POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
Con la inestimable ayuda de Joaquín Pastor, Ángel Martínez Ortiz y Rafael Fernández Moreno, se desarrolló dicha reunión a la que acudieron todos los interesados (No cabe duda de que el proyecto nos interesaba a todos y, sin excepción, estábamos dispuestos a que se hiciera realidad lo más pronto posible).
A dicha reunión acudieron los dueños y algunos representantes. Allí estábamos Rafael Fernández representante de Gumersindo Cascales, Pepe Ríos, Rafael Martínez, Asunción Abellán, Francisco Abellán, Joaquín Ramírez, Emilio Yepes, Antonio Ramírez, Federo Carrillo, Joaquín Moreno, Elena Martínez, Ángel Martínez, Francisco Rodríguez (el tío de la pipa), Julio Molina (el carrasco), Joaquín Pastor, Antonio (el Secundino), José López (el gallo) Paco el francés, Miñano (el guerra) Paco (el chichás) Mariano Ruíz (el de Justo) Luís (el manco), los hermanos España, Vicente Cascales (Facundo) y nosotros, como representantes de Joaquín Carrillo (muebles).
Todo discurrió por unos cauces de sensatez y, nadie objetó el proyecto. Es más, estaban muy ilusionados. Estábamos acabando la reunión cuando llega mi hermano, se sienta y tras escuchar la opinión de los asistentes, comienza a leer unas notas que llevaba escritas. Decía así: Vengo de una reunión con la Asociación de Agricultores y Ganaderos y hemos aclarado el derecho de paso de los ganados por dicha carretera y, sobre todo, el reparto que se hará; si se hará por propietario o por tahúllas de terreno. Al aclarar Paquito que es más justo que se haga en razón de las tahúllas de cada uno, todos respiraron aliviados.
Como a Paquito no se le quedaba ningún cabo suelto, se alargó un poco la reunión al pasar a explicarnos que como se necesitaba mucha mano de obra, el que lo crea oportuno costeará su cuota por medio de peonadas, una vez que estudie el montante total de la obra y cuanto se tendría que abonar por tahúlla. De todas formas, la semana próxima nos marchamos a Granada para reanudar los estudios. Seguiré perfilando todos los detalles y, el año próximo, nada más comenzar las vacaciones empezaremos a trabajar.
Me han dicho los expertos que en dos meses se realiza toda la obra y los productos de nuestras tierras tendrán más atractivo para los compradores y, por consiguiente, subirá su cotización. Todos los agricultores de la costera de los tollos como se le decía a aquél paraje, saldremos beneficiados.
Caras sonrientes departían a la salida de la reunión, aunque algunos pocos, un tanto escépticos ponían en duda su realización. Yo, conociendo la tenacidad de mi hermano les decía a los incrédulos: vosotros no conocéis bien a mi Paquito.
Estábamos a finales de septiembre del año 1961 y teníamos que dejar organizado el organigrama de la casa, ya que un nuevo pupilo, Ángel, se incorporaba a los estudios. Paquito orientó a los dos mayores (María Encarna y Pepito) y yo atendí a Antonio y Ángel, que cursarían segundo e Ingreso de bachillerato, respectivamente.
Mi padre estaba cada vez mas deteriorado y no podíamos contar con su inestimable aportación. Paquito sacó los ahorros que le habían quedado de las clases particulares y se los dio a mamá y yo, visité al farmacéutico y a los tenderos para que les dieran cuanto necesitaran, asegurándoles con el aval de mi palabra que cuando terminara la carrera, que ya faltaba poco, les abonaría cuanto se les adeudara.
Paquito le dio instrucciones a mamá de que si alguien necesitaba clases de refuerzo durante las vacaciones de Navidad tendría 25 días disponibles. Pepito, Antonio que ya tenía 12 años, y yo, realizaríamos las tareas agrícolas.
Paquito y yo, marchamos a Granada a reemprender los estudios. Había conseguido convencer a papá para estudiar la misma carrera que yo, y bien que lo estaba aprovechando ya que era un verdadero lince; sacaba unas notas extraordinarias. Prometía. Estaba seguro que sería un buen médico.
Durante las horas de viaje, tuvimos tiempo de hablar y repasar minuciosamente los proyectos de construcción de la carretera de la costera de los tollos. Intentamos atar todos los cabos para que cuando regresáramos en vacaciones de Navidad, dejáramos resuelto el listado de quienes iban a pagar en dinero y quienes en mano de obra; homologando los jornales con los que se pagaban durante las cavas. Se ajustaron las cuentas y los números salían.
De vez en cuando, Paquito daba un respingo en el asiento, me daba en el hombro y me decía: Joaquinico, ya lo tengo, me salen las cuentas. Esbozaba una sonrisa y se quedaba pensativo en el asiento. Yo le miraba y pensaba ¿Qué asunto estará tramando ahora? Efectivamente, sacaba un folio en el que había hecho un dibujo del camino en la actualidad, y otro como se quedará cuando se cumplan sus sueños. De pronto me hacía alguna objeción, diciendo ¿y si rellenáramos por este lado? ¿Qué te parece? ¿Y si las cunetas las hiciéramos de obra en vez de tierra? Claro, saldría mucho más caro y la situación económica no es muy boyante. ¿Y si? ¿Y si? No paraba. Su cabeza era una verdadera máquina. Tanto iba cavilando que cuando me dí cuenta se había quedado dormido.
Cuando regresamos en navidades papá estaba estacionario. Manolín, el más pequeño, tenía seis años y era su lazarillo: le llevaba a todas partes. Las tierras esperaban nuestras manos y mamá, le había conseguido a Paquito un grupo de alumnos para darles clases durante las vacaciones.
De esa manera, mientras Paquito daba sus clases vestido de tiros largos, Pepito, Antonio, Ángel que ya se había aficionado a coger la azada y yo, sudábamos la gota gorda, aunque estábamos en invierno. Es verdad que, Paquito, también nos ayudaba cuanto podía. María Encarna seguía interna en el colegio de Carmelitas de Murcia y el pequeño Manolo, era el fiel acompañante de nuestro padre. ¡Ah! mamá hacía las tareas de la casa; que no eran pocas.
El día de Reyes de 1962, antes de regresar a Granada para reanudar los estudios jugamos un partido de futbol en Fortuna y tuve la mala suerte de fracturarme el peroné del pie derecho. El dolor era intenso pero con calmantes pude soportarlo. Como papá no se percataba del alcance que podía tener, la misión era intentar que mamá no se enterara. Para ello conté con la inestimable ayuda de Paquito y elaboramos el programa a seguir: procuraríamos que los pequeños no se enteraran y cuando llegáramos a Granada, el día siguiente, él me llevaría al servicio de urgencia del Hospital Clínico de San Cecilio y allí, me vería el traumatólogo de guardia. En efecto tras hacerme las pertinentes radiografías, se diagnosticó la sospechada fractura. No hubo más remedio que enyesar la pierna y, con un tacón de goma en el talón me movía con dificultad; pero me movía. Como trabajaba de camarero en el Comedor Universitario de Granada, allá nos fuimos y Paquito me sustituyó mientras estuve impedido.
Paquito, parecía que pasaba de todo pero, sin lugar a dudas, era muy inteligente y planificó como íbamos a enfrentar tal contrariedad. En primer lugar no comunicar la noticia en la casa y, cuando regresáramos en vacaciones de Semana Santa, ya habría desaparecido el problema y entonces, lo contaríamos como una anécdota sin importancia. En segundo lugar, al tener que trabajar Paquito de camarero, me coloqué en la taquilla del comedor para vender carné mensual de comedor y ticket sueltos. De esa manera, me decía Paquito, con el importe de nuestras becas y las comidas y cenas como salario de nuestro trabajo en el comedor, nos costeábamos todos los gastos de estudios; incluidos los viajes de ida y vuelta de Ulea a Granada. Todo saldrá bien, Joaquín, ¡ya verás!
Desde hacía unos cinco meses, estaba estudiando a la par del curso unas oposiciones a la Facultad de Medicina de Granada, pero no sabía si podría prepararlas o no. Aproveché mi convalecencia para comprobar si podría examinarme con posibilidades de sacarlas; ya que si me volcaba en ellas corría el riesgo de no aprobarlas y tener problemas con el sexto curso de medicina, ya que le restaría bastante tiempo a su preparación. Paquito fue el que me estimuló para que estudiara a fondo las Oposiciones a Interno de la Cátedra de Obstetricia y Ginecología y él, que era quien me llevaba y traía, me decía ¿Te apuestas que sacas las oposiciones? No te preocupes, Joaquín, yo seguiré programando las actividades de este verano para comenzar la construcción de la carretera de la costera de los tollos.
Tú, me decía a cada momento: sigue con el temario de las oposiciones que cuando las apruebes y se enteren en casa, va a ser una fiesta. Efectivamente, así ocurrió y como yo me tuve que trasladar a vivir al Hospital como Interno Residente, se quedó de forma definitiva como camarero del comedor Universitario y así, se aseguró la manutención durante los cursos que le quedaban para acabar la carrera de medicina: su sueño desde pequeño. Siempre me decía que había estudiado medicina gracias a mi intervención, cuando papá quería que fuera monitor Nacional de Deportes. No Paquito, no. Tú, estás estudiando para médico porque aprovechas para ello; eres muy inteligente y sacas muy buenas calificaciones.
Los días que tenía libres, y yo estaba de guardia en el Hospital, me acompañaba y dormía conmigo en la misma cama; como antaño cuando éramos pequeños. Siempre que tenía alguna urgencia se levantaba sin pestañear; aunque tuviera mucho sueño. Paquito era muy observador y, como aún no había comenzado los cursos de medicina clínica, le sirvió de prácticas, por lo que los profesores le decían si era hijo de médico.
Se acababa el trimestre y, regresamos a casa para disfrutar con la familia de las vacaciones de Semana Santa. Sin embargo, estas vacaciones fueron distintas.
Esa vez, papá no salió a esperarnos como siempre hacía. No, en esta ocasión estaba semidormido, sin tomar sedante alguno. Era un hombre distraído que sonreía cuando nos miraba. De pronto, sacó del bolsillo de la chaqueta una hoja del periódico Ideal de Granada en la que venía una foto grande con los nueve opositores que habíamos obtenido plaza y una entrevista con nosotros y los miembros del jurado. Papá se reía. Se sentía feliz y orgulloso. Yo quería compartir con todos su alegría; pero estaba aturdido. No sabía cómo se habían enterado ya que yo había comprado el periódico para que comprobaran la reseña de la columna, de Ideal de Granada en la sección de Granada y sus Noticias.
Al girar la vista, observo a Paquito sonriendo con la complicidad de toda la familia sin excepción. Al verme tan sorprendido me llamó aparte y me dijo: Joaquín; no te enfades, he sido yo; compré dos ejemplares y se los envié por correo. Me lo imaginaba desde el primer momento y, delante de nuestros padres y hermanos, Paquito y yo nos fundimos en un fuerte abrazo.
Era sábado día 14 de abril del año 1962, cuando Paquito y yo regresamos de Granada para pasar las vacaciones de Semana Santa con la familia pero, las perspectivas no eran muy halagüeñas. Dándonos un paseo, nos acercamos Paquito y yo a casa del médico Enrique López Jiménez, con el fin de que nos pusiera al corriente de la enfermedad de mi padre. Nos miró, se caló las gafas y con voz entrecortada pero solemne, nos dijo: vuestro padre está muy mal, su cerebro está muy deteriorado y ya no se pueden controlar las cifras de glucosa, urea y creatinina.
Están fallándole ambos riñones y puede que no sobreviva los pocos días que quedan de Semana Santa: Está muy mal; no tiene solución. Se espera un fallo renal inminente, ya que apenas orina. Nos acompañó a Paquito y a mí hasta la casa y allí, departimos con todos; incluso mi padre.
Las vacaciones las dedicamos a estar con mi padre y siempre manteníamos un retén de guardia. Cuando salía Paquito me quedaba yo; y viceversa. Casi siempre estaban los pequeños con nosotros, o nos acompañaban en algún quehacer, Aunque no toda la labor que precisaba la huerta, hicimos cuanto pudimos y nos permitían las circunstancias. Paquito, ante el cariz que estaban tomando los acontecimientos, se escapaba a gestionar algún asunto de la próxima carretera y regresaba enseguida.
Nada más llegar, me contaba los resortes que habían dilucidado. Aunque yo seguía a su rueda, él llevaba el timonel del barco, pero siempre esperaba alguna puntualización mía, que a fuerza de ser sincero eran muy pocas.
Paquito me decía que todo había quedado listo para comenzar el día 20 de junio, tan pronto como regresáramos de vacaciones, aunque yo tenía que marcharme a Ronda para hacer las Milicias Universitarias, por lo que tendrían que prescindir de mí. Al decirme que habían ajustado la cantidad que correspondía abonar por cada tahúlla y que a nosotros, que teníamos diez tahúllas, nos tocaba abonar 4800 pesetas que equivalían a diez jornales de adulto, o quince de un menor entre 14 y 18 años. Al no tener dinero para abonar tal cuantía, le aseguré a Paquito que tan pronto como regresara de Milicias, trabajaría todos los días que faltaran aunque fueran en su totalidad. Paquito sintió un gran alivio ya que de esa manera, podrían dedicar tiempo al cultivo de nuestras tierras.
El deterioro orgánico de papá es progresivo, por lo que Paquito y yo acompañados de los pequeños, hicimos guardia permanente y, Mari Encarna acompañaba a mamá y a la abuela Victoria. Jueves Santo, día 19 de abril, amaneció grisáceo; aunque caluroso. Los presagios no eran buenos y, Paquito dudó si acudir a los Oficios de Jueves Santo o no. Me dijo que había quedado con Sole, su novia, para ir juntos; pero veía mal a papá y le entraron las dudas. Lo mismo ocurrió con Antonio, Ángel y Manolo y, a los cuatro les dije: Pepito se queda conmigo y, si ocurre lo que todos tememos, os mandamos razón y os venís. Al poco de marcharse, comenzaron los estertores de la agonía y en un intento postrero para atajar lo inevitable, mandé a Pepito a la farmacia por un medicamento que fuera milagroso pero, las leyes inexorables de la vida pusieron punto final a su existencia.
Como había llegado Pepito, amortajamos a mi padre y marché a la Iglesia para avisar a mis hermanos. En primer lugar se lo dije a Paquito que estaba sentado junto a Sole y después, me acerqué al Altar y en voz baja se lo dije a D. Patricio el cura que, al verme se imaginó lo ocurrido. Mis tres hermanos pequeños que ayudaban en los Oficios de Jueves Santo, acudieron de inmediato y se enteraron de la noticia.
Paquito y yo le dijimos al cura que acabaran los Oficios y regresaran a casa. Cabizbajos y en silencio volvimos compungidos para estar junto a los restos mortales de nuestro padre y darle alientos a mi madre que estaba extenuada y, sobre todo abrumada al contemplar el panorama que se nos avecinaba.
Había que animarla para que se mantuviera serena. Entre Paquito, Pepito, el primo José y yo, acomodamos el catafalco con los restos mortales de papá en el despacho; que había sido su lugar de trabajo durante más de 30 años. Allí tenían mejor acceso quienes acudían a velarlo. Paquito y yo, salimos un momento a la calle y pusimos en orden cuanto teníamos que hacer, hasta que llegara el día siguiente, Viernes Santo, día 20 de abril de 1962 y fuera la hora del sepelio y se condujeran sus restos hasta el Cementerio de Ulea, en donde recibirían sepultura. El regreso a casa lo hicimos como a la ida andando, junto a los cuatro pequeños, familiares y amigos.
Estuvimos en casa acompañando a mamá, María Encarna y demás dolientes. El desfile de personas que pasó por casa para dar sus condolencias fue enorme y, cuando amainó la afluencia, Paquito y yo salimos a dar un paseo con el fin de espabilarnos y pensar en el organigrama de la casa a partir de ahora. Caminando, mientras Paquito se fumaba un cigarrillo, íbamos pensando en dejar todos los cabos bien atados teniendo en cuenta que dentro de tres días teníamos que regresar a Granada para afrontar la recta final del curso. Sí, en casa se quedaban mamá y los cinco hermanos pequeños y con pocos haberes para hacer frente a los gastos diarios.
Estando en el centro de la plaza, un niño pequeño se acercó y me dio un sobre cerrado. Cuando quise preguntar quién le había enviado, el niño había desaparecido corriendo y, jamás pude saber quien fue. Abrí el sobre, con la mirada atenta de Paquito y sorprendidos, nos encontramos con un billete de mil pesetas; junto a una nota que decía: Para que podáis seguir adelante.
De inmediato, regresamos a casa y le dijimos a mamá lo acontecido. Los tres permanecimos en silencio unos momentos hasta que mamá abrazándonos a los dos, nos dijo: Papá, desde donde esté, nos seguirá ayudando.
Las vecinas se habían llevado a los pequeños y les dieron de cenar y, nosotros nos tomamos un caldo que nos habían traído. El día había sido muy largo y estábamos muy cansados; necesitábamos descansar ya que al día siguiente nos repartiríamos las tareas, Paquito y yo, con la inestimable ayuda de los pequeños. Paquito recorrería las tiendas de Ulea para que siguieran dando fiado a lo que necesitara mi madre, además de las panaderías y yo, marcharía a Villanueva para hablar con el farmacéutico y pedirle bajo mi aval personal, que la cuenta de todo cuanto se debía (de las medicinas consumidas, durante la enfermedad de mi padre), la anotara a mi nombre y, tan pronto como acabara la carrera, los primeros dineros que ganara serían para saldar la deuda. Ah, si necesitan algún medicamento, se lo suministras y adjuntas su importe.
Tía Juanita, que me acompañó, era Maestra de Villanueva y amiga de la familia del farmacéutico quedó contenta por el trato que me dispensó Victoriano, el boticario.
Cuando llegamos a casa, nos sentamos con mamá y le informamos de nuestras gestiones y además, Paquito, de los ahorros de sus clases particulares le dio 500 pesetas que con las 1000 de la noche anterior, veían el camino más despejado.
El domingo, día 22 de abril, el día antes de marcharnos a Granada, Paquito me dice que le acompañe para hacer unas mediciones en el trazado, que dentro de unos meses será una pequeña carretera por donde circularán vehículos rodados de cuatro ruedas.
Paquito, a pesar de los malos momentos que estábamos pasando, no quería dejar ningún cabo suelto y, durante más de tres horas estuvimos haciendo mediciones de anchura de la calzada, metros de cunetas, alcantarillas, soportes de los terraplenes, canales para el riego, bóvedas para los pasos de agua, peraltes para que el agua no encharque la carretera, anchura a desmontar del montículo de la finca de Federo y amplitud de la plazoleta en donde los vehículos darían la vuelta. En una libreta había anotado todos los datos y números que desarrollaríamos en el despacho de papá. Paquito y yo, estábamos solos y, de vez en cuando, entraba mamá a preguntarnos si queríamos tomar un tazón de leche o un trozo de pan con companaje.
Nos observaba unos momentos y nos volvía a dejar solos, no sin antes regañar a Paquito, diciendo que fumaba como papá y eso no era bueno. Desde luego, la humareda era tal que teníamos que abrir la ventana para que se ventilara. Antes de marcharse, nos dio un beso y nos dedicó una leve sonrisa. Todos los demás estaban en su mundo pero, Antonio que ya tenía 12 años, abría el pestillo de la puerta y se sentaba junto a nosotros. Observaba cuanto hacíamos y oía cuanto hablábamos y, al poco se marchaba, no sin antes cruzar una mirada con nosotros.
Durante la cena recordamos cual era la misión de cada uno, hasta que llegaran las vacaciones de verano y, una vez asumidas, Paquito salió de casa para despedirse de su novia y la familia. Los pequeños se acostaron, aunque Antonio y Ángel se durmieron y tuve que ayudar a mamá a acostarlos; estaban muy cansados del trajín de los últimos días. Mamá y yo, regresamos al comedor y esperamos a Paquito.
No tardó en llegar y, al poco, le comentó a Mamá que había visto al hornero y le dijo que teníamos su panadería abierta para cuanto necesitara. Mamá le preguntó por el trajín que llevábamos con el camino de la rambla (los tollos) y Paquito, con un poco de sorna le dice: mamá ¿no sabes que voy a cambiar de carrera? Ahora, en vez de terminar la carrera de medicina, me voy a matricular en la de Ingenieros de caminos. Mamá quedó un poco asombrada y le preguntó que cuando había cambiado de opinión.
Paquito soltó una pequeña carcajada, cogió a mamá por los hombros y le dio un abrazo. Sin más dilación le dijo: estoy diseñando una pequeña carretera que me servirá como tesis doctoral. Mamá, que no salía de su asombro le dijo ¿qué dices? Paquito, con su humor característico le contestó: Sí, ingeniero de caminos de la costera de los tollos en la rambla. Al momento, los tres, esbozamos una sonrisa de complicidad.
El lunes día 23 de abril, Paquito y yo, regresamos a Granada. El final de curso estaba próximo y teníamos que sacar energías, si es que nos quedaban algunas, para salir adelante.
El largo viaje lo dedicamos a recomponer el organigrama de la casa. Sin lugar a dudas había que recortar gastos o buscar fuentes de financiación. Esta segunda faceta no era viable y acometimos la primera; optimizando los recursos de que disponíamos. Los damnificados fueron Antonio y Ángel.
Antonio tras empezar bachillerato en Archena, cambió a la escuela de formación profesional de los Jerónimos, en donde se encauzó hasta el punto de sacar la carrera de Perito Industrial (actual Ingeniería Técnica Industrial). Para ello, conseguimos una beca de transporte y otra de comedor. Sin lugar a dudas, el alivio económico fue importante. Ángel siguió en el instituto de Archena los estudios de bachillerato.
Mientras íbamos desbrozando el camino, Paquito se entretenía con su calculadora (papel y bolígrafo) haciendo números. Números que se aproximaban pero sin llegar a cuadrar el haber y el debe. Se imponía buscar otra fuente de ingresos o endeudarnos. Sí, cualquier trayecto menos claudicar. Mi padre nos trazó nuestro camino y no debíamos detenernos cuando tan cerca estaba la meta. Paquito seguía haciendo números y, cuando veía un resquicio, me daba en el hombro y me decía: ¡Joaquín, ya lo tengo! Me lo explicaba.
Nos mirábamos y esbozábamos una sonrisa cómplice. Éramos totalmente distintos, pero complementarios; la suma de dos binomios importantes y precisos en la vida; sobre todo, en los momentos que estábamos viviendo.