POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
Hoy, en el calendario se nos depara una festividad muy arraigada que tiene como protagonista a una virgen que por mantenerse fiel a su fe, sufrió duros tormentos. Me estoy refiriendo a Santa Lucía que, allá por los últimos años del siglo III, vio la primera luz, nunca mejor dicho, en Siracusa. De hecho su nombre viene de ello, de luz, y así lo justifica Santiago de la Vorágine al identificarla como que «sigue el camino recto, sin sinuosidades y sin detenerse en su trayecto», porque para él, además «la luz es bella de por sí y bella resulta a los ojos que la contemplan». Muchas veces decimos «que Santa Lucía nos conserve la vista», aunque en la actualidad, al igual que hacemos oídos sordos a las sandeces con las que intentan seducirnos los políticos de turno; para lo que hay que ver, más nos vale cerrar los ojos, y no vislumbrar nada, pues con disfraces premeditados se nos pretende hacer visionar la situación económica a la que nos han abocado, de manera muy diferente a la que es en realidad. Por el contrario, no es el mismo escenario que nos ofrece nuestro sabio Caralampio, que en uno de sus pensamientos sentencia: «cuando se ve con la pureza del alma, se ve en la misma oscuridad». Ni tampoco es igual al sufrimiento de aquel invidente que limosneaba en la Alhambra y que quedó plasmado en los versos de Francisco A. de Icaza: «Dale limosna, mujer./ Que no hay en la vida nada/ como la pena de ser,/ ciego en Granada».
Para ver o no, voluntaria o inconscientemente, regresemos a la vida de la joven virgen siracusana, hija de Eutiquia que, por no querer ofrendar a los ídolos fue mandada torturar por el cónsul Pascasio, obligándola a ser conducida a un burdel para que su virginidad se perdiera. Sin embargo, al intentar llevarla hasta un lupanar de esos que se señalizaban en piedra con un pene de gran tamaño, tal como lo vimos en Pompeya; los pies de la doncella quedaron pegados al suelo. Los verdugos no pudieron arrastrarla, ni tampoco mil hombres estirando con cuerdas, ni mil parejas de bueyes. Intuyeron que todo era un encantamiento y se recurrió a unos magos que la rociaron con orines, pues según se pensaba, con esta excreción se rompía el sortilegio. Aun así, no lo lograron y al permanecer la virgen inmóvil, el cónsul lleno de maldad mandó atravesar su garganta con una espada y la joven siguió hablando. Después ordenó que le arrancaran lo ojos y la buena de Lucía siguió viendo. Por eso, iconográficamente se la representa portando en una de sus manos una bandeja con dos globos oculares, y por esta razón, cristianos y no creyentes con frecuencia utilizamos la frase, «que Santa Lucía nos conserve la vista».
En Orihuela, esta mártir ha estado presente desde hace siglos, pues el 15 de noviembre de 1563 se fundó una Cofradía bajo su advocación exclusiva para mujeres, instituyéndose en esa misma fecha un beaterio o casa de las `bones donas´ en la que vivían como laicas en comunidad, sin voto de obligación ni clausura. La citada Cofradía fue tomada bajo la protección del obispo José Esteve, estableciéndose las reglas para su funcionamiento a través del Segundo Sínodo. A principios del siglo XVII, dicho beaterio fue cedido a fray Juan Loazes, para que fundase en dicho lugar un monasterio que acogiese a las dominicas, las cuales fundaron el 18 de julio de 1602, pasando a residir las `bonas donas´ a otro beaterio existente en San Miguel de la Peña, previa autorización del citado obispo. Éste propició la construcción del convento e iglesia de la rama femenina dominicana invirtiendo de su peculio 1.000 ducados anuales. Según Gisbert y Ballesteros la iglesia se arruinó a finales del siglo XVII, acometiéndose la construcción de una nueva, siendo entonces, cuando durante las obras se descubrió la imagen de la Virgen Pobre que, desde entonces gozó de especial devoción entre los oriolanos. Las obras estuvieron paralizadas durante algún tiempo, concluyéndose definitivamente en 1746. Uno de los bienhechores del convento de las dominicas fue el guardamarenco y canónigo magistral del indulto del Cabildo Catedral oriolano, Josef Claramunt Vives de Alulayes y Lillo, que falleció el 3 de septiembre de 1753. Este prebendado en su testamento mandó ser enterrado, vestido con «las ropas sacerdotales del vestuario y terno viejo», en la bóveda construida al efecto en un sepulcro fabricado a sus expensas en la capilla de San Luis Beltrán de la iglesia de Santa Lucía. En invierno, al procederse a la limpieza de los «vasos y carneros» de la catedral y de la capilla de Loreto, tal como acaeció en 1721, debido al hedor que se producía, la celebración del coro catedralicio se trasladaba al convento de Santa Lucía, remunerándose por ello a las religiosas dominicas. Éste era de grandes dimensiones, y junto con la iglesia fueron incendiados en septiembre de 1936. Siempre se ha dicho que este incendio fue una concesión a los elementos más radicales que pretendían destruir el patrimonio eclesiástico oriolano durante la Guerra Civil, contentándolos con este edificio que estaba muy deteriorado y ruinoso. Hasta el punto se considera que fue una actitud premeditada, que a los vecinos se les avisó anticipadamente para que se pusieran a salvo. Después del siniestro las paredes fueron dinamitadas, y tras la Guerra Civil en el solar se acondicionó lo que hoy conocemos como la Plaza de Santa Lucía. Las dominicas pasaron al extinto convento de los trinitarios, en el que permanecen en sus labores de dulcería, y atesorando en la iglesia un retablo atribuido a Jerónimo de Córdoba, que es una de las obras que merecen ser vista y, así, no hacer válido el dicho que, para lo que hay que ver, más vale cerrar los ojos. Dejemos esto último para ignorar visualmente lo que pasa en la actualidad y lo que se avecina.
Fuente: http://www.laverdad.es/