POR DALIA AGUILAR SALGADO, CRONISTA DE JIUTEPEC (MORELOS – MÉXICO)
Me acerco al zócalo de Jiutepec recuerdo que, como cada año, se llevan a cabo honores en conmemoración del terremoto de 1985 y también debido a ese trágico suceso se celebra el día Nacional de Protección Civil.
Cada año recuerdo esa triste y lamentable tragedia, tragedia que treinta y dos años después volvimos a vivir, ¡quién lo podría imaginar!
En el año de 1985 era una niña que asistía a la escuela primaria en el turno vespertino y a las 7:00 a.m. me encontraba aún tranquilamente acostada en mi cama; cuando de pronto mi abuelita empezó a gritar, con voz muy fuerte, que ¡estaba temblando! Brinqué de la cama y salí corriendo al patio de mi casa, mi abuelita estaba hincada en la tierra: rezando, levantando sus brazos al cielo, implorando que dejara de temblar. La radio y la televisión no tenían señal. Yo quería escuchar música en la radio, así que lo prendía continuamente para ver si pasaban las más sonadas y románticas canciones que me gustaban; cuando ya hubo señal en la radio lo que empecé a escuchar fue el pánico que estaban viviendo en el Distrito Federal, cómo se habían caído muchos edificios, cómo había mucha gente atrapada en medio de ese montón de escombros, casas y hospitales, oficinas y hoteles, escuelas y fábricas, ¡todo!, ¡todo en ruinas! Entre más escuchaba y veía las noticias, más crecía mi abatimiento, desconsuelo, desolación, por estar lejos y no poder ayudar; hablaban de muertos y gente desesperada buscando a sus familiares, tristeza y llanto venían a mí, ¡la impotencia!
Treinta y dos años después lo veo y siento de forma diferente, ¿Por qué el mismo día? Estábamos con simulacros, ¿acaso no aprendimos la lección?
La tierra temerosa del hombre, en el vaivén de la vida; hemos descuidado muchas cosas de nuestra tierra, tierra donde está nuestro hogar, tierra donde convivimos con nuestros hermanos, tierra donde nacimos y moriremos. El reclamo de la tierra recordándonos la apatía y negligencia de nosotros hacia esa Madre Tierra que nos da todo y también nos lo puede quitar.
Eran la 1:15 de la tarde aproximadamente me encontraba en el centro de Cuernavaca, en la calle Hidalgo, al lado del Museo Morelense de Arte popular, acabábamos de salir de un curso donde horas antes habían pasado a avisarnos que iba a haber un simulacro y que no nos fuéramos a espantar. Me encontraba en el segundo piso; fui al baño y atoré mi bolsa en el picaporte de la puerta, de pronto mi bolsa se calló al piso, piso que movía mi bolsa, piso que movía todo el baño. ¡La tierra rugía!… Lo primero que se me vino a la mente fue el simulacro y luego las historias del temblor de 1985. ¿Acaso mi historia sería como las que muchas veces leí o escuché? ¡Qué angustia! Yo estaba completamente sola. ¿Si se caía el edificio, me podrían encontrar en ese pequeño lugar? Salí apresurada del baño y casi salía con el pantalón desabrochado pero, con todo el cuarto del baño moviéndose, tuve la calma de pararme en la puerta y salir bien vestida. Salí hasta el barandal y me quedé parada viendo cómo se movía el edificio, como si un gigante lo tomara con sus grandes brazos y lo sacudiera de un lado para otro, miré hacia abajo, miré como todos estaban ya reunidos en el centro del edificio, en el punto de reunión; algunos abrazando a otros compañeros o llorando, o espantados. No sé cómo bajé, no recuerdo si ya había dejado de temblar o seguía temblando, recuerdo ya estar junto a todos y al lado de una compañera. Nos veíamos unos a otros, aún tan sorprendidos por lo que acabábamos de vivir. No nos imaginábamos todo lo que estaba pasando y había provocado ese temblor de magnitud 7.1 en escala de Richter, con epicentro a 12 Km al sureste de Axochiapan Morelos.
Ese fue el principio de la angustia, del caos, del terror y también fue el principio de la bondad, la solidaridad, el heroísmo y el amor.