POR ANTONIO MARÍA GONZÁLEZ PADRÓN, CRONISTA OFICIAL DE TELDE (LAS PALMAS).
Una sociedad carencial, marcada por la falta de casi todo, busca recursos de todo tipo para subsanar esas deficiencias. Que, junto al café se moliera achicoria, trigo o cebada, no es sino una posibilidad más de hacer de la nada un algo, aunque éste sea un engañagusto, pues ahí, entre la lengua y el paladar, canta todo lo que se traga.
Los niños, hace tres, cuatro o más décadas, poseían muy pocas cosas materiales, pero eran ricos en fantasía y habilidad. Hoy, cuando a través de la televisión se nos muestran reportajes sobre el Lejano Oriente (India, China, Corea, Japón) o sobre algunas repúblicas hermanas de Hispano-América, por poner unos ejemplos claros, vemos con asombro que los niños juegan en calles y plazas, corren de un lugar a otro y, no pocas veces repiten cantando aquella interminable lección de Geografía, Historia o Aritmética. Ya existen tesis doctorales que avalan muy positivamente el alto valor pedagógico-didáctico que tiene el juego y la canción para el desarrollo equilibrado de los infantes.
El niño de antes sabía que los juguetes eran un bien escaso, pero no por ello debía olvidarse de ejercer como niño. Así sus propios cuerpos eran los primeros instrumentos de juegos; ésto es lo que hoy llamamos psicomotricidad. En otro orden de cosas, el niño experimentaba que sus manos podían transformar los elementos, siempre que el ingenio o intelecto los acompañara, y así lograr algunos útiles, que no por sencillos dejaban de satisfacer a la chiquillería. Empecemos, por tanto, a comprobar ambas premisas y recordemos juntos el gozo que lográbamos a la hora del juego.
Correr, saltar o brincar eran la base de muchos entretenimientos infantiles. Así se fundamentaba el célebre y recurrido perrito en sus más diversas variantes: perrito cogido, perrito alto, perrito bajo o agachado. Aquí de lo que se trataba era poner de manifiesto la agilidad de las extremidades inferiores y también de la cintura-cadera, ya que nadie se preocupaba del número de jugadores, solo uno se la quedaba y los demás ya se sabía ¡a torearlo con las más atrevidas piruetas! Cuando uno se movía, los demás intentaban otro tanto. Y así hasta que eran cogidos todos. Solo una regla era respetada y esta no era otra que los bien definidos límites territoriales del juego.
Entretenimiento muy apreciado por la chiquillería era el teje, en sus dos modalidades más populares: el teje libre o chi-cuarta y el teje con números y letras. Ambos partían de unos mismos principios e instrumentos comunes: la habilidad para lanzar el teje y que cayera en el lugar preciso, y el teje, propiamente dicho, que podía ser desde un trozo de laja, baldosa, ladrillo, piedra vida hasta un tacón de suela de goma de calzado masculino. Para la variante del teje libre no había, sino que buscar un punto de partida e intentar dar al contrincante. Pero, para los otros tejes, había que marcar cuadrados con tiza y dibujar en sus interiores números o letras además de saltar a doble pata o a la patita coja.
En una sociedad tan estamentada, los juegos eran comunes a todos los niños, sin que mediara para ello condición social alguna, aunque a decir verdad, lo que se llevaba a raja tabla era la separación por sexo, la frase a veces cantada de: Los niños con las niñas huelen a pata gallina. Era una realidad palpable.
El Guá o el boliche, era la versión canaria del juego de las canicas peninsular. Sus normas variaban mucho, según el momento, como también cambió la fisonomía del instrumento esférico, motivo principal del juego, pues a los de madera de nuestros padres, les superó los de pasta de nuestros hermanos mayores para que nosotros pudiéramos llegar a jugar con bolitas de cristal en cuyo interior había trazos de vidrio de los más diversos colores.
A veces, unas simples pipas o huesos de fruta en versus peninsular eran suficientes para entretener a la chiquillería. Así, al menos, sucedía con las pipas de albaricoque o el popularísimo juego de la cochinilla. Colocar junto a la pared la pipa más gruesa y lanzar para derribarla o desplazar a las tiradas por el contrincante, era todo el intríngulis del juego. Para guardar todo el piperío alguna tía solterona o abuela cariñosa confeccionaba taleguitas de franela, vichí, viscosilla, muselina o similar con una cinta para cerrarla y que no se perdiera el tesoro pipero.
El burro o piola, quien no ha jugado a ¡salta la burra, salta el garbanzo, salto sobre ese burro manso! Y después de estar encima del compañero de juego, que nos soportaba de manera estoica, se añadía aquello de ¡huevo, araña, puño o caña! Y también ¡puños, media manga o manga entera! La piola poseía otro modelo, no estático, que conocíamos por piola seguida. Es tan antiguo este juego que ya Goya lo representa en unos cartones para tapices de la Real Fábrica. Un niño salta sobre otros, que tiene el morro o cabeza agachada y cuerpo doblado, al pasar por encima le propina una patada en el trasero, al grito de ¡piola!
¡Juguemos a las chapas! Éstas se acogían a normas diversas y, no pocas veces, por las mismas del fútbol, pues se recortaban los rostros de los jugadores de los equipos más importantes y se pegaban sobre la chapa, rellenando el interior de la misma con cera.
¡A la una la mula, a las dos el reloj…! Este juego de la mula era también muy recurrido, pues tenía como base a la piola corrida.
Calimbre, en verdad calambre, pero nadie lo conocía de la forma correcta. Especie de perrito cogido, pero dos se la quedaban, uno cogía y el otro guardaba la libre. Los cogidos hacían cadena y si uno de los libres la tocaba, decía ¡calimbre! Liberándolos a todos.
Escondite, como su mismo nombre indica, todo consistía en esconderse hasta ser buscado o simplemente visto. Policías y Ladrones, juego infantil que deriva de los buenos y malos, muy influenciado por los Western o las películas policíacas de los años cuarenta y cincuenta.
De los juegos más antiguos, que hemos podido documentar, está el tisnao también conocido como la sartén tisnada. Se colocaba una moneda, pegada con miga de pan, en el centro de una sartén tiznada y el niño o niña intentaba coger la moneda con los labios o los dientes ensuciándose de tizne la cara o el josico.
Un juego de niñas era considerado la cojita, que forma parte de los de corro, de los que hablaremos más adelante. Éste en particular se cantaba y se saltaba a la patita coja.
Un, dos tres, caravana es, llamado en algunos lugares tente tieso, pues el que se ha quedaba, después de decir la frase propia del juego miraba a su espalda para ver si se movía algún contertulio y si esto sucedía se la quedaba el movido.
Muy posterior fue el juego femenino por antonomasia del elástico, que tantos disgustos dieron a las madres que veían llegar a sus hijas con labios y paletas partidas. La destreza de la que hacían gala las niñas en ese juego era sobresaliente. Saltar sobre un elástico de varios metros y de diversas formas era la prueba a superar.
Juego antiguo también era el de la comba o la soga, en versión individual o colectiva. Se saltaba a dos pies o a uno, cantando El cochecito leré, Tengo una muñeca vestida de azul, Al pasar la barca, El patio de mi casa es particular, Quisiera ser tan alta como la luna, etc. Este juego era femenino, pero algunos niños también entretenían sus horas de ocio con él. Jugar a las casitas era el juego preferido por las niñas, pues sus madres y maestras veían en él un alto valor educacional por aquellos de: Las niñas para madres y esposas.
El clavo era un entretenimiento de playa y por tanto de verano. La agilidad manual se ponía de manifiesto, no sólo por lo complicado del mismo, sino por la rapidez con que un buen jugador/a lo debía hacer (el puro, la palma, etc.) Todos los movimientos partían de los dedos y ascendían por el brazo, antebrazo, hombro, hasta la cabeza. Como instrumento un clavo de hierro o metal de una cuarta de largo más o menos.
El corrito de San Miguel y con la amenaza de ir al cuartel nadie se reía para no quedársela. Agáchate y vuélvete a agachar variante del anterior, pero aquí lo que regía era no caerte y mantenerte en cuclillas algunos minutos.
La gallinita ciega, también representado en un cartón para tapices de la Real Fábrica por el gran pintor Francisco de Goya y Lucientes. Al coro cerrado se le pone en su interior un sujeto con los ojos vendados, que tiene que tocar a aquel que desea coger.
El pañuelito: se formaban dos equipos con igual número de componentes, previamente numerados. Un niño/a cogía un pañuelo y lo disponía entre sus manos de forma vertical. Diciendo en voz alta un número, así, salía disparado un jugador por equipo para intentar llevarse el pañuelo, el primero que lo hacía suyo debía huir en pro de su equipo.
El trapo sucio o tisnao, es lo mismo que el frío, frío, caliente, que debes descubrir.
Tres en raya; hacer un tablero con un cuadrado y cruz e intentar disponer las fichas, a veces de piedras o cerillas, en cantidad de tres y en posición de línea recta.
Juanillo señor padre; juego antiquísimo que consiste en ir enredándose en una trenza humana.
Las piedritas; juego de habilidad manual que se efectuaba sentado y con las piernas abiertas. La niña o el niño disponía de al menos tres piedras, que colocaba entre sus dedos, lanzándolas al aire y retornando a sus manos en grupo o en unidad mientras musitaba algún estribillo.
Los cromos eran pequeñas ilustraciones que venían pegados en forma de ristras, pero, debiendo separarse para jugar con ellos. Solían ser temáticos de flores, jugadores de fútbol, animales, coches de carreras, etc. A veces sería de dinero en las transacciones comerciales de los más pequeños, y siempre motivo de envidias y disputas: ¡Déjame verlo!- ¡No, que me lo quitas!- ¡Total, lo tengo repe!- ¿Sí?, si no lo has visto. Los cromos eran colocados boca abajo y elevados tras una certera palmada que debía invertir la posición inicial. Habilidad y destreza, unidas a la picardía de quien hacía trampas, era la base de este juego tanto de varones como de hembras.
Los pegados necesitaban de unos cuantos cromos o de tapas ilustradas de cajas de fósforos a los que se les añadía algo de saliva para adherirlos a la pared. El jugador que lograra mantener pegado su cromo por más tiempo ganaba el total de los caídos.
Los recortables eran sin duda alguna el juego más sofisticado, pues había que agenciárselas para tener la peseta y los diez céntimos que era su valor en los años sesenta, y además unas tijeras para ir entresacando las figuras de la cartulina. Los había de casas, castillos y granjas; pero también de futbolistas, coches, indios-vaqueros y hasta de legionarios. Un pequeño doblez en su parte inferior los mantenía en posición vertical, siempre que tu hermano/a no te los soplara.
Los álbumes más que un juego era toda una prueba de santa paciencia. Entretenimiento que podría durar todo el curso. Aparecían en el mercado siempre para San Gregorio. Constaba la colección, de la libreta o álbum en donde se pegaban las estampas y una lista auto confeccionada en donde se enumeraba la colección: ¡Ya la tengo!- ¡Por esa te doy dos!- ¡Me la pifiaste!- ¡La tengo repe!. Se compraban las ilustraciones en sobres con tres o cuatro unidades, se comprobaba su el número estaba tachado en la lista y si no ¡alegría! Después se pegaban con pegamento Imedio o goma, quien la tuviese, aunque lo más frecuente era valerse de una papa escachada, harina con agua o cualquier otro pegue improvisado como la clara de huevo. Las colecciones eran: Marcas de coches, Animales Salvajes, Héroes del Fútbol, Marisol, Pili y Mili, Marcelino Pan y Vino, etc.
El corito de la chata marigüela; variante de los coritos, se cantaba: ¡Marigüela, güi, güi, güi, como es tan fina, trico, trico, tri… moviendo las caderas y piernas.
La zapatilla; se jugaba después de cerrar un círculo a base de jugadores/as. El que se la quedaba giraba con zapatilla en mano e intentaba dejarla detrás de uno de los que estaban sentados en el círculo. Si éste descubría que le habían puesto el calzado corría a pegarle con él al ponedor.
Cinco jugadores se necesitaban para jugar a las cuatro esquinitas. Todos al centro, y a la de tres, correr hacia las esquinas, quedando uno colgado fuera.
Otros juegos, ya no tan infantiles, intentaban romper fronteras y timideces: la prendita. Quien se la quedaba tenía que cumplir una pena o pagar su prenda, que solía ser un beso, cantar en público o hacer machangadas.
El teléfono; dándose la mano y pasándose pequeños apretones o recados, y al final, comprobar dónde se había cambiado el sentido de la palabra o de la frase.
El matarile; preguntando musicalmente por una llave perdida en el fondo del mar, pero en verdad interrogando sobre el niño que le gustaba.
Briley. Dos equipos y una raya o frontera; lanzábase una pelota entre ambos conjuntos y al jugador que le daban o mataban, ese quedaba en el equipo contrario.
Así mismo, para poder jugar se confeccionaban los más diversos instrumentos, teniendo como elemento primigenio materiales muy simples. Hablaremos a continuación de algunos de ellos como los pitos, hechos con cabos de caña debidamente agujereados o con pipas de albaricoques, las cuales se frotaban pulimentándose sobre las aceras, después de ablandarlas con saliva, hasta conseguir un orificio en uno de sus extremos.
También se hacían los coches y camiones de verguillas utilizando esas finas laminillas cilíndricas de hierro o derivados, de esa manera, se obtenían unos rudimentarios automóviles, que eran conducidos a través de una caña y un volante. Las tablas y las patinetas de cojinetes; se iba a los talleres mecánicos en busca de cojinetes, y después, se le ponían ejes de madera unidos a tablas, completando el artilugio con un freno manual hecho de palo con extremo de suela de goma de alpargatas.
Eran muy usuales los barcos de lata, los de hojas de palmera y de papel cuando recorría la acequia Rial por la calle del Abrevadero, junto al Colegio Labor. Mucho tiempo se invertía en echar trompos y cometas. Éstas últimas confeccionadas a base de un esqueleto de caña y sobre él, papel fino pegado con harina y agua, añadiéndole cola o rabo de trapos. De altura, era el famoso juego de la cucaña, palo muy alto untado con grasa que había que escalar para coger en la cúspide el regalo deseado. El yoyó, que se realizaba con dos botones grandes colocados al revés y un trozo de hilo de carrete, era juego de habilidad y muy divertido. Los carozos de piña de millo; con ello simulábamos barcos o simples vacas en sus gallanías. Pero lo que más nos gustaba de todo era hacer guirreas con tiraderas y arcos de caña con flechas del mismo material, en cuyo extremo atábamos verguillas con un poco de alquitrán. Así atacábamos los campamentos del enemigo, hechos con numerosas latas, maderas, muebles inservibles y algún que otro palo de tarahal.
Ya cuando se contaba con más edad, se podía comprar o alquilar una bicicleta Orbea, “la mejor marca europea”.
Pero muchos seguían prefiriendo el furgo o furbo variante maga del fútbol británico, que se jugaba gracias a improvisadas pelotas de trapo o papel bien atados.
Y para el día d ellos difuntos, nada como vaciar calabazas, ponerles orificios oculares y nasales, disponiendo unos buenos millos como si fueran dientes de iluminar tan diabólica cabeza con cabos de vela. Como velas también se utilizaban en las motos, hechas con un palo, verguilla y un cacharro de leche en polvo o condensada. En un alarde de técnica convertíamos dos latas o cajas de fósforos conectados con un hijo de carrete en improvisados teléfonos.
¿Quién de nosotros no se acuerda de las famosas piedras de fuego, que al ser lanzadas contra el duro pavimento estallaban con gran estruendo? A una simple piedra viva o callao de barranco se le colocaba numerosos mixtos o mistos a manera de pequeños lunarcillos de escasa cantidad de pólvora. Todo esto se cubría con un papel fino que conocíamos como de cebolla de color rojo, y así de esa manera tan simple, se armaba nuestras piedras de fuego, que hacían las delicias de la chiquillería, pues casi siempre, se esperaba a que pasara un adulto, a ser posible mujer, y cuando ya estaba cerca le lanzaba con fuerza la piedra para que cayese en el suelo a su paso. La sorpresa era tal, que los gritos de la sorprendida persona se unían a las carcajadas de las diabólicas chiquillerías. A nuestra popular piedra de fuego se le llamó en Cataluña pedra foguera.
También existían unas cintas de cartón o papel endurecido en cuyos bordes había lunarcillos explosivos que se machacaban con una piedra y a veces también con aquellas botas o zapatos que nuestros padres, previendo el desgaste, le habían puesto sendas cerraduras de metal en la punta de delante y en el tacón. Los mistos recibieron diferentes nombres según la isla o la localidad, en Telde se llamaron saltapericos y en gran parte de Gran Canaria, escribiéndose junto o separado según costumbre del lugar. En la península también era juego común entre los pequeños y su nombre variaba igual que aquí. En Cataluña recibieron el nombre de mistos Garibaldi y en la Villa de Celanova, provincia de Ourense, se les denominó estraloques. En Rosiana del Condado, en la provincia de Huelva y pueblos aledaños, recibió el sonoro nombre del ciquitraque.
Esto último que vamos a comentar, les podrá llamar la atención, pero los niños de antes éramos un poco-mucho salvajes. Cuando se tenía algo más de diez o doce años, visitábamos las farmacias poniendo cara de buenos para comprar pastillas de cloruro potásico. Después nos hacíamos con un poco de azufre y, mezclando aquellas pastillas con este producto de uso común en la fumigación de parrales, obteníamos algo que si no era pólvora se le parecía en mucho. Había verdaderos especialistas en las llamadas colas de caballo o colas de burros ¿Qué eran éstas? Pues extender sobre una acera o superficie plana la mezcla antes aludida haciendo con ella una línea recta lo más longa posible y acercado un fósforo a uno de sus extremos, prenderle fuego. El resultado, nunca mejor dicho, era explosivo y junto a los estallidos, el humo y aparejado a éste el olor penetrante de la pólvora recién quemada. Recuerdo, como si fuera ahora, que junto a mi casa cada tarde se amarraba un burro que llevaba dos serones cargados de pan de recién hecho.
Con mucho cuidado hacíamos una cola de caballo o de burro en el suelo entre las patas del equino y al prenderle fuego, el burro saltaba de tal manera que gran parte de los panes también saltaban con él e irremediablemente se iban al suelo. Así éramos los niños de antes. ¡Cómo corríamos a escondernos para que el pobre panadero no supiera quienes habíamos sido los causantes de su desgracia! Aunque conociendo a los vecinos más jóvenes del lugar, intuía quienes habíamos sido los atracantes, presentándose en las diferentes casas para dar las quejas. ¡Qué palabra tan propia de antes, cuando a los niños se les podía corregir sin miedo a ser tachados de violentos!
Nuestras vidas infantiles llenaron sus días de estos y otros juegos, no dejemos que se pierdan en la historia, por favor.
FUENTE: https://www.teldeactualidad.com/articulo/geografia/2021/02/10/301.html