POR FULGENCIO SAURA MIRA, CRONISTA OFICIAL DE ALCANTARILLA Y FORTUNA (MURCIA)
Vuelvo a sentir la necesidad de buscar los paisajes olvidados, los que se funden con tierras de Fortuna y se juntan con el Altiplano, bordean zonas de Jumilla y se disuelven por los senderos de trashumancia donde la cañada frailuna se disuelve en el horizonte como un eco de voz que transciende, se eleva hacia el infinito.
Son paisajes plenos de soledad, se sitúan en el páramo olvidados del mundanal ruido pero y aturdidos por la desazón y la opacidad, pero seguros de sí mismos, repletos de aquellas luces que tuvieron otrora, cuando el labrador sembraba en la tierra y se construía la casa de labor cercana, donde ahora tan solo queda la nostalgia.
Suelo acompañar mi soledad de un bloc de notas y la mirada limpia, sin otra travesura que acomodar el trance en la mañana o tarde para anudar el tacto de sus ocasiones inéditas. Lo importante es renovar el alma de las cosas, hurgar en su estilo y dar razón de su presencia, en deliciosa componenda de algo que suscita la ilusión por vivir, eso que nos asiste en cada momento. Vivir es sentir y ver, es darse cuenta de que se respira y que poseemos emociones, que somos capaces de encontrar alegría en la concreción del tiempo.
El paisaje nos cita en espacios campesinos, zonas en torno a la vieja villa de los Baños, por donde sus caminos se apartan entre sierras y se deshacen entre viejos viñedos y lomas que se pierden. Buscaba con atención esos parajes sedimentados por la abulia y carcomidos por el tiempo que se estrechan en ramblizos miserables y se abren a los soles de las tardes. No era extraño remedar versiones suscitadas entre los pedregales escuálidos y desnutridos de los bordes de esta tierra con sus dunas ocres y pastosas, con su “identidad original” que se decanta en su cabal geología.
Una tierra desierta en ocasiones y que se funde con su historia pero cargada de gestos, como vítores que la misma crónica ha ido rubricando dando fe de un devenir de solaz en su envoltura de arena desértica. Porque el viento de la historia ha petrificado el paisaje en un relumbrón de signos geológicos. Surgen de tal guisa estos ramblizos por la gestión del viento y el agua que desbroza su toponimia y deshace su contenido. Más bien son pasto de la erosión que destierra y deshace, arruina y desgaja.
Aparecen sus tierras vacías y abúlicas, penetradas de un color amarillo que blinca sobre otras con sus pliegues de vestiduras apócrifas y gastadas.
Pero esta tierra que es osamenta y desguace, se consolida un muestrario de color combinado de grises, amarillos y bermellones que atraen a la mirada proclamando su lenguaje peculiar.
Creo en esta verdad de la tierra que nos convoca a su plegaria en su sequedad agobiante, plantada en su ayer de geología prieta y cansina, echada a perder por la panoplia de la degeneración ecológica que asfixia el latido de la naturaleza, dejándola en su putrefacción más silente.
Prefiero los efectos conturbados de la naturaleza frente a la mano del hombre que la extingue y adecua a proyecciones distintas. No puedo asistir a la degradada dimensión del ambiente en este siglo de contingencias deplorables, donde tan solo priva el interés egoísta y se consuma el poder de la ignorancia que nos lleva a un vacío imperturbable. Por eso me uno a quienes, desde la pasión por la naturaleza brindan por la defensa de la tierra, su ambiente y la belleza del orden que anida en nuestro contorno cósmico, sin cuya vigencia se descompone su identidad.
FORTUNA UN PAISAJE. UNA GESTA.
Volver sobre los terrajes desmayados y los ramblizos escondidos de Fortuna con sus nombres propios puede sonar a vieja caracola arrumbada en una orilla del camino sin embargo nos atraen los paisajes secos y aturdidos por el poso del tiempo, ocultos secarrales que se agarran a las aristas del viento, como vetustos arenales vacíos y tétricos, donde se abre un océano de tierras caducas que vibran al sol de los días; espacios donde anida la arena oculta de los terrajes ubicados en el ostracismo, convocan a los duendes de sus lares concomitantes con sus ancestros.
Nos interesa el paisaje terroso de la villa desnuda, acartonada a veces que dejan impronta de huertos a la vera de caminos, sinuosos y esquemáticos como un muro de roca donde se aísla la casa del labrador, astuto recogedor de esparto, con su extensión y desmayo, sus lomas elevadas y pulidas por el aire de los días que fueron y lo serán, sus valles de fertilidad amigable y sus ramblizos como pergaminos que a veces hieren, con sus remolinos deshilachados de sus faldones que dejan correr una hila de agua, que a veces se destaca entre las margas asoladas de su terso lienzo.
Mi acercamiento a estas esquinas de un paisaje vario de olor a viento y olivo, anima a mensurar su contenido donde el sol aprieta sus cabezos en la sequedad mistérica de Caprés y del Cabezo de Mesa, Cabezo Redondo y Barranco del Infierno, por donde, en las noches atávicas se restriega por su entorno un caliginoso mundo de espasmos brujeriles con toda la pompa de lo tenebroso. Nos acercamos con el ánimo sereno al socaire de su geografía de montes, ramblas y cañadas que se acoplan a su cuerpo en unos trazos solemnes que afirman su silueta. Nada en su diorama falta, ni siquiera sobra ni es desconocido, porque la villa se asienta en su propia morada, queda registrada de tal manera en el vértice del cosmos, hasta el punto que quien sea capaz de agudizar la mente y hundirse en sus costados, puede calibrar su rotunda y fiel pose, muestrario de su ancestral contenido.
Dice Covarrubias que rambla significa lo mismo que arenal, por provenir de “ remlum,” que nos induce a conectar con la contención de su envoltura que queda allí mismo, en su tensa disciplina de pulsión desértica. Nos incita a mirar su rinconada ignota, captar su efigie de ondulante equilibrio, loma que queda vibrante, a veces, sencilla y vaga en otras, pero recias en su orografía puntual.
Por las sierras y cañadas se conoce el lugar, se identifica su estirpe y se deletrea su crónica desfallecida, amputada por el olvido. Aquí todo se transmuta en delirante forma de color y hallazgo, porque las lomas son formas que hablan, las ramblas, aposentos de viejos demiurgos que escriben sus crónicas lacerantes, las cañadas, relatos de voces que saben a atardecer y albas de luces anacaradas.
Y es que por estas tierras secas de Fortuna y Abanilla, se abre el horizonte y se aprehende la terquedad del espacio con su color ocre, con sus escabrosos límites que se contagian entre sí, caminos pardos que huyen, se pierden en lontananza. Un paisaje de lienzo que se tizna con las huellas del paso de ganado.
Toda esta tierra de “ barrancos, humos y tolvaneras” en la voz de Gabriel Miró, se expande entre giros de ausencia y casas colgando desde sus miserias, por las que se desgarra el bronce de un pasado de holganza, con sus pardos empastes de habitáculos del pastor. Casas de labranza con sus establos y torres palomares, que son las que nos sitúan en esta zona de un altiplano desenfocado y triste.
Voy con el corazón prestando sus razones a la hidalguía de las cosas que conmueven y alientan a depurar la verdad de estos paisajes que están ahí, viven en cada hora, desde el tiempo que transcurre y envejece.
Yo mismo soy tiempo que camina con la capa parda del campesino que otrora diera que hablar a este paisaje, donde ahora brota la pegajosa carne de la rambla, con su piel acartonada y sin embargo yerma y tupida con el hierbajo de la esperanza.
Pero vuelvo a los caminos de antaño por donde el labriego fisgoneaba su ruta de albas ya olvidadas y se funde el atardecer con el sol de los girasoles amarillos, y entonces se acercan las sombras y tornan por sus cañadas los pastores que han salido de madrugada por los remansos de los prados alejados.
Se encaraman por lomas previstas y se enrocan en ramblas oportunas por el paraje de la Zarza, que limita con la rambla del Moro.
Por el camino, cañada original y antañona, atisbo la figura de Victorio que es un pastor avezado de esta zona. Vuelve con sus cabras, más de cincuenta que ha llevado por las sedientas tierras pardas, y ya fatigado busca la morada y la buena pitanza del hogar.
Para septiembre me cita en su mansión a beber el vino de la cosecha y el buen pan recién sacado del horno. Ahora se encorva con sus más de setenta años, como el garrote que porta, lleva un sombrero de paja que evita la quemada del sol de Julio, unas botas y un pantalón vaquero.
Es llano y fiel a sí mismo y a sus cabras, que conoce como la palma de sus manos.
Con la cercanía se alejan los animales y buscan el descanso mientras el hombre conversa conmigo en el remanso de un camino repleto de viñas.
-Están este año caducas por el mal tiempo, pero aún tendremos buena vendimia a fines de Agosto.-
Victorio habla con el ánimo encendido y el corazón fecundo de ilusiones que perdió hace tiempo y sufre una enfermedad de muerte. Pero la supera día tras día con sus cabras que son sus amigas y las llama por sus nombres.
Dos perros se alinean junto a él, se arriman a mí meneando sus colas. Se pasan todo el tiempo a mi lado,- dice el hombre, y además me acompañan en la faena.- Noto el aliento y la fatiga de los perros esqueléticos que podrán recostarse en la noche sobre una tierra moldeada, junto al pajar. Estos animales me admiran por su tenacidad en ser amigos del hombre, cuando en la ciudad y en el campo se les abandona para caer muertos, como hormigas, en las carreteras. Los acaricio y sigo hablando con Victorio que me indica, con sus dedos, donde está su casa y las cepas de su viña que cuida amorosamente.
Al fondo se dominan las sierras que delinean siluetas, a veces encrestadas o suaves, alejadas de los terreros que amarillean y que no sirven más que para comida de las cabras que tarde con tarde lleva el pastor a los hierbajos solitarios, por los campos abanilleros que se amansan y dejan su tonalidad en el desparpajo de sus grietas asoladas y milenarias.
Se asimila esta geografía con los parcos y angulares espacios que trepidan por doquier en la nomenclatura de la comarca por donde penetra el latido de los vientos antañones, desmadrados y testarudos rumiando colosales deseos de encantos y desencantos. Tan solo el mugido de la tierra que se despanzurra a su aire, da lugar a los giros de las vestiduras de harapos de su esqueleto como lúcidos asombros de oquedades que se pierden entre montes y cañadas, se agarran a su soledad. Y sobre los escurridizos montículos de nadie se acoplan los rellanos olvidados para dar cabida a la holganza de las ruinas que duermen su eternidad en la sierra de Quibas, profunda y angosta, arraigada en su terquedad de milenios arropados por el latido del hombre primitivo que aquí ha dejado su huella. Una sierra permanente y plegada a sí misma henchida en su cabal misterio de lluvias y caminos recios.
A su contacto quedan las casas de la aldea que enfundan sus ocios con silencios agoreros que retumban en la tarde, mientras la sierra de hierro se amolda a su escenario. No se puede sentir tanta soledad ni notarse tanto el viejo oficio de los capacheros que habitan todavía en estas moradas desgarradas, pacientes y desnutridas.
Apenas se escucha el paso de alguien o se delata la presencia de una familia en la casa apartada, apenas si la pequeña ermita desolada y sin campanario enmudece en soledad de aire y lluvia, porque todo es sonido de tierra apagada en silencio eterno. Victorio sabe de estas cosas y de la soledad de las tardes con sus ovejas, pero se encuentra bien con ellas. Sobre todo piensa que es algo a lo que se está acostumbrado. Se siente bien dominando el valle, los hitos amparadores del lugar, la clemencia de las nubes violetas en el atardecer.
Nos interesa este lienzo de lomas, sierras y ramblizos que se ensanchan a pie de monte o se dejan fundir en los desgajados y paupérrimos regazos de una geografía silente y visceral. Lo que sucede es que cada loma, rambla o sierra encrestada se hace solícita a ser dominada desde su cercanía, buscarla en su acomodo, dejando atrás cualquier factura que se le parezca. Lo contrario es difuminar su silueta y no aprehenderla en su ser. Presiento que hay un rasgo, un gesto, ritmo delineado en sus formas que delimitan y concretan, dejan su identidad en las fisuras de su ornamento como registros indudables de un paisaje singular.
Cuenta la soledad, la calmada sensación de esa costra geográfica que se hace pergamino, se ablanda y escarba en la decrepitud de sí misma. Se abren los estrafalarios ramblizos por el lateral del paisaje turgente, quebrado, despeinándose sus faldones de marga en laterales rancios de una tierra desgastada. Y entonces nada se hace futeso ni se rompe el orden del espacio. Todo queda animado por un área de proporciones gigantescas que anima a la admiración.
No sólo es la tierra que hurta a la llanura su espacio equidistante, pues en puntos sustanciales se ve arrebatada por un laberinto de curvaturas delirantes que se deslizan por esquinazos ignotos a los que hay que acudir para presentir su silencio. Entonces surge la aventura de la mirada y el latido del ser que trepida en su interior, como si un extraño y gigantesco fósil retumbara de pronto con su piel mitológica.
Uno se da cuenta que bajo esa caspa entumecida se deposita el rostro vertiginoso del origen, la contundente explosión de un cosmos descuartizado, aporreado y con la marca latente de su principio, acaso también su fin.
LIENZO TERROSO.
Caminar por las tierras de Fortuna es tornar al tiempo que fue, sin duda apañado por tozudos laminares que confirman su pasado. Hay que verlos simplemente, acaso desplegarse un tanto para seducirse ante su encuadre, la luz equidistante, el color narrativo de su forma; el esquema prieto de su carnosidad.
Y no sólo es lo terráqueo lo que se pisa y huele; lo que delimita y se hace encrucijada; queda el enfoque que dibuja los contornos de las sierras que forman la jurisdicción de la villa, las simples lomas y cabezos tangibles que apenas se elevan a más de ochocientos metros: Son las sierras de Quibas Barinas. El Cantón, Sierra de Abanilla, que lucen en un contorno de llanura, de terreno turbáceo y marga. Se dejan ver en sus límites como son, sin parquedad, cotejando su orgullo con las vecinales que a veces rozan las de otros contornos.
Sierras imperecederas que decantan su homilía al firmamento en un trance de humildad. Hay que acercarse a sus costados, enfrentarse con la majestad de su figura para dominar su historia de geografía y piel adusta. Sin duda alguna es preciso santificarse con la silueta de sus hidalgas y sencillas poses que aguantan siglos y se depuran con el paso del tiempo.
En otro esquema se recogen los cabezos que destacan sobre las casas blancas que conforman la morada del agricultor, del pastor que conoce sus detalles, las sendas por las que dirige su rebaño en una acción de gracias. Queda el lomaje en su cabal empaque, sin ocultamiento ni sagacidad por eludir su silueta que se alivia en ondulaciones esquemáticas, o dejan sus crestas al aire en simulación de una espada afilada. Lo normal es que el teso, concienzudo y locuaz, acaso tan sencillo como el sol que lo calienta cada día, quede en su anonimato sin retener el dato que lo identifique, o tan solo tenga sentido por el paso del pastor cada mañana en el momento que el astro rey va delineando su figura con pinceladas suaves.
De tal modo emerge la Loma Larga. De Martínez y de El talé, que se significan en la serie y categoría de cabezos santificados por los viejos sacrificios de sus demiurgos en sus ofrendas mágicas.
El cabezo asume su sentido como relevante forma que espera, se deja querer en las mañanas y crepúsculos, se hace cita de escuetas miradas de labriegos asolados y discretos, conversadores con la naturaleza.
Sobra con ese rasgo y con la mirada de quien se acerca a postrarse ante su envoltura, para sentir, ver lo que se oculta bajo su piel, tocar su epidermis y soñar con edades geológicas, darse cuenta que lo que esta mirando o acaso toca con sus dedos forma parte de un cosmos tan antiguo como la misma creación divina.
Estos cúmulos de texturas carnosas congelan habitáculos de vértigo donde se aposentan escoriales de un pasado remoto, verticalidad y horizontalidad de desgajo acometido por la fuerza de la naturaleza, huella excéntrica de un espasmo que queda redimido en su anonimato. No se puede comprender el misterio de la creación, lo útil del expansionismo acaecido, pero sí captar su eficacia en las encenizadas calvas de doloridos ribazos, solemnes rizos y fisuras laminadas en los huecos de cárcavas alucinantes que se extienden por el valle terráqueo de este paisaje hambriento de vegetal, a veces recogido sobre el morisco vergel de una escueta huerta peculiar que se extiende a piedemonte.
FUENTE: F.S.M.