escasez de maquinaria o porque las mismas estaban obsoletas, hacían recaer sobre el hombre y sus animales la mayor parte del esfuerzo.
Pero, si ése era el panorama para un adulto, imaginen la situación que vivíamos los niños, adolescente o jóvenes de entonces (década de los años cincuenta y sesenta), que sólo los que la conocieron y sufrieron sabrán comprender en toda su magnitud: iniciábamos el “año agrario” en otoño, ayudando al padre o hermanos mayores en la siembra; cuyo umbral traspasábamos enseguida para iniciar la recolección de las aceitunas, en cuya tarea empleábamos casi todo el invierno (¡horrible en días de lluvia o fuerte escarcha, sobre todo en los huertos con forraje, sin “mantas” para cubrir el suelo donde se depositaran!); la “escarda” en las soleadas tardes de primavera, o la cava de habas y garbanzos; y, como “postre” de tan suculento menú de trabajo, las fatigosas faenas de culminación de los cultivos de secano en el tórrido verano extremeño.
Los mayores de la casa tenían sus específicas tareas, todas ellas programadas rigurosamente: siega y transporte de las mieses al principio, lo primero de día y lo segundo con el relente de la madrugada (para que las espigas no se trituraran); tras las cuales, o compaginándolas, pasaban a las labores más duras en la “era” (una veces en el Valle de los Linares, otras algo más cerca y, al final, detrás del antiguo cuartel de la Guardia Civil donde –cosas del destino– hoy vive mi querida hermana).
A los niños y chavales nos encomendaban rebuscar las espigas que se desprendían en las acciones citadas, de donde pasábamos después a ser elementos básicos en la trilla de las gavillas esparcidas circularmente sobre la “era”: primero las habas y garbanzos, pasando más tarde a los cereales (avena, centeno, cebada y el trigo al final), en cuya actividad empleábamos casi todo el estío.
Esta última tarea, realizada primero sobre un vetusto trillo de madera de encina, “armado” con afiladas lascas de sílex (que en el pueblo llamábamos pedernal) que eran las principales artífices de convertir las plantas en paja, a la vez que desprendían los granos de sus espigas; reemplazado con posterioridad por las ”novedosas” máquinas de trillar de finales de los cincuenta y década siguiente (nosotros no llegamos a conocer las primitivas “cosechadoras” que veíamos ya en las películas), que constaban de una plataforma de madera (con silla incluida), bajo la cual cuatro rodillos metálicos, dentados y afilados se encargaban de la misión que antes ejecutaba el pedernal.
Mañanas y tardes de agobio y monotonía, al acorde de las estridentes y ociosas cigarras. Remplazado a menudo por mis hermanos, lo que aprovechaba para beber del barril que pendía de la “enramada” de retamas, o refrescarme con el gazpacho de poleo vespertino. Descanso momentáneo para las bestias, “canteo” a la parva (para que se trituraran las espigas escondidas debajo, ascendiéndolas a la superficie), y vuelta a empezar. Hasta que el Sol se ocultaba tras el horizonte encinado de la dehesa boyal. Desuncíamos los mulos. Los llevábamos a descansar y refrescarse a “Jerrao”. Y luego a cenar algo caliente a casa: un “ajo patata”, “papones”, sopas, huevos fritos o algo similar.
Pero, como en esta vida no todo es negativo, cuando la noche nos envolvía con su oscuro manto, llegaba el momento que yo cada día ansiaba: acompañado por mis hermanos y mi vecino y amigo Juan Antonio Lorenzo Alba (“Melero”, para que nos entendamos), regresábamos a la “era” para vigilar dormir y soñar…
Y allí, tendidos sobre la “manta de tiras” dispuesta sobre la “parva”, bromeábamos, hablábamos sobre nuestros incipientes amores y, los días festivos, escuchábamos los últimos acordes de la orquesta en la “Picaraza” o en la terraza de verano del “Ruano”.
Al final me quedaba solo, pues siempre he sido tardo en ajustar el sueño. Pero no me importaba –incluso lo deseaba– porque al llegar esta época, y si la Luna me era propicia (al ser Luna Nueva o debido a su demora en aparecer), el firmamento se desplegaba sobre mis pupilas con toda su inmensidad, salpicado de infinitas estrellas que se agrupaban en el popular “Camino de Santiago” (o Vía Láctea, esa franja lechosa que recuerda a una nube a simple vista) o en conjuntos menores de caprichosas figuras: unas cotidianas –el “Carro” debajo y la “Osa Menor” sobre él, ligeramente a la derecha–, otras que entonces nadie me sabía identificar, pero que el tiempo y los libros me las han convertido en familiares (Casiopea, Escorpio, Sagitario, el “Triángulo de Verano” y la Estrella Polar, esta última en el extremo de la “cola” de la Osa Menor, etc.).
Pero, de todas ellas, aunque las citabas me llamaban la atención, las que de verdad me intrigaban eran las “Lágrimas de San Lorenzo” que mi querida madre llamaba (lo de “Perseidas” lo supe mucho más tarde, cuando las mencionadas antes): la “lluvia de estrellas” más espectacular y fiable del año. Cuando menos me lo esperaba, corrían por el cielo efímeramente; y, así, hasta que surgía la siguiente. De tal modo que, entre asombro y aguardo, caía en los brazos de Morfeo…
Aún me alejo del casco urbano alguna que otra noche por estas fechas para volver a contemplar ese polvo de cometa incendiado al penetrar en la atmósfera, aunque cada vez es más difícil por la contaminación lumínica existente Y, si alguien desea hacer lo mismo, apresúrense porque, a partir de San Bartolomé (24 de agosto), dejarán de manifestarse. Eso sí, háganlo antes que salga la Luna.