POR ADELA TARIFA, CRONISTA OFICIAL DE CARBONEROS (JAÉN)
Mi madre se mudó este año a la otra orilla antes de que los cerezos volvieran a vestirse de rojo, por San Juan. En sus últimos días, derrotada y ciega, sólo sonreía si le cantaba canciones alpujarreñas o recordábamos juntas momentos del ayer en los que la felicidad le rozó. En el hospital la despojaron de casi todo: su alianza de casada, sus pendientes, y hasta la dentadura postiza. Eran estorbos. Al final nos vamos al modo de Machado, ligeros de equipaje. Pero nadie puede robarnos la nostalgia, ni recordar mientras te vas muriendo la magia que tenían aquellas noches de san Juan en los pueblos.
Por san Juan en mi tierra nativa maduran los cerezos. Se vistieron de banco en primavera, como las novias, y parieron cerezas al llegar el solsticio de verano. Sin cerezas no hay embrujo en la noche de san Juan, al menos en mis recuerdos de juventud. Cuando para volar lejos no hacía falta ver la tele ni ir al cine del domingo. Es que nada mueve más la imaginación que la pasión de aquellos años, cuando aún la vida caminaba a paso lento. Por eso parecía una eternidad el tiempo que iba de un verano a otro; de una hoguera de San Juan a otra, a la rueda rueda: “Al pasar la barca, me dijo el barquero, las niñas bonitas, no pagan dinero”.
La noche de san Juan los vecinos del pueblo salían a pasear, y a hilar la hebra, al anochecer, aún con el saquito encima porque arreciaba el fresco en la carretera, que era el paseo, pues coches pasaban poquísimos. La luz la ponía la luna. En las paratas del camino, húmedas, brillaban luciérnagas que los chiquillos metían en cajas de mistos. Aunque su cola brillante se apagaba enseguida. Es que esos gusanillos tienen sus sitios para brillar. Era costumbre parar esa noche en una fuente antiquísima, la de Las Cruces, a beber agua de la sierra y a lavarse la cara. Sobre todo las mocitas. Se decía que eso las mantenía guapas para encontrar novio. Yo creo que algunos se emparejaron la noche de san Juan, con licencia para trasnochar y para encuentros furtivos. Entonces estaba de moda el romanticismo. El pretendiente debía tomar la iniciativa, y dar señales de amor claras. Si se equivocaba eligiendo novia, una vez que era aceptado, tras hablar con el padre, no quedaba otra que el altar. Abandonar a una novia formal estaba mal visto. Ellas es que ni se planteaban la opción del abandono. Por san Juan los muchachos encontraban una ocasión para declararse sin decir ni pio: dejaban una rama preñada de cerezas a la puerta de su enamorada, o la colgaban del balcón. Racimos de cerezas del color de los labios eran símbolo de pasión en la noche de san Juan, cuando a lo lejos se oían los “Remerinos” con estribillos endemoniados: “Partí una, partí dos, partí tres y estaban vanas; las palabras de los hombres son como las avellanas…” Los viejos asentían, y la luna guardaba silencio para no romper ilusiones, como esas avellanas vanas que salían, traspasado el umbral del amor encendido. Pasiones tan breves que no aguantaban el tiempo que tarda un cerezo en desnudarse, brotar, vestir de blanco y parir otra cosecha. Es que ellas se enamoraban platónicamente. Pero ellos, no siempre.
He recordado eso este año en Torres, unos de los pueblos más hermosos que tiene Jaén. Sus cerezos me acercaron a mis padres, aunque ellos ya no estuvieran; tampoco está aquel tiempo, ni volverá. La orfandad es un aprendizaje más en la escuela de la vida. Nos enseña lo breve que es el paseo que damos entre nacer y morir. Lo importante que es recorrerlo con honradez y bien acompañado, junto a la familia y los amigos. Ellos ocupan el escalón más alto en las prioridades que debemos tener mientras caminamos.
Yo guardaré siempre ese recuerdo de un día feliz en Torres, con buenos amigos y entre cerezos. Allí pensé lo mucho que se parce nuestra vida a los cerezos: necesitan tierra adecuada para fructificar; se toman su tiempo para echar hojas; se visten de blanco en su primavera; se adornan de rojo para darse a los demás y reproducirse, tienen su otoño amarillo, y se despojan de todo en invierno. Mi papelera dice que ahora no toca hablar del invierno, cuando se acerca san Juan. Alguien le ha dejado una rama de cerezas. Parece que tiene enamorados. Pero le he recordado lo de las avellanas; cómete las cerezas y ojo con el pretendiente ¡Algunos están vanos!
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