POR CARMEN RUIZ-TILVE, CRONISTA OFICIAL DE OVIEDO
Ya se sabe que Oviedo es de belleza plural, buena para todo el año. Ahora nos regala su hermosa otoñada, con los árboles de hoja caduca despidiéndose con sinfonía de colores y las coníferas haciendo contrapunto. Muchos somos los ovetenses que atravesamos el Campo para darnos un baño de belleza, que nunca sobra. Siempre hubo ovetenses que iban al Naranco a diario y más que tenemos el Campo como nuestro jardín particular, porque lo es, aunque ya nadie hace parada y fonda por allí, convertido en lugar de paso.
El Campo es más viejo que la ciudad, porque cuando Alfonso II y los suyos se instalaron aquí con intención de quedarse lo que ahora es el Campo San Francisco sería frondoso bosque cercano al lugar que ellos escogieron, allí donde San Francisco de Asís posó su sandalia ensangrentada por el largo camino, la que le limpiaron los raitanes, que desde entonces tiñen de rojo su pechuga, según cuenta la hermosa leyenda local. En sucesivos capítulos el Campo se fue haciendo ciudad y aquel espacio mágico, nuestro corazón verde, se fue reduciendo, limitado ya por calles, Santa Susana, Toreno,Santa Cruz y el origen de toda la reforma urbana, Uría. Por ir sólo a lo decorativo, el Campo fue pasando a parque, aunque un parque se hace en cualquier sitio, y el Campo requiere el trabajo de los siglos para ser como es.
En el siglo XIX, cuando la ciudad se aburguesó, empezaron a trazarse en su suelo calles y paseos, y, con la llegada del siglo XX y el baile de las aguas, llegaron las primeras fuentes, la Fuentona y la de las Ranas, con su pariente, la del Caracol. Y los ovetenses colonizaron el espacio por edades, por temporadas y por capas sociales. Todo el siglo XX hizo del Campo sujeto de las ínfulas decorativas de las corporaciones municipales, con mejor o peor fortuna, hasta que por allí se produjo una cierta saturación que macizó los rincones de estatuas como en una galería de ilustres que puede ser excesiva.
El monumento a Tartiere, de Hevia y Laviada, dignificó en los Álamos lo que habían sido urinarios públicos y sigue siendo un conjunto artístico muy digno, lo mismo que el monumento a Clarín, de la misma factura. Es bien sabido que Clarín fue durante tiempo el coco para los muchos que no le leían y que llegaron a eliminar su busto. Fue el Ateneo de Oviedo, y en él Luis Fernández Canteli, quien consiguió la reparación, por encima de autoridades que no veían más allá de la ideología mal digerida.
De entre los muchos ovetenses que disfrutamos del Campo me comenta uno de ellos la tristeza que le produce el mal estado de algunos monumentos situados al alcance de los ojos, como el de Alfonso Iglesias, medio ilegible; el de Alfonso Camín, borroso, lo mismo que la leyenda que acompaña el de Paulino Vicente, obra de Arenas. El Angelín, francesín venido a Oviedo para jugar con los niños de aquí, que ya ni lo miran, lo contempla todo y toma nota.
Esta lista crecerá en el repaso y todo se va a arreglar, como continuación del buen augurio que supuso el arreglo del Bombé, con sus monstruos alados y sus copas historiadas. Y es que el Campo es como una gran casa, como la casa de cada uno, en la que siempre falta algo por hacer.
Fuente: http://www.lne.es/