POR JOSÉ MARÍA SUÁREZ GALLEGO, CRONISTA OFICIAL DE GUARROMÁN (JAÉN).
(Consejero de número del Instituto de Estudios Giennenses (CSIC), coordinador de su Sección de Cultura de los Alimentos y Gastronomía, cronista oficial de Guarromán y de la Aldea de la Mesa (Carboneros), presidente de la Academia de Gastronomía y Cultura Tradicional del Alto Guadalquivir, y director del Seminario de Historia y Cultura Tradicional “Margarita Folmerin”)
Una de las tradiciones que es muestra viva de la amplia diversidad cultural que sustenta los referentes de la identidad jiennense, es la fiesta del “Pintahuevos”, que aún se celebra en la Comarca Norte de nuestra provincia cada domingo de Resurrección, y que trajeron, junto a las esperanzas puestas en una nueva tierra prometida, aquellos colonos centroeuropeos que repoblaron Sierra Morena a partir de la promulgación del Fuero de Población de 1767. En ella se pone de manifiesto como un modesto huevo puede haberles sugerido, a prácticamente todas las culturas significativas de la Humanidad, la teoría primera del origen del Universo y las claves de su constante renovación.
En la vieja Alsacia, región que hoy pertenece a Francia pero que en el siglo XVIII era territorio alemán, se cuenta una antigua leyenda según la cual San Pedro cuando iba a visitar la tumba de Jesucristo, dos días después de haber sido crucificado, se encontró en el camino con María Magdalena que le dijo con gran alborozo que Cristo había resucitado. El apóstol desde su incredulidad –sigue contando la leyenda– le contestó de esta forma: “¡Ya!, creeré que eso es cierto cuando las gallinas pongan los huevos de color rojo”. Entonces, María Magdalena, abrió el delantal que llevaba recogido entre las manos y le mostró una docena de huevos de un brillante color escarlata, que acaba de recoger del gallinero de su casa. Se tiene noticia de la existencia, en un monasterio griego, de un cuadro en el que se recoge este hecho. Como puede suponerse esta historia no está recogida en ninguno de los cuatro Evangelios canónicos, ni forma parte tampoco de los llamados apócrifos, sino que se trata de una narración perteneciente al folclore y la cultura tradicional de algunas regiones de Alemania, Francia, e incluso Rusia, recogidas tanto por católicos como por ortodoxos.
Bastantes alsacianos y bávaros dieron vida en el siglo XVIII a las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena, cuando vinieron a la llamada de la colonización auspiciada por el rey Carlos III. Junto a sus pocos enseres y sus muchas ilusiones trajeron esta leyenda y, sobre todo, la tradición de pintar huevos el domingo de Resurrección; costumbre que en Guarromán y Carboneros es conocida como pintahuevos; chocahuevos o cuca en Aldeaquemada; rulahuevos en Santa Elena, y domingo de los huevos pintaos en Venta de los Santos, aldea de Montizón, todos ellos en la provincia de Jaén.
Desde aquel 3 de abril de 1768, primer Domingo de Pascua que los colonos centroeuropeos celebraron el pintahuevos en su nueva tierra andaluza, los guarromanenses, entre otros, han conmemorado la Resurrección de Cristo acudiendo cada año al paraje denominado “Piedra Rodadera”, y portando cestillos de huevos pintados de vivos colores, que a la hora de la merienda suelen acabar formando parte de una pipirrana de pimientos asados y mucho aceite para mojar. Aquellos colonos, como ahora sus descendientes, además de pasar un día de campo con su familias y vecinos, revivían el ancestral rito del eterno renacimiento del Cosmos, el estallido vital de la primavera a través de la Resurrección de Cristo, que en sus últimas raíces no encierra otra cosa que el deseo y la esperanza de la propia resurrección de cada cual. Las ocho generaciones que nos separan de los primitivos colonos centroeuropeos han diversificado los colores dados a los huevos, que en un principio solían ser amarillos si se cocían con paja, o morados si se dejaban hervir con la piel violácea de las cebollas, o rojos cuando se impregnaban del tinte que soltaba una tela de este mismo color mojada en agua hirviendo. Hoy los colores son más vistosos, los dibujos más elaborados, y los colorantes más inocuos al ser tratados con productos aptos para ser ingeridos.
Que la tradición nos la dejaron esos jiennenses de ojos claros y pelo rubio traídos por Pablo de Olavide, nos lo confirma el hecho de que en Cañada Rosal, en la provincia de Sevilla, y otra de aquellas «nuevas poblaciones» de Carlos III, se celebra el domingo de Resurrección la fiesta de los huevos pintaos, en la que los niños pasean los huevos cocidos y coloreados en unas artísticas bolsas de crochet que les hacen sus abuelas para ese día y con ese motivo.
Los orígenes de esta tradición hay que buscarlos en la circunstancia de que cada año, el primer domingo después del plenilunio inmediatamente posterior al equinoccio de primavera, cuando el sol entra en Aries, se celebra la Pascua de Resurrección. El estallido de la primavera ha sido festejado por todas las civilizaciones, por todas las manifestaciones culturas, bajo las claves del eterno nacimiento cosmogónico, es decir, el volver a nacer todas las cosas, el resucitar, en suma, de la muerte invernal todos los árboles que perdieron sus hojas en el otoño. Es la llegada del verde de la vida, de los verdes apagados que renacen. Es la repetición del nacimiento ejemplar del Cosmos. Y prácticamente todas las culturas han visto en el huevo el símbolo mágico de la esperanza en un «más allá», el emblema de la vida, precisamente cuando la vida renace, como lo hace de forma sublime en primavera.
En el antiguo Egipto ya denominaban el Universo como «el huevo concebido en la hora del Gran Uno con la fuerza doble». Por su parte los fenicios sostenían que la noche, principio de todas las cosas, había engendrado un huevo de donde había salido todo el género humano, mientras que los chinos creían que el primer hombre había nacido de un huevo que llegó del cielo y cayó sobre las aguas, lo que ha hecho que algunos crean el origen extraterrestre de la vida en este planeta. Las mismas creencias sostienen y profesan las civilizaciones de Oceanía cuando de la concepción del Universo se trata. Para Orfeo, el mundo nace de un huevo inmenso que encerraba el caos, de donde salió todo lo creado. La inefable filosofía del pintor Dalí, exponente del surrealismo del siglo XX, también se ha adentró por los vericuetos escarpados del huevo cosmogónico. Sólo hay que ver las almenas ovoideas de Torre Galatea, o la casa del pintor en Cadaqués, o algunas de sus obras, para adentrarse en el llamado “huevo cósmico”.
Entre la Historia y la Leyenda comprobamos como Helena, la de Troya, nace de un huevo de Leda que fecundó Zeus convertido en cisne. En Roma, en las fiestas de la diosa Ceres, se preparaba una gigantesca tarta con cien huevos que las matronas, vestidas de blanco, llevaban al santuario. Esta festividad se celebraba en el mismo tiempo que ahora conmemoramos las fiestas pascuales de la Semana Santa.
También en Roma los huevos se ofrecían en los banquetes funerarios y se adornaban con ellos los cuartos mortuorios, como un símbolo de vida y esperanza de resurrección. Pero estos ritos supersticiosos fueron, con el paso del tiempo, cediendo paulatinamente ante los ritos cristianos, e incluso mahometanos, que los incluyeron en sus ritos y costumbres. Era corriente en la antigua Persia, por citar otro ejemplo, que el regalo típico de Año Nuevo -la fiesta de Nuruz- fueran huevos, generalmente de color escarlata, festejo conocido como la fiesta de los huevos rojos. Para los hebreos, que comenzaban con los preparativos del ritual de la Pascua el 10 de nisán y concluían con la inmolación del cordero que debía ser consumido por completo en la noche del 14, en el primitivo ritual no aparece el huevo, sino tan sólo el cordero, el pan ácimo y el vino que se bebía en cuatro ofrendas, según el ritual del Hallel.
La primera noticia que del huevo se tiene en la simbología cristiana data de las tumbas de los primeros mártires, en Roma, en las que aparecen huevos de mármol que fueron pintados de escarlata: eran los ova ígnita, los huevos ardientes, las almas candentes de los mártires.
Con posterioridad, en contacto con los pueblos germánicos, se adopta la costumbre de bendecir el Viernes Santo huevos duros teñidos de rojo en evocación de los misterios sangrientos de la Pasión. Estos huevos eran regalados el Domingo de Resurrección, con lo que la costumbre más próxima a nuestros días va tomando forma y cuerpo de tradición. Incluso en ciertos lugares alpinos, el regalo de los huevos toma el mismo carácter que para nosotros tiene la festividad de Reyes Magos. Esta tradición va sustituyendo en Centroeuropa los huevos de gallina por los elaborados con azúcar, caramelo, guirlache y chocolate, siendo este último el que decorado de una forma fantasiosa se ha impuesto en la mayor parte de Europa, pasando en cierto modo a simbolizar la Pascua. Pero donde el huevo pascual tuvo mayor solemnidad fue en la Pascua rusa dentro de la suntuosidad del rito ortodoxo. Durante tres días se consumía y se compartía con los amigos el cordero pascual guisado con mantequilla y huevos duros pintados de escarlata, bendecidos por el pope de la parroquia. Junto al cordero se preparaba un pastel, el Paskha, en forma de tronco de pirámide hecha de queso fresco perfumado, con vainilla y frutas confitadas. Este pastel llevaba la inscripción de Khristos voskrossé (Cristo ha resucitado), que era la gloriosa salutación entre amigos y familiares en la mañana de Resurrección.
En la comarca de las Nuevas Poblaciones de Sierra Morena ha quedado la llamada “pipirrana de pintahuevos”, con mucho aceite en el que mojar, pimientos asados, atún y los huevos pintados, pero, sobre todo, el deseo de compartir un día de campo con los parientes y paisanos para celebrar que Cristo ha resucitado, y que la primavera, puntual a su cita, ha vestido los campos de verde y ha hecho resurgir la esperanza que mueve el mundo como una noria. A unos cangilones le suceden otros… El eterno retorno. El perpetuo renacimiento.
Sacra Conversazione (Sacra Conversación), pintado por Piero della Francesca en 1472 (tal vez pudo ser también en 1474). Se trata de un oleo sobre tabla (248 x 150 cm) realizada para la iglesia franciscana de San Donato degli Osservanti, en la que durante algún tiempo estuvo sepultado el duque Federico de Montefeltro, que aparece en el cuadro de rodillas ante la Virgen y ataviado con la armadura guerrera. En 1811 llegó a Milán por las incautaciones realizadas por Napoleón, exponiéndose en la actualidad en la Pinacoteca de Brera, en la misma ciudad milanesa.
El huevo que cuelga de una viera (símbolo de fecundidad), en la parte superior, ha sido objeto de múltiples interpretaciones: Puede ser tenido como símbolo de vida o de nacimiento. Su situación justamente en el eje del ombligo de Jesús Niño, con la inclusión de un collar de coral rojo que porta sobre su pecho (símbolo premonitorio de la sangre derramada en la futura crucifixión), representa aquí la esperanza en la resurrección y la misión salvífica de Cristo. Este cuadro inspiró la obra de Dalí titulada la Madonna de Port Lligat, en la que el huevo que pende de la concha de una vieira sigue estando en el eje del ombligo del Niño, tal vez con el mismo significado dado por Piero della Francesca, pero representando al “huevo cósmico” tan presente en la obra daliniana.
Madonna de Port Lligat (1950), de Salvador Dalí, en el que aparece el huevo pendiente de un hilo atado a una concha de molusco –símbolo de la fecundidad— en una composición que nos recuerda bastante la estructura de la Sacra Conversazione de Piero della Francesca, aunque, lógicamente, con bastantes elementos surrealistas del propio Dalí.
* Consejero de número del Instituto de Estudios Giennenses (CSIC), coordinador de su Sección de Cultura de la Alimentación y Gastronomía, cronista oficial de Guarromán y de la Aldea de la Mesa (Carboneros), y director del Seminario de Historia y Cultura Tradicional “Margarita Folmerin”.