POR FRANCISCO SALA ANIORTE, CRONISTA OFICIAL DE TORREVIEJA
Que el pueblo se cae se puede observar sólo echando un vistazo; los edificios protegidos los primeros. El antiguo ‘Hotel Gómez’, antes añeja posada del tío Parejo, se viene desmoronando por su lado del mediodía y la fachada, policía y bomberos después de supervisar la edificación instalaron vallas y cintas para ‘evitan’ que se transite por la acera aledaña, el terrado se hunde bajo. Igual sucede con la protegida casa del ‘Fundas’ que también se hunde en una ruina. La casa de ‘Los Balcones’ sigue el camino de no servir ni como ‘arjesón’ -trozo de yeso con el que los niños antes pintábamos en las paredes y puertas del pueblo. Y cada vez más cochambrosa se encuentra la casa administración de las salinas, al fondo del paseo de Vista Alegre, y la no menos antigua casa del bazar ‘El Siglo’ o de la Tusa, esperando albergar dependencias municipales.
El pueblo se puede caer estos carnavales a ritmo de samba, como ocurrió el pasado sábado con el derrumbe del edificio aledaño al Mino Golf ‘Las Salinas’; por suerte, sin causar daños personales. También puede suceder con el edificio ‘La Ballena’ o con el edificio del cruce de las calles Ramón Gallud y María Parodi.
Roguemos para que no haya terremoto como el que sucedió en Torrevieja hace ahora 150 años, el domingo, 3 de febrero de 1867, a las ocho y veinte de la noche, de 5 grados su intensidad, “oscilante trepidatorio” que estuvo acompañado de un ruido estrepitoso que fue del lado noroeste al suroeste de la población y con una duración de unos 20 a 25 segundos.
Sucedió cuando la mayor parte de las familias estaban preparándose para asistir al baile de máscaras que había de darse en el salón del Ayuntamiento. Se difundió el pánico y las gentes abandonaron sus viviendas que amenazaban hundirse, huyendo precipitadamente a las calles por puertas y ventanas, prorrumpiendo despavoridos gritos lastimeros, invocando a voces el amparo de la Purísima Concepción y llamando con dolorosos lamentos a los individuos de la familia que no estuvieran presentes. Las personas que se hallaban lejos de sus casas corrían azoradas a salvar a sus parientes, derramando lágrimas de profunda aflicción, creyeron que había llegado su última hora. El pueblo entero, como una sola persona, estaba aturdido, llorando a grandes gritos por las calles, y nadie acertaba a buscar consuelo alguno con que mitigarse.
En tan angustioso estado, la primera autoridad municipal recorrió las calles en unión de algunos regidores, empleados y vecinos, dando ánimo e infundiendo tranquilidad, pero no era posible recobrarla en aquel momento porque la memoria del aún reciente terremoto del 21 de marzo de 1829 –día en que fue destruida en su totalidad Torrevieja por los terremotos- aumentaba el pánico y el desconsuelo.
Todos se ayudaron mutuamente, de formar provisionales chozas en las calles, plazas y paseos públicos donde pasaron toda la noche, construyendo después barracas más cómodas y seguras, temerosos de ser sepultados, como en marzo de 1829, entre las paredes de las casas. Personas acostumbradas sólo a la comodidad de sus abrigadas y bien dispuestas habitaciones, se encontraron expuestas a la intemperie, sufriendo todo el rigor de las noches de invierno, frías y húmedas por demás.
En aquella tarde noche sesenta y dos terremotos se sintieron en las siguientes doce horas.
Fueron muchos los edificios que se resintieron, amenazando ruina, entre ellos, y en peor estado, la iglesia y la casa consistorial, en los que el alcalde prohibió la entrada; pero, afortunadamente, no ocurrió hundimiento alguno, ni desgracia personal. También quedaron dañados la secretaría de sanidad, el faro y algunos otros, pese a ser todos edificios relativamente nuevos, construidos en la reedificación de 1829, bajo los planos de José Agustín Larramendi.
Desgracias personales no se sufrieron, excepto algunas pequeñas lesiones y diversas contusiones en una mujer, producidas por el atolondramiento natural y la muerte de una parturienta por los efectos del susto recibido.
Al día siguiente, el Ayuntamiento estableció sus oficinas al abrigo de una espaciosa tienda de campaña en medio de la Plaza Mayor, constituyéndose en sesión permanente, dictando las disposiciones más urgentes.
El templo de la Inmaculada quedó totalmente ruinoso, desnivelado y amenazando desplomarse. Las escuelas se cerraron, pues, aunque se hallaban establecidas en buenos locales, temían los padres mandar a sus hijos. La mayor parte de las Oficinas del Estado fueron establecidas en barracas.
El alumbrado seguía ardiendo toda la noche hasta la llegada de la luz del día, y numerosas rondas vigilaban las casas, que se habían quedado completamente abandonadas. Desde las ocho y veinte de la noche del 3 de febrero, hasta las dos de la tarde del día 10 del mismo mes, fueron 125 los terremotos que se sucedieron y a punto estuvo de caerse el pueblo.