POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO . SEGOVIA
Hay un camino perdido entre el tubo que alimenta el arroyo de las Almas del Diablo y el paredón que construyeron por debajo del Corral de las Vacas para sostener la ladera húmeda y preñada de agua que amenaza siempre con venirse abajo. Saliendo del arrastradero que conduce a los riscos funambulescos que coronan la cascada de la Chorranca, la vereda olvidada arranca entre un solitario pino progenitor rodeado de un ejército de vástagos empeñados en alcanzar las alturas dominadas por aquel que les dio principio. Serpenteando la trinchera construida para retener el torrente enloquecido que suele caer en demente persecución del lecho más amplio que pueda hallar, la senda nos mostró al Sr. Bellette y a un servidor un universo decidido a prescindir de la actividad humana. Ora consumido por la retama que te agita el rostro, colmado por tojos espinosos, pinatos rebeldes, serbales de juvenil rebeldía; ora atravesado de raigones lustrados por los viejos pasos, destripado por escorrentías que se afanan en tomar pista en el arroyo saltando la barrera de arena y empantanado por charcas ocasionales, por afloramientos de agua interna capaz de alimentar virujas, berros y hasta algún níscalo despistado entre el gris del humedal y el feliz naranja que ansía un bosque otoñal, el camino nos hizo transitar en afanoso viaje la media legua que nos separaba de nuestro destino. Casi tres cuartos de hora más tarde empezamos a percibir la humedad fresca y lozana de una plétora de arroyos, corrientes y regatos que, conformando un mismo torrente imparable, se despeñaban en feliz caída desde el muro que construyeron mis paisanos hace ya casi un siglo.
Y, llegados a tan paradisiaco lugar, ya sentados en el pretil protector de transeúntes y trabajadores del pinar, tuvimos un instante para disfrutar de aquella barranca preñada de un verde tan intenso que hasta los tejos de la umbría y los acebos del roquedal parecían pinceladas de Sorolla en un amanecer levantino de finales del siglo XIX. Allí, digo, acostado sobre el áspero hormigón corroído por el húmedo hálito del bosque capaz de corromper todo lo que le es ajeno, caí en la cuenta de la levedad del ser humano en la cuna de la vida que constituye este pinar ancestral. Perdido el paso de los viejos gabarreros, aquel camino antiguo, atávico transitar entre cascada y escorrentía, ha sido devorado por una naturaleza que del hombre necesita que, si no se integra y asume su papel constructivo, desaparezca de una vez por todas.
En efecto, perdida esa voluntad humana de preservar el entorno en que todo crece como base del desarrollo propio, la Madre Tierra se afana en borrar nuestra memoria, en eliminar el recuerdo que de nuestro paso beneficioso se pudo apreciar alguna vez en aquel vergel. Ese vivir en comunión que abrió caminos, adaptó bancales, recuperó terrazas; que alimentó el nacimiento de matas donde sólo roca pulverizada y agua en caída furiosa podía encontrarse; ese recuperar hasta el último de los regalos que el bosque sabe entregar a aquellos que lo entienden, a aquellos que perseveran en pastorear cada uno de los árboles que constituye la fronda parece haber llegado a su fin.
Segovianos todos, durante más de siete siglos, supieron nuestros paisanos ya olvidados comprender el bosque que les daba cobijo y sustento. Maderas, piedras y pastos; frutas, setas, carnes y pescados; todo podía ser hallado en el bosque y a todo se accedía gracias a la simbiosis entre el habitante y lo habitado. Parece evidente que aquel equilibrio empezó a torcerse hacia 1761, cuando Carlos III se compró el pinar de Valsaín llenándolo todo de mojones y cruces pétreas que recordaran el acotamiento privativo de aquel Paraíso. Expulsados los pastores de árboles de su verde mesta, únicamente les quedó la migaja de recuperar las leñas muertas, a la vez que se perdían los pastos al trasladar el monarca los pasos de las mestas, más allá del Real Sitio, al cordel que subía, que sube, hasta el puerto de los Neveros por los corrales del Pasadizo.
Aún así, el bosque siguió demandando la presencia de aquellos pastores de árboles, vigilantes de la explotación regia de la madera y de los recursos otrora tesoro del concejo segoviano. Para nuestra desgracia, hace más de una década que los pastores dejaron de cumplir con su cometido, suspendida su labor en aras del modelo de pinar sucio promovido por la autoridad gestora competente como hipótesis de retorno a un estadio natural previo a la intervención humana y, en consecuencia, cerrado el aserrío mecánico y su consabida fábrica de maderas vayan ustedes a saber por qué.
Mas, sabiendo que este bosque ha crecido hasta constituirse en lo que hoy es yendo de la mano simbiótica del ser humano, resulta cuando menos sorprendente pensar que, eliminados los pastores de árboles, este Paraíso pueda sobrevivir en los términos que hoy entendemos. Hosco y cerrado al caminar; repleto de rollos, palitroques, ramas y semillas secas; invadido todo por la retama indestructible, por las inmortales zarzas que tanto inspiran a mi querido Guillermo Cuadrado; ocultos los pasos al caminar y colmatados los regatos sin nadie que aclare los cauces; multiplicados los corros secos y los ramones bajos de pinos que engrosan el tronco en vez de perseguir la claridad cenital; el bosque y pinar de Valsaín está empezando a olvidarnos. Y nosotros, fieles a la desmemoria multifuncional que nos domina, apenas percibimos un ápice del esfuerzo humano que esconde cada paso dado en cualquiera que sea el camino, senda o vereda por la que transitar.
Perdidos los pastores de árboles, queridos lectores, se perderá nuestra relación y el bosque, como casi todo en este mundo global en el desconocimiento del medio en el que se vive, borrará nuestro paso de su existencia para convertirnos en entes ajenos a la cuna que nos vio nacer, meros visitantes de un Paraíso que nos dio pábulo y al que ahora nos acercamos ignorantes de lo que una vez nos unió; de lo que nunca debería haber sido olvidado.