OBITUARIO AL PASTELICO DE CARNE
Jun 02 2016

POR ANTONIO BOTÍAS SAUS, CRONISTA OFICIAL DE MURCIA

@Fernando Pinar
@Fernando Pinar

Amanece junio en Murcia con esa claridad de luz que el poeta Jorge Guillén respirara, mientras se alarga la sombra fresca de las moreras, el sonido de las fuentes anuncia el estío y las moscas, esas «raudas moscas divertidas» de Machado, aún no buscan desesperadas una ventana abierta para escapar del sestero. Todo parece normal en este nuevo junio que estrena Murcia: los vendedores de ciegos pugnando por las mejores esquinas, las geranios rojos y las diminutas clavellinas que adornan balcones remotos, el trasiego de parroquianos en los bodegones de Las Flores, el obligado vermú de Luis de la Rosario, cabe El Perdón de San Antolín, la algarabía en esa huerta condensada que es Verónicas, los primeros turistas boquiabiertos ante la fachada de la Catedral…

La rutina, que es el prólogo del olvido, aplaca un acontecimiento singular: un trozo de Murcia, de aquella ciudad castiza que se desangra en grandes superficies comerciales y tiendas de todo a un euro, acaba de morir. Y el velatorio ayer se celebró, si es que celebrarse podía, en la calle Riquelme esquina Jiménez Baeza, cerca de la revuelta hacia San Nicolás, donde a los Salzillos, por las estrecheces del lugar, les hace falta Dios (que es el que está en Jesús) y ayuda para enfilar camino de Las Agustinas. Allí, hasta que ayer cerraron a mediodía, estaba la pastelería Zaher, conocida como Barba, donde se despachaban quizá los mejores pasteles de carne del mundo.

En aquel local, de grandes puertas abiertas hacia la histórica calle, generaciones de murcianos aprobamos con nota, escrita sobre los papeles donde se partía cada pastel a golpe de enorme cuchillo, el exámen de huertana murcianía, que viene a ser disfrutar de la Semana Santa o del Entierro, amar la huerta sobre todos los planes urbanísticos, y no alabar a ningún convecino hasta que se muera (sea dicho aquí entre nosotros).

Zaher ya no abrirá nunca su bar de la calle Riquelme, aquella donde los pintores Garay, Clemente y Flores establecieron un estudio en común. No andaba entonces, como ahora, la economía para desahogos. Y como ahora, era el pastel de carne, según lo definió el periodista Martínez Tornel, «capricho del rico y apaño para el pobre». Para el pobre huertano cuyo único homenaje, tras su semana de siete días laborales, desde el alba a la madrugada, cuando los auroros preparaban sus despiertas, era acercarse a la ciudad y regresar con un papelón de pasteles que aplacaba el hambre de sus hijos, que solían ser muchos.

Un trozo de Murcia ha muerto. Y eso, por desgracia, incluye esa forma murciana de atender a la clientela, entre la amistad y la sorna, entre la guasa y el respeto, como lo hacía mi amigo José Gil, el Bicho, que ya me contará a qué obrador lo sigo. O igual me lo cuenta Jaime, aquel inolvidable camarero, desde los obradores de la Gloria por donde anda. Porque esto, señores que amáis Murcia sobre todas las cosas menos mi Señor de los Azotes, se acabó. Se acabaron los dos golpes célebres del enorme cuchillo que quebraba en cuatro humeantes trozos los pasteles contra el mostrador de aluminio. Se acabaron los papeles como improvisados manteles diminutos sobre la barra. Se acabaron las olivas ‘partías’ de Cieza, indispensable acompañamiento junto a la cerveza, que casi volaba de un lado a otro de la pastelería. Se acabaron aquellos gritos de «¡Dos calieeeentes y dos especiaaaales, marchando!».

Tuve el privilegio de llevarme a casa los dos últimos pasteles que salieron de Barba, antes de que la persiana sentenciara el cierre. Uno de ellos, como el espléndido presente que era, se lo brindé a mis hijas. El otro lo disfruté con mi padre, quien, en tantas tardes, me acercó a aquella barra mítica cuando aún tenía que auparme para alcanzar el taburete.

Fuente: http://blogs.laverdad.es/

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