POR ANTONIO LUIS GALIANO, CRONISTA OFICIAL DE ORIHUELA
El culto a la muerte se manifiesta de muy diferentes maneras según cada cultura. La forma de vislumbrar el más allá y lo que sucederá allí, solo la fe y las creencias son capaces de plantear una perspectiva a los creyentes. He de reconocer que, hace años siendo joven no me importaba acudir al cementerio cuando el cadáver de alguna persona amiga o algún familiar iba a ser inhumado. Incluso a veces he acudido a ese lugar silencioso a constatar datos que se desprenden de las lápidas para el estudio de la vida de algún personaje. Sin embargo ahora, tal vez porque veo el asunto no tan distante sino más bien a media distancia, me cuesta ir cada vez más, y deseo que sean muchos años los que tarde en cruzar obligado por el tránsito de la vida a la muerte, su puerta principal de hierro forjado, trabajada en 1962 por Rosendo Más, aquél que fue inmortalizado por Miguel Hernández, al que tanto debe Orihuela, en su ‘Himno a la Repartidora’. Cruzar obligado, como decía, por esa puerta en la que campea un bajo relieve de mosaicos representando a La Piedad, obra del valenciano Vicente Rodill, por encargo del entonces administrador del cementerio, Fernando Brú Giménez.
Puedo asegurar que no es miedo; es respeto. De igual manera que, cuando en alguna iglesia encuentro restos humanos, ya sea en relicarios o en altares expuestos a veneración pública no me dan aprensión, sino, insisto, respeto, a pesar de que a veces los vemos materialmente disfrazados bajo mascarillas de cera mortuoria, como si acabaran de ser sometidos a un tratamiento de belleza.
Pero a la muerte se la trata según culturas, y a los restos humanos se les da diferentes usos y cultos. Sin ir más lejos podemos recordar la Capilla de los Huesos de Évora, cuyas paredes y columnas están revestidas sin dejar ningún resquicio con restos oseos, y que nos recibe con la lapidaria frase que traducida del portugués nos dice: «Los huesos que aquí estamos los vuestros esperamos». Recordamos también la presencia de las calaveras de los antepasados presidiendo en la sala común de la vivienda en algunos pueblos andinos, como señal de protección a la familia.
Pero nuestro asunto es más cercano. Situémonos en nuestro camposanto, ahora que se acometen obras para la nueva construcción de una de las galerías con lo que conlleva no solo de gasto económico, por cierto bastante elevado, sino lo que supone para los familiares, extraer, introducir, volver a sacar e inhumar de nuevo los restos de sus antepasados. Mas al margen de ello, que no hay más remedio salvo que vayan a parar al osario común, si deambulamos por el cementerio oriolano encontraremos uno de los edificios más antiguos de la ciudad de los muertos. Me estoy refiriendo al Panteón de los Canónigos, del que ya traté allá por 1992 en ‘La Lucerna’, que comenzó a construirse el 27 de enero de 1807 habiendo sido comisionados por el Cabildo Catedral, José Ignacio de Plandolit y Pedro de Goyeneche. En su cripta fueron inhumados los restos de José Guillén, cura de la Catedral, que según se desprende de la lauda falleció a causa de la epidemia de fiebre amarilla que sufrió Orihuela en 1811. Allí fueron también depositados los cadáveres de los canónigos Juan Hervás y Domingo Franco que murieron por la misma causa. En las lápidas se indica textualmente: «Está cerrado para siempre por disposición del Gobierno. Jamás será permitido levantar esta cubierta sin incurrir en las penas establecidas contra los que ocasionan los contagios. Orihuela, 27 de octubre de 1816». En ese mismo año, aunque meses antes, las actas municipales nos llevan al 29 de mayo, y en la sesión celebrada en dicha fecha se vio un oficio de la Junta Superior del Reino de seis días antes en referencia a que el Cabildo Eclesiástico insistía en habilitar su panteón, obligándose a tapiar con una pared o con el procedimiento que se estableciera aquellas casillas en las que «se ‘allan’ los cadáveres de los que murieron de epidemia». Ante ello, se acordó oír la opinión de los «físicos de esta Junta» y no tomar ninguna decisión hasta tener su dictamen. El 6 de junio, se tuvo conocimiento del informe de los médicos Sebastián Barceló y Vicente Espí, que formaban parte de la Junta de Sanidad, acordándose al respecto por «unánime voto» que se habilitara el Panteón del Cabildo en los términos que determinaban los facultativos, dando comisión a los físicos Tomás Soler, regidor, y Pedro Soto, diputado para que dispusiesen dicha habilitación. Sin embargo, respecto al traslado del cadáver del canónigo doctoral Fons, hasta que no se preparara el panteón no se debía de dar sepultura a cadáver alguno.
Según Julio López Maymón, el citado panteón fue necesario reconstruirlo en 1875 por encontrarse en mal estado, estando las obras a cargo del maestro Manuel García. En los meses de marzo y abril de 1988 por iniciativa del canónigo Antonio Roca Cabrera se volvieron a ejecutar obras, que se realizaron en dos fases, concluyéndose en el mes de enero de 1992.
Suponemos que los cadáveres de aquellos eclesiásticos que se vieron afectados por la epidemia debida al mosquito ‘Aedes aegypti’ permanecerán aún allí. Pues ahora, con más años, no me apetece bajar a la cripta del Panteón de los Canónigos para comprobarlo. No por miedo, sino por respeto, y porque me va costando cada vez más acudir al cementerio. R.I.P.
Fuente: http://www.laverdad.es/