POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA OFICIAL DE ULEA (MURCIA)
A principios del siglo XX, la sociedad española estaba crispada y, la desconfianza en las instituciones era manifiesta. Los enfrentamientos entre las distintas capas sociales y oligárquicas eran frecuentes y se cernía en el ambiente, la sombra de un conflicto social, a nivel mundial.
En 1914, el alcalde de Ulea, Francisco Tomás Ayala, pese a ser nombrado mediante elecciones municipales generales, estas fueron acaparadas por los representantes de sus partidos, ya que no podían votar nada más que los varones y, de estos, los de más renta industrial y agropecuaria que resultaban ser los grandes propietarios del pueblo qué, en realidad, eran los que imponían el voto a sus convecinos; como verdaderos señores feudales. No tenían derecho a sufragio de momento ni las mujeres ni los pobres.
Las inquietudes de carácter socialista y republicana, eran sofocadas por las fuertes campañas mediáticas del clero, que efectuaban sin ningún rubor, verdaderas cruzadas, tanto a nivel popular como por medio de la prensa oficialista.
La crisis fue tremenda y muchos vecinos se vieron obligados para prosperar a emigrar a Cataluña, Madrid y, algunos, a Argentina; quedando, por tanto, los campos despoblados.
Como una esperanzadora excepción, párrocos del municipio Juan Antonio Cerezo Ortín y José Azorín Piñero, trabajaron sin descanso en aras de qué se instalara en la ciudad la cordura, paz, orden, aceptación y respeto. De tal manera se implicaron qué,»el Diario de Murcia” reflejaba la gran labor realizada por dichos clérigos uleanos por mantener el equilibrio y evitar las cruzadas religiosas que envenenaban y daban alas a las clases pudientes, enfrentándolas a la juventud más liberal. Todo ello, a pesar de los mandos de las instituciones religiosas, que “sancionaban su actitud beligerante”.
La situación era caótica ya que los campos dejaron de cultivarse y el nivel de analfabetismo subió hasta cifras insospechadas. ‘El Diario de Murcia’, en sus páginas culturales, llegó a considerar qué, en mi pueblo, el índice de analfabetismo superaba el 75 por ciento de la población adulta.
Ante tanto descontento, se temía que en las elecciones de alcalde se registraran manifestaciones populares; que se enardecieran los ciudadanos y qué, el pueblo tranquilo, pudiera teñirse de sangre. No se trataba de que los partidos expusieran sus razones para ganar a los contrincantes; es el ardor que se puso para transmitir sus ideas. Se trataba de una pasión política incontrolada.
El periodista murciano Martínez Tornel llegó a decir que las elecciones no serían decisorias y que el único valor en la sociedad, era cambiar de cacique.
Los sacerdotes mencionados, ante tal debacle y pérdida de principios morales y aumento del analfabetismo, “se lanzaron al ruedo” en pos de la educación, impartiendo clases a los vecinos y, con la intención de alfabetizarles, y mostrarles que existía el camino de la enseñanza para reconducirles al camino de la convivencia; sin importar la ideología: con total respeto y aceptación.
En dicha tarea se esforzaron, como digo, los clérigos Juan Antonio Cerezo Ortín y José Azorín Piñero, entre los años 1914 y 1917, con la inestimable ayuda de los alcaldes Francisco Tomás Ayala y Lázaro Hita Salinas; a pesar de qué, por su comportamiento, ideas y forma de comportarse fueron señalados como republicanos y revolucionarios por los grupos de poder económico del pueblo.