POR EDUARDO JUÁREZ VALERO, CRONISTA OFICIAL DEL REAL SITIO DE SAN ILDEFONSO (SEGOVIA).
Eran los romanos muy precavidos en aquello de otorgar el voto. Taimados frente a los trúhanes aventureros, escamados por los déspotas reyes de un pasado mítico, impusieron la poco comprensible costumbre de impedir que aquellos implicados en el comicio que tocara pudieran pedir de viva voz el ser elegido. Silenciada la petición explícita del voto, lo único que se les permitía era pasear por los foros, centro de la actividad política, vestidos con una toga tintada de blanco sucio crudo que recibía el nombre de cándida. De modo que, identificados por su vestimenta como candidatos, confiaban su convocatoria social al prestigio del séquito que les acompañaba en aquellos paseos electorales donde nadie osaba abrir la boca más allá de la felicitación cómplice o la denigración antagonista.
Y, aunque aquel ritual acabara por prostituirse, dejando que la corrupción de las formas primigenias ensuciara todo hasta alcanzar el más deleznable grado de perversión política y social, aquellos antiguos romanos, dueños del mundo conocido, consiguieron implementar por un instante un modelo social difícilmente repetible. Sé que aquella República aristocrática militarizada terminó por enfangarse en una monarquía encubierta que derivó el antaño patrón en corruptela social explotadora del éxito individual a costa del esfuerzo colectivo que había construido un ejemplo perdurable por casi mil años. Incluso en el peor de los momentos, trataron de mantener que la forma y el modo de acceder a la política se fundamentara en el triunfo del prestigio social.
Pasados los siglos y destruidos mil y un modelos políticos, en toda sociedad que ha existido y que lo pueda hacer en un incierto porvenir, se ha seguido sustentando la elección de representantes y, por ello, la cesión de la parte de soberanía que nos toca mediante ese prestigio social que impelía los ciudadanos romanos embutidos en las cándidas a pasear orgullosos su bien ganado éxito como carta de presentación ante los comicios. Héroes de las campañas de conquista y exterminio al estilo de Cayo Julio César; abogados imbatibles e imbuidos de una arrogancia supina, aunque tuvieran una verruga en la nariz, como Cicerón; o ídolos del populacho, fuera éste aristocrático para Cneo Pompeyo o plebeyo, en el caso de Gayo Mario; esos líderes mudos conjugaron un lenguaje político donde la apariencia de una esperanza en un futuro esperanzador servía para que los administrados entregaran la confianza no pedida.
Para nuestra desgracia, en algún momento del pasado, sometidos los subyugados súbditos a las herraduras de cientos de caballos montados por reyes coronados de la gracia divina, ídolos mesiánicos o místicos representantes del dios de turno, a la hora de volver a compartir el poder con todos los que siempre lo soportaron, se consintió en que fuera la voz del postulante lo que convenciera al vulgo de regalar voto y hacienda. Sometidos, por consiguiente, al imperio de la falsedad y la promesa incumplida; al ejercicio de la fantasía utópica como meta futura y premio al acatamiento de la voluntad del común; a la ilusión de que, más allá de la mentira, puede construirse una verdad, las sociedades han venido soportando cómo poco a poco el ejercicio de la política ha terminado por convertirse en esa aberración sujeta a la mentira que soporta las élites manipuladoras y que conocemos por politización. Del ejercer el poder entregado por el pueblo con el objetivo principal y rector del bien común dentro de la legalidad establecida por un marco jurídico-administrativo asumido por todos, hemos llegado a un punto donde ese entramado corrupto y traicionero, envuelto en falsedad y promesa imposible de cumplir, ha acabado infectando toda la estructura que conforma el Estado, cobijo y protección de los prevenidos engañados, que habría dicho María de Zallas.
Las sociedades han venido soportando cómo poco a poco el ejercicio de la política ha terminado por convertirse en esa aberración sujeta a la mentira que soporta las élites manipuladoras y que conocemos por politización
Así, en esta distopía terrible en la que acabamos por vivir, el Estado y su organización acaba por ser politizado, siendo adláteres de los líderes electos los que copan tanto las altas como las medias y bajas magistraturas del entramado estatal, incapacitándolo para la ejecución del fin básico para el que fue constituido; pues, no hemos de engañarnos, el organismo que infecta una organización busca una forma natural de perpetuarse, dado que la maldad inherente que le conforma es su razón de ser. Como rebote a este proceso de infección, politizado el Estado, los electos, aquellos que deberían ser políticos comprometidos con ese cada vez más irreal bien común, terminan por profesionalizarse, generando una paradoja sin igual en nuestra cada vez más involucionada sociedad.
Aún así, uno que es optimista por eliminación plausible, tiende a pensar que, como ocurre con lo natural, las estructuras vivas tratan de recuperar el orden del que partieron, aunque sea de forma drástica y, por qué no decirlo, violenta. En el caso de esta enfermedad que porta la politización, parece que precisaría de un proceso largo de recuperación, donde se empezara por volver a la profesionalización de las estructuras del Estado impidiendo que ocurriera lo mismo con la política. Limitar en el tiempo toda responsabilidad proveniente de elección alguna sería el primer paso. Asumir que ninguna magistratura electiva del Estado pueda siquiera consolidarse en persona alguna acabaría por romper la conexión entre los electos institucionalizados y sus redes clientelares colonizadoras de lo público.
No me cabe duda de que sería aquel un proceso de larga convalecencia y permanente lucha que impidiera recaída alguna, por leve que fuera. Sinceramente, poco creyente que soy y más con las cosas que han de asociar tiempo y voluntad colectiva, no veo mucho futuro en esta previsión. Mas, siendo honestos con el pasado y partiendo de que lo bueno y justo nunca se olvida del todo, habré de obligarme a dejar una página en blanco que pueda rimar un colofón digno de culminar tan saludable deseo.