POR FRANCISCO JOSÉ ROZADA MARTÍNEZ, CRONISTA OFICIAL DE PARRES-ARRIONDAS (ASTURIAS)
En nuestro concejo de Parres eran habituales las cosechas de escanda, trigo, centeno, maíz o cebada, como quedó constancia en el Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España y sus posesiones de Ultramar, magna obra publicada por Pascual Madoz entre 1845 y 1850.
Un terreno en su mayor parte bastante tenaz, pero muy fértil con unas condiciones climáticas (húmedo y templado) en las que se inscribe el concejo y que se traducen en cuanto a la vegetación en la existencia de un bosque de hoja caduca que -pese a la introducción de especies foráneas de hoja perene como el eucalipto, de aprovechamiento maderero más inmediato- aún tiene una importancia muy relevante en Parres.
La masa forestal más destacable es la del Monte Cetín, un extenso hayedo y robledal que cubre 260 hectáreas del extremo suroccidental del concejo.
Por otra parte, la Sierra del Sueve está incluida en la Red Natura 2000 y es un Paisaje Protegido desde El Fitu hasta el Picu Pienzu (éste último con 1.161 m. de altitud).
De todos los cordales calcáreos prelitorales de nuestra región, la Sierra del Sueve es la que conserva una mayor superficie forestal, salpicada de matas de tejos, acebos, fresnos y espineras, además de espacios arbustivos como los brezos.
Centenares de citas alusivas a estos dos lugares aparecen en las actas que nuestro Ayuntamiento conserva desde 1835 hasta nuestros días.
Los vecinos de Cofiño y otros pueblos limítrofes cuidaron por medio de la Junta Administrativa del Puerto del Sueve de todo lo relacionado con el mismo, tanto en sus explotaciones ganaderas como en las forestales, incluso en algunas mineras que fueron muy controvertidas.
Esta Junta Administrativa se renovaba democráticamente y así vemos, por ejemplo, que hace casi cien años -en marzo de 1920- cinco de sus miembros fueron reelegidos en Cofiño y se nombraron otros cuatro suplentes y un secretario, bajo la presidencia de Pascual Fernández, mientras el Ayuntamiento de Parres nombraba a dos concejales para que inspeccionasen la administración de dicha Junta.
El 29 de marzo de 1940 -por ejemplo- se ingresaron en las arcas municipales 3.771 pts. de los productos maderables del Monte Puerto de Sueve, además de solicitar los aprovechamientos de 150 metros cúbicos de madera de haya y 60 de roble en este mismo monte -Nº 105 del Catálogo- y 200 de haya del Monte Cea y Cetín, Nº 101.
A lo largo muchas décadas nos encontramos con múltiples y sonoros desacuerdos entre la Junta del Sueve y el Ayuntamiento de Parres. Disputas con interminables pleitos que -más de una vez- llegaron hasta el Tribunal Supremo, en Madrid, con fuertes sumas de dinero público municipal invertido en consultores, abogados y procuradores, casi siempre por pretender el Ayuntamiento ser el usufructuario casi único de la explotación maderera de la Sierra del Sueve.
En la gran mayoría de los casos la Justicia dio la razón a la Junta Administrativa de dicho puerto en los pleitos que el Ayuntamiento emprendió contra ella hasta los años 80 del siglo pasado.
Como ejemplo de la buena relación entre la explotación ganadera y la forestal, dejo constancia aquí del acuerdo tomado por el Ayuntamiento de Colunga el 21 de mayo de 1877 haciendo obligatorio en su municipio a todos los que con sus ganados disfrutasen de los pastos del Sueve, que plantasen un árbol de buenas condiciones por cada res que pastase en dicho puerto, e invitaba a tomar la misma medida en la parte correspondiente a Parres.
Bien les pareció a los parragueses que -incluso- extendieron la misma obligación a todas las demás zonas de pastos del concejo.
No es de extrañar -por otra parte- la solemnidad que en Arriondas se daba a la celebración del Día del Árbol cada primavera.
Si nos remontamos más en el tiempo, llama poderosamente la atención el acuerdo tomado por el ayuntamiento parragués el 29 de marzo de 1843 sobre la licencia para talar “mil codos o más, si se hallaren, en los montes comunes de Cea y Mampodre, a favor de don José Benito Losada, contratista”.
Esta persona había sido enviada como capataz de don Manuel Ciarán -vecino de El Ferrol- para hacer acopio de madera destinada a la reconstrucción de la fragata “Perla” y del dique de dicho puerto gallego.
Se acordó que pagarían un real por cada codo de madera “después de labrada y puesta en el tablero de Romillón a las orillas del río Piloña, términos de este concejo de Parres, cuya medida se verificará por un inteligente nombrado por esta Corporación”.
¿Qué unidad de longitud era un codo? En casi todas las culturas, desde Egipto, un codo era la distancia que mediaba entre el codo y el final de la mano abierta (codo real) o a puño cerrado (codo vulgar).
La Corporación advertía que la corta de los mil o más codos de que hubiere en esos montes o en otros comunes, deberían ser de robles descortezados y de las hayas que existiesen en aquel contorno.
Así salió de los montes de Cea y Mampodre la madera destinada para la restauración de la fragata que -en 1789- había sido construida en Cartagena, llamada “Santa Mónica”, alias “Perla” y que iba armada con 34 cañones.
Su historia de navegación es extensísima, hasta llegar a Cuba en 1825. Participó en varias batallas navales, incluso contra la escuadra británica.
En 1835 llegó a la dársena de El Ferrol y estuvo allí ¡ocho años! por la falta de fondos para su restauración y no encontrarse en condiciones el dique donde debía entrar. Aprobado, al fin, el presupuesto de la carena de firme o restauración de la fragata, las obras concluyeron el 26 de marzo de 1845, justamente dos años después de haber llegado a Arriondas el capataz habilitado por el contratista antes citado en busca de madera de nuestros montes.
En veinticinco folios, escritos por las dos caras, aparece en un libro de la Comandancia de Ingenieros de El Ferrol la detallada restauración de la fragata “Perla”.
Tres años después lo encontramos en Río de la Plata (Argentina) con las sesenta toneladas que pesaba su armamento, tras la restauración.
En el año 1867 esta fragata dio por finalizada su vida al servicio de los intereses marítimos de España.
Parece increíble que hace 176 años se viniese a buscar madera a los montes de Parres, nada menos que desde Galicia -donde lo que sobran son bosques- con la dificultad añadida de transportar el material hasta El Ferrol.
Al igual que sucede en los paisajes centroeuropeos, la vertiente septentrional de nuestras montañas que miran hacia el Cantábrico es más fresca y húmeda que la cara sur o meridional, y está compuesta por bosques de hayas, abedules, avellanos, castaños y otros.
Los primeros conocimientos que tenemos por escrito sobre nuestro paisaje vegetal datan de época romana, a través del libro “Cántabros y astures en su lucha con Roma”, de Adolf Schulten, donde se citan la cebada, el lino, la vid, el tejo o la cicuta. En ningún momento se habla de manzanos ni de castaños. Se importaba trigo para las tropas romanas, por ser muy escaso en la cornisa cantábrica.
En la actualidad el paisaje asturiano ha quedado muy alterado por la deforestación y, sobremanera, por los bosques de eucaliptos introducidos en nuestra comunidad, fuera de su origen natural, que dan una imagen muy diferente sobre la que realmente le correspondería.
Si añadimos que las zonas destinadas a pastizal han sido invadidas por los matorrales que se suceden de forma alarmantemente invasiva, convendremos en afirmar que -a no muy largo plazo- el tapiz vegetal asturiano se verá alterado y degradado por abandono. Las explotaciones de pastizales -tanto de diente como de siega- han quedado olvidadas porque la vida agrícola del reciente pasado asturiano ha sido superada por otras formas de sustento y sentido vital de sus habitantes humanos.
Desde las márgenes de las nuestras playas hasta las más altas cumbres astures nos vamos encontrando con las disposiciones de las comunidades vegetales más diversas. Así vamos ascendiendo desde aquellos antiguos pastizales salinos de las marismas -integrados por especies de crasas hojas- hasta llegar al interior o piso basal con sus originales bosques de carbayos.
Las hayas serían las siguientes en su escala hacia las alturas, seguidas muy de cerca por los abedules, tilos, fresnos, nogales y -todos y cada uno de estos bosques- asociados a los antiguos pastizales y hoy matorrales que les corresponden.
Allá en lo más alto, donde los bosques no pueden sobrevivir, nos encontramos con los matorrales endémicos de nuestras crestas montañosas y allí, lejos de nuestros ojos y manipulaciones interesadas, los enebros rastreros nacidos para soportar temperaturas extremas y fortísimos vientos, donde la sombra no es fácil y la vida entre 1.300 y 2.000 metros de altura es dura como la caliza en la que se asientan, nos contemplan mirando hacia la costa que -a menos de 30 kilómetros desde los Picos de Europa- se suma a la belleza de la Asturias eterna, la que sabe conjugar el azul y el verde, el mar y la montaña. Una Asturias que es compleja, plural, amigable, como un mosaico del que brota un amor elemental y primario.
Mientras, el paisaje se queda sin paisanaje por múltiples y complejas razones de difícil solución, porque aunque se mejoren los servicios públicos de las zonas rurales y sus infraestructuras, o se les concedan privilegios fiscales, no parece que se pueda revertir ya la raíz del abandono de más de 700 entidades deshabitadas del Principado, pues muchos jóvenes buscan en poblaciones grandes otras oportunidades y complementariedades.
Sólo queda el trabajo y la ilusión de quienes aman el ámbito rural por encima de todo -como hicieron sus antepasados durante siglos- en una ancestral Asturias rural ya en situación crítica, con una pirámide de población cada vez más envejecida y una natalidad mínima.
Los paisajes y tapices vegetales que dieron cobijo a Pelayo y al Rey Casto, a Jovellanos y a Campoamor, a Santa María del Naranco y a San Salvador de Valdediós, a Clarín y a Ayala, a Carreño y a Regoyos, a Torner y a Campomanes, a Evaristo Valle y a Piñole, al padre Ángel y a Quini -como a muchos otros destacados en sus ámbitos profesionales, además de a todos nuestros ancestros- son paisajes y tapices únicos (con su correspondiente fauna), inseparablemente ligados a lo que llamaríamos un espíritu panteísta cuya concepción del mundo funde universo y naturaleza.
En nuestras manos está ahora mantenerlos o sentenciarlos a su desaparición definitiva.
– (Este artículo lo publiqué en el diario “La Nueva España” el día 7 de mayo de 2019) –