POR PEPE MONTESERÍN, CRONISTA OFICIAL DE PRAVIA (ASTURIAS)
Hace unos días, en un viaje por los sesenta grados de latitud norte, en el golfo de Finlandia, a la altura del parque nacional de Lahemaa, de la antigua Unión Soviética, habíamos dejado San Petersburgo (Rusia) y navegábamos a unos veinte nudos rumbo a Tallinn (Estonia); cerca de las 23:00 horas, salí de mi camarote, subí a cubierta y trepé al palo mayor para, desde la cofa vertiginosa, contemplar la puesta de sol; una puesta interminable porque nuestro astro, más que vocación de sumergirse en el horizonte llegaba en órbita tangencial, como la de un hidroavión que ameriza; una vez contemplada la leve puesta, destrepé, tomé una cerveza en el castillo de proa y, sin llegar nunca las tinieblas, al cabo de un rato lució el alba; un poco que se hubiera adelantado, saldría el sol al anochecer. Pero ése será otro viaje al fin del mundo, y no hablo del Cielo, que también.
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