POR FERNANDO JIMÉNEZ BERROCAL, CRONISTA OFICIAL DE CÁCERES
Las enfermedades infecto-contagiosas fueron consideradas como un «azote de Dios» por aquellos que durante siglos las padecieron. La temida peste negra o las más comunes como la erisipela, el mal de pecho o el tabardillo formaron parte de las emergencias sanitarias que afectaron en mayor o menor medida a los vecinos de la villa cacereña. Ante ello, solo se podía luchar con escasas infraestructuras sanitarias que nunca fueron suficientes para paliar las angustias y sufrimientos que acompañaban a los más desfavorecidos, los que tenían menos defensas tanto higiénicas como sanitarias para defenderse de situaciones que diezmaban el vecindario de los pueblos.
Son especialmente crueles las últimas décadas del siglo XVII. La peste de 1649 se inicia en Andalucía y se ceba con la capital Sevillana que pierde casi la mitad de los vecinos. Esta situación sirvió para que desde la Corte se instruyeran órdenes para controlar la sangría humana que suponía la peste, una desolación que circulaba por diferentes puntos de Andalucía y Extremadura. La medida principal que se plantea es el aislamiento de la villa para los productos y personas venidas de fuera, una medida que no siempre consiguió los resultados deseados, pues se podía infringir de diferentes maneras.
El 14 de Agosto de 1650 se produce un hecho inédito en Cáceres, era encausado un noble local por haber permitido el acceso ilegal a la ciudad de dos mujeres venidas de fuera. Cuando se tienen noticias que en la casa de Maria ‘la Picona’ en la calle Hornos viven dos mujeres llamadas Inés de Cuellar, natural de Alburquerque y Clara de Vargas, natural de Toledo, el corregidor ordena su detención e interrogatorio para saber cómo han podido entrar en la ciudad.
Según relatan las propias afectadas, habían llegado a Cáceres en la noche del día anterior y se habían quedado en el convento de San Francisco. Al llegar el día, con ayuda del noble local Alvaro de Ulloa y Carvajal, consiguieron penetrar en el recinto urbano por la puerta del agua- el arco del Cristo- que solo se abría para el acceso de aquellos vecinos que acarreaban el agua desde Fuente Concejo. Son condenadas al destierro inmediato a un lugar alejado 7 leguas de la villa, advirtiéndole que en caso de reincidencia serán castigadas con pena de vergüenza pública.
El noble por su parte es encerrado en la cárcel del concejo y se le pone una multa de 4.000 maravedíes. Un hecho extraño en una ciudad donde la nobleza local no solía responder ante nadie, menos ante la autoridad municipal, de sus excesos. Aunque cuando rondaban pestes y muerte parece ser que las inmunidades se percibían de otra manera.