POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Dicen que no hay mayor honra que honrar a los demás y que aquellos le honren a uno con su confianza. Esta, entregada voluntariamente, supone el más alto contrato social que una comunidad puede realizar con un individuo, sea la que fuere su condición pues, asumida la representación, uno se debe al respeto de la voluntad entregada. Ya fuera en las cortes de Cádiz de 1812 debatiendo en liberal revolución la constitución de un estado nuevo o en las de Toro de 1505 alumbrando ese antiguo régimen que se quiso renovar cuatro siglos más tarde; en la curia pregonada de León de 1188 donde aparecieron por primera vez representantes del común, debatiendo en Caspe la proclamación de un rey a castellano en Aragón o a salto de mata entre Labajos, Martín Muñoz de las Posadas y Tordesillas para escribir las primeras líneas de un instrumento jurídico que pudiera ordenar desde el pactismo un estado castellano en ciernes. Lo mismo da apretarse en el escaño bajo la lluvia de cascarilla de un techo acribillado por la sinrazón autoritaria que salir a escape del hemiciclo por el enésimo golpe de estado, pronunciamiento, motín, rebelión, asonada o insurrección en 1808, 1810, 1820, 1831, 1833, 1834, 1836, 1840, 1840, 1843, 1844, 1846, 1852, 1854, 1856, 1865, 1866, 1868, 1873, 1874, 1875, 1917, 1923, 1930, 1931, 1932, 1934, 1936, 1942 o en 1981; en todo momento uno ha de comprometerse con la voluntad entregada por el común y, siendo responsable, cumplir con la dedicación que se le supone al personero.
Llamados así en Castilla desde los años olvidados de consolidación de las cortes en la península Ibérica, estos representantes llevaban con orgullo la encomienda, haciendo del empleo la más alta dignidad que pudiera recibir castellano alguno. Diputados en Barcelona, procuradores en Aragón o Valencia y Mallorca, estos hombres acudían a la convocatoria cortesana con la férrea convicción de defender los intereses de sus representados. Pensando en ello estaba este humilde Cronista al rememorar la negativa de los compromisarios de Acción Popular, la CEDA y el Partido Radical Republicano a participar en el proceso electivo del presidente de la República en abril de 1936, tras la destitución de Niceto Alcalá Zamora. En este Real Sitio, apeado entonces del topónimo, sólo aparecieron propuestas para el compromiso elector desde los llamados partidos de la izquierda, acabando por elegir personeros del partido socialista, comunista, Unión e Izquierda Republicana. Alegando aquellos otros la imposibilidad de garantizar la limpieza del proceso electoral, acabaron por ensuciar la elección a la más alta magistratura del Estado, pues, no estando todos los representados a través de sus representantes, la elección quedó cuestionada de partida, objetivo perseguido por estos últimos, más preocupados en dinamitar el proceso político en sí que en cumplir con su obligación de honrar la confianza del representado.
Y es que, en esta sociedad de aparente compromiso y desvergüenza inveterada, resulta más que natural el olvido de lo que el contrato moral contraído significa. Muy pocos parecen entender hasta qué punto está uno obligado con el común al que sustituye en singular. He de suponer que Rodrigo de Tordesillas, personero segoviano en las impostadas cortes de La Coruña que convocó arteramente Carlos I, alcanzó ese entendimiento mientras colgaba de un cáñamo viendo los últimos estertores de su vida escapar hacia el soborno que había comprado su voto hasta soliviantar al común segoviano. Ahorcado por traicionar la confianza dada, ese personero representó la pérdida de la confianza y la asunción de que la representación en unas cortes le pertenece a uno y no a los representados. Cuántas veces se ha visto en este Santo País a cuántos personeros renegar del origen de su voto y enrocarse en el escaño a sabiendas de que la ley que todo lo explica le da la razón. Que, en esta España de político mentiroso y líder cambiante, superficial y asentado en la mentira contingente, el común ha pasado de representado y exigente ostentador de sus derechos, a mero espectador que vuelve al foco de atención cada vez que expira un ciclo electoral. Perdida la alegría de formar parte de la junta, de asomar por las cortes con mil almas a las espaldas, el personero dejó de serlo en el momento en que las organizaciones políticas trasladaron a un cuarto plano la voluntad del común ya no representado, sino olvidado en un claro y flagrante descuido de la esencia de un sistema cada vez más burocrático y profesionalizado, no votándose ya a representantes, sino renovando a profesionales en su puesto de trabajo.
De no ser así, estoy seguro de que estos personeros como aquellos perdidos en la noche de la infamia, rendirían cuentas ante los representados de forma periódica y garantizada por la ley; mantendrían oficina abierta para que el vecino, la paisana, pudiera acercarse a recabar información acerca de la política que comprometió la confianza que pone a cada uno en su sitio y Satán en el de todos. Seguros de defender ante todo ese compromiso, todo personero se sometería a la valoración y enjuiciamiento de su labor según habría de estipular una ley por todos construida. Como hicieron las Cortes castellanas reunidas en Toledo entre 1479 y 1480, al garantizar los juicios de residencia para todo oficial al terminar su mandato, las pesquisas que investigaran a fondo las denuncias contra éste o aquel magistrado y personero o las visitas ante la sospecha de incompetencia o flagrante corrupción.
Y es que, queridos lectores, dejando la horca en la noche de la barbarie humana, un poco de orgullo común deberíamos rescatar de aquellos compadres y hermanas ya perdidos, de modo que se retomara al personero por lo que es y lo que representa, pues, de no hacerlo, dejaremos nuestra voluntad en manos de la nada y no habrá junta capaz de devolvernos a la vida política, por mucho que se esfuerce el Nuevo Mester de Juglaría en recordarnos que, de aquella Castilla, sólo una sombra ha de pervivir.