POR JOSÉ ORTIZ GARCÍA, CRONISTA OFICIAL DE MONTORO (CÓRDOBA)
Este edificio que muchos montoreños pueden desconocer se encuentra formando parte del Colegio San Francisco Solano de Montoro.
Dicho grupo escolar se estableció en esta zona tras la puesta en valor de los terrenos que habían ocupado durante el siglo XIX el antiguo camposanto (fundado allí pocos años después de finalizar la Guerra de la Independencia – en torno a 1821-) y una zona de cultivo que cada año arrendaba el municipio para ingresar cuotas en sus Bienes de Propios.
Dicho grupo escolar fue levantado durante la dictadura del General Miguel Primo de Rivera, aprovechando esta zona alta de la localidad para que acudieran gran número de niños a aprender sus primeras letras. Este tuvo gran éxito pues durante la llegada de la II República estos edificios se ampliaron a más casas de maestros y edificios que pasaron a llamarse Santiago Ramón y Cajal y Pablo Iglesias.
Tras la Guerra Civil, hubo que emplear gran parte del dinero del erario público para aderezar los desquiebros y desmejoras sufridas, ya que el mismo se empleo durante la disputa entre hermanos, como lugar de descanso de soldados y resguardo de caballerizas.
En la fotografía conservada en el AGA (Archivo General de la Administración) sito en Alcalá de Henares – Cuna de Cervantes – podemos ver esta imagen perteneciente a los trabajos fotográficos iniciados a partir de 1939.
En cuanto al nombre de Padre Manjón, este obedeció al granadino Andrés Manjón, sacerdote, jurista y pedagogo español, fundador de las Escuelas del Ave María con las que enseñó a los gitanos de Granada y cuya pedagogía se extendió rápidamente por todo el mundo.
Según algunas páginas de la red, se indica que toda la pedagogía manjoniana debe ser entendida como una reacción contra la pasividad del alumno; como él mismo dijo, «El ejercicio es necesario y en la calidad y modo de él está la ciencia del desarrollo y de la educación». Repudia los símiles ya tópicos que venían repitiéndose desde la antigüedad: ni cera que se funda, ni barro que se modela, ni tabla que se pinte, ni vaso que se llena, ni hoja que se escribe. El niño no es nada de esto, y con ninguna de estas cosas se le puede comparar; es, por el contrario, «un ser activo con destino propio que nadie más que él tiene que cumplir, y con facultades propias que ningún otro puede permutar: al educador toca tomarle tal cual es, para perfeccionarle y ayudarle; pero de modo alguno puede reemplazarle y ocupar su puesto».