POR ANTONIO ORTEGA SERRANO, CRONISTA OFICIAL DE HORNACHUELOS (CÓRDOBA)
Buenos días Córdoba, es cuanto se me ocurre decir, cuando al levantarme por las mañanas, desde mi terraza, puedo ver el maravilloso paisaje de esta ciudad nuestra, con un fondo de los ondulados cerros de su vasta e inmensa campiña, que cuando el sol resplandeciente baña tanto a la ciudad, como sus verdes y amarillos campos sembrados de trigales y girasoles, que nos invitan a visitarla, a quererla, a pasear por su amplias avenidas y Bulevares, por la ribera del río Guadalquivir que la circunda, con meandros de sus cristalinas aguas, que al comenzar el declive de la tarde, llenan sus setos repletos de gaviotas, garzas bueyeras y espurgabueyes, esas aves que acurrucadas como bolas de algodón se asemejan a la blanca nieve, el prehistórico puente romano con la figura del Arcángel San Rafael su Perpetuo Custodio, que mira al caudaloso río con ternura, como agradeciendo haberle dado la oportunidad de pescar el pez que lleva en su mano izquierda. La majestuosa y eterna puerta que construyeron los romanos, para conmemorar su victoria, la que demostraba su poder y manifestar, por y para la eternidad, lo que ellos aportaron a la Corduva de aquella época.
Esta Córdoba milenaria, desde su nacimiento se introdujo en los anales de la historia, pura y virgen como una novia vestida de blancos tules, ó como una reina ciñendo su corona de piedras preciosas y brillantes destellos. Si volvemos la vista atrás, ¿quién se atreve a decir lo que fue y lo que es Córdoba? La Córdoba que fundara en el siglo II a. de C. Claudio Marcelo, por lo tanto romana. La Córdoba Visigoda, la omeya del Califato, la de la Basílica de San Vicente y después Mezquita Aljama, como ya se ha dicho, la histórica ciudad Palatina de Medinat Al-zahra, esa bellísima casa-palacio, conocida mundialmente como Medina Azahara, hoy sus ruinas, se están rehabilitando, ya que fue destruida entre los años 1010 y 1013. Y que construyera Abderramán III, allá por el año 936 para descanso y deleite de su idolatrada Azahara, pero sólo existía un problema, para que la bellísima favorita del califa disfrutara de la máxima felicidad, añoraba la nieve de la sierra de Granada, y aún se pueden escuchar las palabras del hombre más poderoso de la tierra: “Yo haré, para ti, mi Sultana, que caiga la nieve en Córdoba”, y sembró todo el valle de almendros y al florecer en enero, desde el mirador del palacio, Azahara decía: Mi Señor, mi amor, mi más deseado de los hombres, ha cumplido tu palabra: “Estoy viendo a Córdoba nevada”. Y ese día el amor que ella sentía por Abderramán, se convirtió en complacencia y felicidad. De esa forma, en el confín situado en la falda del Monte de la Novia, brilló el amor y la lealtad de los dos enamorados, y que aún hoy, en ella, quedan resquicios del esplendor y la maravilla deslumbrante que fue en su día. La de infinitos títulos de gloria, en la que la luna con su halo de señora de la noche, va girando en el cielo el entorno de su muralla de fábrica imponente. La que un caudaloso río, el Guadalquivir, bordea en su parte sur, acero desenvainado de su monte alto con jarales, pinos, encinas, acebuches, algarrobos, madroñeras y monte bajo, que nunca se separa de su lado; donde la rueda o noria de la Albolafia daba vueltas mesuradas con un ritmo perfecto y prolongado, subiendo en sus canjilones el agua para regar los bellos jardines de la margen derecha del río, la que tuvo la osadía de molestar a la “omnipotente” Isabel la Católica cuando dormía, la que pronunciaba un continuo gemido, como el recuerdo nostálgico del primer amante. La que como una corona, embellecida por la plata dulce de la lluvia, que bien puede desdeñar la de Cosroes y Darío; donde los arcos del puente romano, que se extienden desde el Alcázar a la Calahorra, se asemejan a una caravana de incontables artiodáctilos al vadear el río. La que guarda con verdadero celo los vestigios que quedaron del gran Almanzor, paladín de la guerra santa, guerrero entre los guerreros y caudillo entre los caudillos, y que aún se exhala el fragante perfume de sus gestas, cuando hace pocos días, se han cumplido los mil años de su muerte. La Córdoba, a la que bajan las nubes generosas que vienen a visitar a sus novios, los arriates, tupidos de claveles, clavellinas, gitanillas y otras plantas de exuberante belleza, a las que le traen perlas que a puñados esparcen por el suelo; donde el viento del cierzo, ese vientecillo septentrional, girando cada mañana y tarde en torno a los árboles frondosos, en los que se aprecia el balanceo de las ramas, embriagadas sin estarlo; donde el aura apacible besa con su soplo los labios de las margaritas cuando viene a visitarlas el alba, y los corazones de las celosas estrellas se estremecen de envidia. La Córdoba en la que como una gran señora habita la vieja, pero escultural Mezquita, de espacioso recinto y esbelto alminar, hoy convertido en torre de catedral, que miraría con desprecio y desdén al palacio del califa al-Walid. La Córdoba en la que en su extensa campiña las lomas que levanta la reja del arado se yerguen como gibas de camellas meharíes, y los surcos de tierra, suaves como los vientres de las vírgenes están prestos a recibir la semilla y las nubes cargadas de lluvia. En la que se alzan los elevados cipreses, cuyas copas sirven de guía para elevar las plegarias al cielo y a cuyos pies corretean arroyuelos alocados. La de Séneca y su Foro Romano; la de don Luis de Góngora y Argote, el preclaro poeta que convivió con tres dinastías de “Felipes”, el II, III y IV, el que fuera contemporáneo de Miguel de Cervantes y sus más encarnecidos oponentes Lope de Vega y Quevedo, el de la Ninfa Galatea y el Monstruo Polifemo, el de los poemas satíricos y ocasionales, el de los bellos sonetos y las inacabadas Soledades, el que al contrario de Lope y Quevedo, fue admirado por poetas como: Pedro Soto de Rojas, Juan de Tassis, Pedro Valencia y Hortensio Paravisiano en España y Sor Juana Inés de la Cruz y Juan Espinosa en América. La de Antonio Fernández Grilo, el poeta que mejor supo cantarle a las Ermitas “Hay en mi alegre sierra, sobre las lomas, / unas casitas blancas como palomas / le dan dulces esencias los limoneros, / los verdes naranjales y los romeros. / Allí, junto a las nubes, la alondra trina; / allí tiende sus brazos la cruz divina. / La vista arrebatada vuela en su anhelo / del llano a las ermitas, de ellas al cielo. / Allí olvidan las almas sus desengaños; / allí cantan y rezan los ermitaños. / El agua que allí se oculta se precipita / dicen los cordobeses que está bendita. / Prestan a aquellos nidos, dicen los cordobeses los Querubines. / Guirnaldas las estrellas, mantos las nubes. / ¡Muy alta está la cumbre, / la cruz muy alta / para llegar al cielo, cuan poco falta!”. La de Julio Romero de Torres, el pintor de la Chiquita Piconera, de la “Soleá”, del “Fandango”, del amor gitano, de los ojos negros, de las reyertas y los lamentos, de la guitarra y los vivas al pelo, etcétera. La Córdoba de los Santos Lugares, donde en su bendita y maravillosa sierra, surgen como palomas blancas en la frondosidad de la naturaleza, como corona de sus altos montes, el extinto desierto de San Bartolomé; el Desierto de la Virgen de Belén, cobijo de la Virgen que lleva su nombre y sus ermitaños vestidos con hábitos de color marrón y capucha. La de los padres Dominicos, con sus blancas y recónditas ermitas; del Santuario de Santo Domingo de Escalaceli, hogar y descanso eterno de nuestro San Álvaro de Córdoba; la del Monasterio de Linares, en el que se venera a la Virgen Capitana, la que trajera consigo a su grupa el rey Fernando III “El Santo” desde tierras castellanas. La de los Jerónimos que guardan con verdadero celo, dándole incluso posibilidad de misterio, del Monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, y como no. Y sin lugar a dudas, la más cantada por los poetas aborígenes y foráneos.
La Córdoba de las diez fuentes más hermosas que puede poseer una ciudad, como son: la fuente de la Plaza del Potro, que data de 1577, siendo rey de España Felipe II y mandada construir por el corregidor Garci Suárez Carvajal y en la que las mozas cordobesas llenaban sus cantaros de de sus caños, usando unas largas cañas porque no llegaban a su altura; la fuente de la Piedra Escrita, de estilo barroco, situada en la esquina de la calle Moriscos con la calle Cárcamo, fue construida en el reinado de Felipe V, siendo corregidor D. Juan de la Vera y Zúñiga, Caballero de Orden de Santiago; la fuente situada en la plaza del Vizconde Miranda; la fuente de la Plaza del Cristo de Gracia o Jardín del Alpargate, en la que a su lado se encuentra un pequeño Triunfo de San Rafael; la fuente de la Plaza de las Tendillas, que está presidida por la estatua ecuestre del Gran Capitán y que cuentan los más antiguos cordobeses, que su blanca cabeza, el escultor tomó como modelo la Lagartijo, el gran torero nacido en nuestra ciudad, fue construida bajo la dirección del arquitecto D. Carlos Font; la fuente de los Jardines de Colón, frente al Palacio de la Merced, fue construida bajo la dirección del escultor D. Rafael del Rosal; la fuente de la Fuenseca, en calle de Juan Rufo y que está coronada por la imagen de San Rafael Arcángel y flanqueada por dos faroles; la fuente de Santa María, situada en el Patio de los Naranjos de la Mezquita Catedral de Córdoba, de estilo barroco, fue construida en 1741, bajo la dirección del Maestro Mayor de la Catedral D. Tomás Jerónimo de Pedrajas, también llamada “La fuente del Olivo”, debido a que junto a ella se encuentra un olivo milenario; la Fuente de la Plaza de la Almagra, bajo la dirección del escultor Juan de Mesa y por último la fuente de la Plaza de San Andrés, fue creada en 1664 para situarla en la Plaza del Salvador y dos siglos después fue trasladada a su emplazamiento actual. Estuvo coronada por el Escudo de España con el Águila Imperial, aunque este escudo fue destruido para borrar el recuerdo de Napoleón Bonaparte.
Y no sería justo si nos dejáramos en el tintero, u obviáramos las monumentales iglesias Fernandinas, las que en Córdoba se conocen además como “Iglesias de la reconquista” aquellos templos cristianos que fueron mandados constituir por el rey Fernando III “El Santo”, tras la conquista de la ciudad en el siglo XIII y que la misión de cada una de estas iglesias era doble. Por una parte, la de ser centros espirituales de la urbe, funcionando como iglesias, y por otra, ser los focos administrativos de la ciudad de Córdoba, siendo cada una de ellas cabeceras de los barrios o collaciones en los cuales se dividía la metrópolis desde la Edad Media y que continuó hasta el siglo XX y sucesivos. Dichas Iglesias, después de estudiadas por técnicos competentes, se suelen catalogar como mudéjares. Presentan elementos del tardo gótico, gótico y con frecuencia del Cister. Pero al tratarse de edificios de planta basilical, de tres naves, más alta y ancha la central. Las naves se dividen mediante arcos doblados de medio punto, que cargan sobre pilares compuestos, con columnillas adosadas y sencillos capiteles de decoración vegetal. Las naves se cubrían con artesanado mudéjar, policromado, muchos de los cuales fueron sustituidos por bóvedas, la cabecera es triple y absidiada, o sea, ábside más pequeño que el principal y generalmente anejo a él y las cabeceras eran cubiertas con bóvedas de crucería de nervio. Las fachadas, tenían contrafuertes de estilo románico, las portadas, sencillas, eran abocinadas y se coronaban con rosetones góticos. Aunque debemos aclarar, que la mayoría de las iglesias fueron modificadas, especialmente durante los siglos XVII y XVIII, añadiéndoles bóvedas que cubrían el artesonado original y revistiendo sus paredes con decoraciones barrocas y al mismo tiempo se les colocaron retablos en los arranques.
A continuación mencionaremos las iglesias construidas: Iglesia de San Nicolás de la Villa; Iglesia de San Miguel; la ya mencionada anteriormente Iglesia de Santa María; Iglesia de San Juan y todos los Santos; Iglesias situadas en la Ajerquía: La Iglesia de Santa Marina; la Iglesia de San Andrés; la Iglesia de San Lorenzo; la Iglesia de Santiago; la Iglesia de San Pedro. Y las ya desaparecidas Iglesia de Santo Domingo de Silos; la Iglesia Ómnium Sanctorum; la Iglesia de San Salvador; la Iglesia de San Nicolás de la Ajerquía y la desacralizada Iglesia de la Magdalena.
¡Córdoba! Tienes además cuánto quieres; un aire luminoso y un lugar, donde posee y se asienta la hermosura y lugares idóneos para sestear, y frondas donde los ruiseñores, alondras y oropéndolas cantan sus bellísimas melodías y cuántas cosas se dicen de modulaciones de distintos trinos y tonos; y hasta los gorriones de graciosa figura posados en los mimbrales que se entrelazan, mecidos por el soplo de la suave brisa y el viento del sur, con el buche lleno de los fértiles granos de trigo que se gestaron en tú campiña dorada, asemejados a perlas que desde el cielo esparcen las estrellas; y abundantes prados, que no saben del maleficio de la sequía para pedir venganza, y sólo tiene que poner a las negras abejas obreras al servicio de los blancos cálices de las flores para fabricar su sin igual producto, la miel, cuando se abren azucenas, nardos y narcisos; y un mar de cereales, de inalcanzables playas y mares de hierba, que jamás consigue atravesarlo quien lo intenta; y el río, serpenteante se pierde en la llanura y los tarajes, dibujando meandros en los que brillan con reflejos de noches de festejos las luces plateadas de las escamas de los peces, y la tertulia nocturna en una taberna de la judería, en la que de vez en cuando se escucha el rasgueo de una guitarra y el “quejío” que sale de una garganta de un hombre o mujer enamorados, o la existente en uno de esos patios que en el mes de mayo se llenan de toda variedad de flores para orgullo de sus habitantes y goce de quienes los visitan. La Córdoba que a diario, recibe con vehemencia, las lágrimas donadas generosamente por el rocío de la mañana, cayendo sobre los pétalos de las rosas y las hojas de los rosales en sus innumerables jardines.
La que cuando se encienden los faroles del Paseo de la Ribera y los situados en el entorno de la Mezquita Aljama, por las calles circundantes y las penumbras se van apoderando de aquellos lugares, y de vez en cuando, se escucha el vuelo suave de una paloma que busca refugio en la cornisa del Arco del Triunfo ó en el Patio de los Naranjos, despierta al cochero de un simón “aparcado” junto a la fachada del Palacio Episcopal. Córdoba se viste con sus mejores galas cuando llega el mes de Mayo, es como una novia que se pone un traje de mil colores, la Córdoba del embrujo, la de los mil y un sueños, comienza su andadura de fiestas desde el resplandor de luz, cuando ésta, hace milagros y los olores y fragancias de la primavera se desatan. No cabe la menor duda, de que estamos hablando de mayo. Cuando nuestra ciudad goza de esa particular huella de los espacios distintos, impenetrables, del pasado de leyenda y del presente un tanto adormecido e incoherente, este es el privilegio con que cuenta nuestra Córdoba, desde los siglos, para el misterio y lo sorprendente. Sus misterios y secretos, están bien guardados y hay que buscarlos y descubrirlos a lo largo del año, con sensibilidad con ternura y delicadeza. Pero existe un mes dentro del ciclo anual, en el qué Córdoba se desinhibe y se comporta con espontaneidad, ofreciéndose a quien quiera saborearla.
Y por último la Córdoba en Mayo: aún siendo paradójico, pero mayo, es el mes que señala a Córdoba con una fiesta sin interrupción, que precisamente tiene su origen en la cruz. La cruz que es símbolo de sufrimiento, porque no olvidemos que en ella fue clavado nuestro Salvador Jesucristo. Pero las cruces en Córdoba no son sólo un símbolo de la Semana de Pasión, también son el sentimiento de la alegría desbordante de los vecinos de un barrio y de las gentes que nos visitan.
Más de un centenar de cruces se levantan a primeros de mayo, en las plazas, calles y lugares más recónditos, a lo ancho y largo de la ciudad, lo que nos da una idea exacta de la arraigada tradición de esta fiesta, no voy a identificar ninguna para no herir susceptibilidades, sólo diré, lo que dije antes, en cada calle, plaza o rincón de nuestro entorno podemos encontrarnos con una. Todas, o cuasi todas, revestidas de claveles, blancos, espurreados rojos y, que como incongruencia, son del color de sangre…
A esta fiesta le sigue otra no menos simbólica y tradicional, como son los patios cordobeses, tan conocidos ya en el mundo al igual que nuestros grandes y emblemáticos monumentos, pues no hay visitante que entre en nuestra ciudad que no se subyugue ante la belleza y esmero que ponen los habitantes de una casa con patio en conservar vivas y florecientes sus macetas.
Si hacemos un poco de historia, los patios de Córdoba vinieron a sustituir al impluvium de las viviendas romanas y los actuales son de remembranzas árabes, construidos para gozo y solaz del espíritu de sus moradores que, cual pequeños sultanes, ocultaban de las miradas inoportunas de los transeúntes su amoroso serrallo o harén de delicadas y bellas huríes de bronceada tez, grandes y negros ojos como el azabache, y labios sensuales. De ellos, existen algunos que van desde el siglo XIV al XXI, cuyas peculiaridades son bien definidas y de tal variedad que no voy a pretender, ni siquiera a intentar describir, porque es tal la diversidad de plantas y arbustos que sería interminable su descripción, pero lo que sí puedo decir, es lo que expresan los visitantes cuando entran en ellos: ¡Esto es inigualable, increíble y ente de ángeles!
Por si alguien no ha reparado en ello, deseo que convengan conmigo que el patio cordobés ha sido y es el recinto sociológico más importante de la ciudad; fue y continua siéndolo, en la mayoría de los casos, el cobijo donde unas cuantas familias, cuasi siempre sin vínculos genealógicos, se han realizado, una tan fuerte e intima simbiosis que, como un sólo corazón, han latido al unísono todos los de la casa cuando la fortuna o la adversidad ha recaído en alguna de ellas; tan es así, que nuestro malogrado paisano Blanco Belmonte, profundo conocedor de la sensible alma cordobesa, escribía el 3 de abril de 1932 en Blanco y Negro de Madrid:
“Excepcionalmente hay casas sin flores, y si se inquiere las causas de la excepción, se encontrará con un motivo sentimental: la niña de la casa está de boda o la mocita del barrio ha muerto. Y entonces hay siega de rosas y claveles en el hogar y viviendas vecinas”
¡¡Qué bonito!! La verdad es que emociona la bellísima aseveración y el realista retrato que con tan vivos colores trazó la magistral pluma de tan excelso como apasionado cordobés. Pero no son menos fehacientes y axiomáticas las que en su día pronunciara Francisco Quesada, otro de nuestros más llorados conciudadano:
“No hay un pedazo de tierra cultivable, o un espacio para acomodado de una maceta, allí el sol y la bondad del clima hacen cobrar la vida a la delicada rosa; y promueve al par, constelación de celindas, de tempranos jazmines y sobre todo, de la graciosa y bullidora geraniácea –la gitanilla-, cuya pequeñez y multiplicidad de colores tanto halago reporta a la vista; o un tesoro excepcional no apreciado hasta ahora como se debiera por su mismo carácter de recogimiento, de romántica intimidad…”
La diversidad de los patios cordobeses, van desde el lujoso y señorial palacete o caserón, hasta el modestísimo y luminoso de las casas de vecindad enclavados en los populosos barrios de la topografía ciudadana, teniendo todos por denominador común.
O como le cantara A. Iglesias Losada:
“Las flores, / eclosión de mil colores; / milagro de las paletas / de mil y mil macetas”.
Y los “Olores, / fragancias que excitan amores, / son aromas primorosas / que dan claveles y rosas”.
Y como no, la tercera fiesta que nos trae el mes de mayo es la Feria de la Salud, aunque es justa la observación de que siempre se celebraron dos, la de mayo y la de septiembre, cuyos antecedentes por ser importantes describiremos lo más exhaustivamente posible, ya que los antecedentes de nuestra actual Feria de Mayo se remonta al reinado de Sancho IV quien, recién coronado en Toledo, a su paso por Córdoba se dio cuenta de ello y como estaba en deuda con la ciudad por haberse pronunciado a su favor en la contiendas por la sucesión al trono mantenida con su padre Alfonso X, en Sevilla, el 5 de agosto de 1284, expidió un privilegio que decía: “Por facer bien y merced al Consejo de Córdova, e por muchos servicios que, le an fecho –dice-, tengo por bien que fagan ferias en Córdova dos veces al año, la una que comience el día de quincuaesma, y la otra primero día de cuaresma, y que dure cada feria quince días, e cualquier que a esta feria viniere con sus mercadurías, mando que vengan salvos y seguros”.
Corrieron los años y así continuaron celebrándose durante los reinados de los Reyes Católicos, doña Juana “La loca”, Carlos I y Felipe II, al que el consejo de la ciudad le solicitó la confirmación del privilegio en vigor, dignándose, estando en El Escorial, el 1º de octubre de 1564, concederle el mismo, confirmándolo en el sentido de que, si alguien osara no cumplirlo, “todas las costas y daños, y menoscabos que por ende recibieredes y se vos recrecieren” habrían de volverle a la ciudad el doble del importe.
Es posible que hasta entonces, o algún tiempo después, las ferias fueran sufriendo algunas alteraciones de fechas, y en los últimos años del siglo XVIII, se celebraban durante los días de Pascua de Pentecostés y el 8 de septiembre.
Sin embargo, a partir de 1789, estas ferias estuvieron a punto de desaparecer, merced a que el primer Alcalde Mayor –es decir, el más antiguo de los tres jueces con que contaba Córdoba- por su cuenta y riesgo, recurrió al consejo real exponiéndole la “multitud de alborotos, ruidos y quimeras” que se producían.
Además de otras alusiones en dicha petición, lo que motivó a Carlos IV, a promulgar un decreto el 1º de agosto de 1789, “suspendiendo la celebración de las ferias hasta que se tomase providencia para evitar dichos excesos”.
Ante tal postura la feria de septiembre de aquel año no se realizó, y el cabildo de la ciudad, el 16 de abril de 1790, acompañando testimonios de los privilegios reales de concesión, amparándose en los perjuicios que con la supresión se les causaba a los labradores, recurrieron al consejo real para que dejara sin efecto la orden; el rey accedió a ello promulgando una definitiva orden para que continuaran, haciendo constar que: “las ferias y veladas que se habían celebrado hasta entonces en los días y estaciones acostumbradas”, con la salvedad de que no duraran más allá de las diez de la noche, cuidando las autoridades cordobesas su riguroso cumplimiento y evitaran los excesos y desordenes, advirtiéndoles que no permitieran “mujeres en los puestos de licores”.
Habiendo cambiado mucho, los tiempos: S. M. la reina Isabel II y por ley de 8 de enero de 1845, se organizaron los Ayuntamientos bajo la dirección inmediata de personas nombradas por el gobierno a los que se les concedían ciertas atribuciones en materias administrativas y de policía urbana, hasta que a inicios del año 1851, siendo alcalde Francisco Portocarrero, a instancias de éste, abordaron de lleno el problema, cambian de nuevo las fechas y el emplazamiento. Tras varios y múltiples inconvenientes, siendo alcalde constitucional don Manuel de Luna y García, quien publica un edicto en el que se cambia la fecha definitivamente y se celebra desde entonces nuestra Feria de la Salud, los días 27, 28 y 29 de mayo.
Y así sucesivamente hasta nuestros días, que se han vuelto a cambiar las fechas y su ubicación, actualmente se celebra en los llanos del Arenal, en donde en otros tiempos se ubicaban huertas y otros cultivos agrícolas.
Todo esto y algo más es Córdoba. Atrás va quedando la historia, pero Córdoba sigue viva, llena de encantos naturales, fascinando cada día a propios y extraños, porque cada mañana se despierta más bella y admirada que nunca.
¡Córdoba!, ¡Qué orgullosa te sentirás, de ser como eres! Que de callada y sola, pasaste a Sultana, de romana a visigoda, de visigoda a mora, de mora a cristiana, de asombrosa a asombrada, de deseada a respetada y para nostalgia de todos, visitada y admirada. Pero por encima de todo, fuiste amante y amada, porque por tu seno pasaron todas las culturas y tus calles y plazas quedaron preñadas de la sin par hermosura, que como una novia vibrante de alegría, cautiva a todos y cada uno de los que te visitan. Y con pesar, porque seguiría hablando de Córdoba, hasta el fin de mis días, termino con este poema, titulado “CANTO A CÓRDOBA”:
Córdoba, romana, mora y cristiana.
Córdoba, asombrosa y asombrada,
cuando en las noches de luna
se traslucen tus murallas,
sobre el tenue azul del cielo
como lanzas musulmanas.
Córdoba, serrana, noble, gallarda.
Córdoba, sutil y enamorada,
joya y cuna de la historia
por mil poetas cantada.
Cabalgan blancos corceles
por tus calles empedradas.
Los jinetes son Califas
y a sus grupas van Sultanas,
con sus cabellos al viento
y una sonrisa en su cara.
Cuando se apaga la noche
y viene apuntando el alba,
surge el alma del poeta
para cantarte sus versos,
con rasgueos de guitarra.
¡Córdoba, si tienes tantas virtudes!
¿Por qué, siempre estás callada?,
Aunque en la historia tú seas
¡Romana, visigoda, mora y cristiana!
¡¡Córdoba, Bendita seas!!