PREGÓN DE LA SEMANA SANTA EN ULEA DE 2012
Feb 26 2015

POR JOAQUÍN CARRILLO ESPINOSA, CRONISTA DE ULEA (MURCIA)

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La semana lleva su nomenclatura de  lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo, en honor de los planetas errantes que, entonces se conocían: a saber: Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno y el Sol. Pero, se le ha puesto un apellido común, a todos: Santo.

¿A qué es debido? Sencillamente; por estar consagrados a celebrar los misterios de la Pasión de Cristo. En estos días se sufre una ligera transformación; en algunos, muy acusada, en los que se funde lo histórico, lo religioso y lo costumbrista: durante ella, todos intentamos y, prometemos comportarnos algo mejor.

En el aspecto histórico, comenzamos con la entrada triunfal de Jesús, en Jerusalén. El apoteósico recibimiento por los que esperaban la venida del -Rey de Reyes-, contrastaba con la opinión de los políticos que “le consideraban como un impostor”.

Durante la Última cena, antes de la Pasión, el mismo Jueves Santo, les increpó a los Apóstoles diciendo que uno de los presentes le iba a traicionar, en breve. A continuación, en un gesto de amor sin límites, cogió el pan, lo bendijo y lo dio a comer a sus discípulos, diciendo: tomad y comed; este es mi cuerpo. Posteriormente, tomó el cáliz y bendiciéndolo les dijo: tomad y bebed todos de él; esta es mi sangre.

No había pasado mucho tiempo, cuando irrumpe Judas Iscariote, con varios miembros del populacho y le da un beso a Jesús. Entonces le mira fijamente y le dice: Judas ¿A qué has venido? ¿Con un beso vendes al Hijo del Hombre? En esos momentos Pedro desenvaina su espada y, Jesús se lo recrimina, haciéndole retornar el sable a su vaina. Posteriormente, ante el Sanedrín, Pedro le negó tres veces.

Ante el temor de que provocara “un altercado de orden público” y, como medida provisional y represiva, ordenaron su apresamiento. Para darle solución al conflicto, los Sumos Sacerdotes, Caifás y el anciano Anás, se reunieron en el Sanedrín y, le juzgaron: condenándole a muerte, tras haber sido delatado por Judas Iscariote. Ante las reticencias de los políticos romanos, consultaron a su representante, Poncio Pilatos para que se hiciera cargo del reo, ya que le consideraban responsable de ocasionar un altercado de orden público y era merecedor de la pena de muerte.

Al llegar Pilatos, al Sanedrín, observo a la muchedumbre enardecida y, sobre todo, confundida; entre los que le defendían y los que le consideraban un impostor. De inmediato, sabedor de que si lo condenaba a muerte sufriría las represalias de Roma, se dirigió a la muchedumbre, diciéndoles que no le encontraba culpable y que debía ser liberado. Sin embargo, ante la presión de los Sumos Sacerdotes y el clamor de la muchedumbre, acabó “lavándose las manos” y desentendiéndose del caso, repitiendo que no le consideraba culpable.

En aquella época era costumbre liberar a un reo que estuviera condenado a muerte y, a la muchedumbre, le dieron a elegir entre Jesús y Barrabás. Los gritos ensordecedores proclamaban la libertad de Barrabás y la condena a muerte de Jesús, dando paso al proceso de ejecución de la pena a que había sido condenado ¿Cómo en cinco días había pasado de entrar triunfante en Jerusalén a ser condenado a muerte?

Ordenan que le prendan y, tras colocarle una corona de espinas y una pesada cruz, le ponen en camino hacia “el Calvario”, en el montículo del Gólgota, en donde sería crucificado vivo. Para ello, desde la salida de la plaza pública en que fue juzgado, iba siendo azotado y sufriendo caídas por desfallecimiento. Con la finalidad de que llegara con vida, a la cima de la colina, obligaron a Simón de Cirene, a que le ayudara a llevar la pesada Cruz.

Una vez en el monte, pusieron la Cruz en el suelo y le clavaron en el madero, de manos y pies y, posteriormente, le izaron, para quedar suspendido en la Cruz. A ambos lados crucificaron a dos ladrones, para mayor escarnio del Redentor.

Camino del Calvario, el apóstol Juan le comunica a María, su madre, todos los acontecimientos y procede a seguir a su hijo, hasta el final de la desventura, acompañada de Juan y, según algunos autores, de María Magdalena.

Erigido en la Cruz, en el Gólgota, Jesús, casi exhausto, pronuncia el Sermón de las siete palabras:

– Padre, perdónalos; no saben lo que hacen. – Hoy estarás conmigo en el paraíso- le dice a Dimas, el buen ladrón, ante la súplica de que se acuerde de él cuando esté en su reino. – Mujer, ahí tienes a tu hijo. hijo, ahí tienes a tu madre. – Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado? – Tengo sed. – Todo se ha consumado. – Señor, en tus manos entrego mi espíritu.

Acabado el Sermón de las siete palabras, expiró, pero los centuriones, para que se certificara su defunción, ordenaron al centurión Longinos que le clavara su lanza en el costado.

Tras confirmar su muerte, el cuerpo de Jesús es entregado a sus discípulos y, José de Arimatea, se hace responsable de su cuerpo y le da sepultura en el huerto de Getsemaní. Le cubren con unas losas y le custodian dos guardias, para que su cuerpo no sea robado por sus correligionarios. Sin embargo, a los tres días resucitó. Nadie se explicaba que el sepulcro estuviera vacío y los centuriones alegaron que los soldados de guardia se habían dormido.

Cuando se encontró por el camino con el Apóstol Tomás y no le reconoció, Jesús le dijo: Tomás ¿No me conoces? Soy el Maestro. Tomás quedó aturdido y le contestó: si no veo no creo; a lo que Jesús le respondió: ven, mete la mano en mi costado y lo comprobarás. Al comprobarlo, Tomás se hincó de rodillas. Cuando pudo, se marchó corriendo para comunicar la buena nueva.

Fray Luís de Granada, un Viernes Santo, comenzó su discurso con estas palabras: “Pasión de Nuestro Señor Jesucristo, según San Juan”…y no fue capaz de seguir.

Personalmente, tengo un recuerdo imborrable, pues un Jueves Santo, cuando se estaban celebrando los Santos Oficios, en el que actuaban de acólitos mis tres hermanos pequeños, falleció mi padre, Tras expirar, me acerque a la iglesia y, al oído, le dije al párroco de Ulea Don Patricio lo ocurrido.

De inmediato se lo dijo a mis hermanos de seis, nueve y doce años y, tras despojarse de sus vestiduras talares se vinieron, conmigo, a casa. Por el camino me preguntaban por qué. No lo entendían. Los dos mayores quizá sí. Cuando llegamos a casa, pasamos a la habitación y contemplaron a nuestro padre yaciente, en la cama, cuando se lo habían dejado vivo, aunque muy enfermo, al irse a la iglesia, para ayudar a D. Patricio en los Oficios Divinos. Sí, un Jueves Santo, a la hora de los Oficios. Cuando se iban a marchar, mi madre tenía serias dudas- mi padre estaba muy grave-, pero acordamos que marcharan a la iglesia y si ocurría lo peor iríamos por ellos; como así ocurrió.

Al salir de la iglesia con mis tres hermanos -los otros tres quedaron en casa conmigo, D. Patricio se dirigió a los fieles, comunicándoles la noticia. Eso hizo que al acabar los Oficios, los asistentes, en masa, se acercaran a mi casa para acompañarnos en esos momentos luctuosos.

El día siguiente, Viernes Santo, se celebró el sepelio, que por ser unas fechas tan señaladas, fue multitudinario.

Sin embargo tuvo una connotación especial ya qué, al estar Cristo muerto, “no se podía celebrar misa de corpore in sepultu”, y solo se le rezó una oración de despedida, a la entrada de la Iglesia. Fue la despedida de un hombre que se dejó la salud, en plena juventud, en aras de todos cuantos le rodeaban; por todos sin excepción. Vivimos una verdadera Semana Santa del año 1962.

Desde muy antiguo, en Ulea se celebra la Semana Santa, con un fervor especial. Los oficios sagrados, los turnos de vela del Santísimo y los desfiles procesionales, han conseguido eliminar la mojigatería que no conduce nada más que al sonrojo.

En los Oficios Sagrados participé como monaguillo varios años siendo pequeño, estando de cura párroco de Ulea, José Muñoz Martínez. En El Lavatorio de Jueves Santo del año 1948, ocurrió una anécdota curiosa: Ángel “el Pío”-el mayor de los monaguillos- portaba la palangana con el agua y yo, una toalla, para secar los pies de los Apóstoles que escenificaban el Lavatorio de manos de Jesús.

En un momento de descuido, se volcó la palangana y el agua se derramó, en gran parte y, se desparramó por el suelo. De inmediato, Ángel del Pío se apresuró a ir a la sacristía para coger un trapo- que hacía las veces de fregona- con el fin de secar el suelo, con tan mala fortuna que pisó el charco de agua y resbaló, cayendo cuan largo era. Con gran agilidad se levantó y, a pesar del recogimiento de los feligreses -por el acto que se estaba celebrando-, se desató un conato de risotadas, de las que José Muñoz Martínez, a pesar de su porte solemne, se hizo partícipe; al no poderse contener. Solventado el ligero desaguisado, continuó la ceremonia ya que quedaba agua “bendita” suficiente, para terminar de lavar los pies a los Apóstoles restantes.

Después, el día de Jueves Santo del año 1960, formé parte de los Apóstoles en el Lavatorio de los pies, escenificando la figura de Jesucristo Patricio Ros Hernández.

Se efectuaban unos “Turnos de Vela”, a los que nos alistábamos todos los uleanos, sin distinción. Lo hacíamos por parejas y todos procurábamos que no nos tocaran las de la madrugada, aunque los que confeccionaban las listas, ya se encargaban de atender, de forma preferente, a sus familiares y allegados, así como a las personas mayores. Los turnos duraban una hora y se cumplían con exquisita responsabilidad. La Capilla del Nazareno, era el escenario de dicha ceremonia religiosa y, ante un silencio sepulcral y gran recogimiento, velábamos a Jesús yaciente, sentados en un sillón, el uno frente al otro, al costado de Nuestro Señor Jesucristo, con la impresionante iluminación, de gran cantidad de cirios y velas que ofrecían los feligreses.

Dos anécdotas me llamaron la atención. La primera fue qué, en los años que participé, nunca falló ningún alistado, a pesar de que siempre había un retén, por si surgía algún imprevisto. La segunda, que las mujeres no podían acceder a efectuar los turnos de vela ¿Por qué? Siempre me hacía la misma pregunta y nunca obtuve respuesta convincente.
Durante el tiempo que se celebraba la muerte de Jesucristo, los feligreses vivíamos en silencio, con un especial recogimiento.

Apenas se escuchaban ruidos. Los “Oficios Divinos” no podían ser anunciados por las campanas de la Iglesia y, para ello, salíamos, los monaguillos, con una “matraca”, que al ser agitada, golpeaban unos aros metálicos y aldabas contra la madera, emitiendo unos sones inconfundibles, a los que, año tras año, los uleanos nos habíamos habituado.

Generalmente, no nos daba tiempo a recorrer todo el pueblo y, cuando nos preguntaban qué toque era, no sabíamos contestar, ya que habíamos empezado hacía bastante tiempo y, como el pueblo era alargado- y lo sigue siendo-, terminábamos después de haber acabado el acto religioso. Por eso, el sacristán, en estas ocasiones Antonio Yepes “El de la Claudia”, nos aleccionaba para que dijéramos a la hora que se celebraban, en lugar de qué toque de matraca era el que íbamos dando.

Desde la Muerte hasta su Resurrección, en los oficios de Semana Santa, no se daba el cuerpo de Cristo a comulgar. Había que esperar a los Oficios del sábado de Gloria a que se efectuara la bendición del cirio pascual y el agua bautismal.

En aquella época, el ayuno y la abstinencia, eran de obligado cumplimiento, aunque muchos, más de la cuenta, ayunábamos por imperativo de los tiempos: por necesidad. En la mayoría de los hogares uleanos era típica la confección de guisos de trigo, andrajos y tallarines; “suculenta comida para celebrar el Jueves Santo”.

Cunde la religiosidad de los ciudadanos y el sentido común de todos. Nadie recibe reproches. Debemos evitar las irreverencias y hacer valer nuestro nivel cultural y sentido común, con la finalidad de que se imponga la tolerancia y el respeto, ante manifestaciones de fervor, distintas a las nuestras. Sí, “respeto y tolerancia”. ¡Qué hermosas palabras!

En los desfiles procesionales de Semana Santa, veremos a los cofrades, tanto del Cristo como la de San Juan, con sus túnicas que les acreditan al paso a que pertenecen. Los distintos pasos, sencilla y bellamente adornados. Los acólitos portando los estandartes y la Cruz, que indican el inicio de la procesión. El sacerdote y las autoridades, presidiendo, como corresponde, el cortejo procesional. Las “manolas” con sus vestidos oscuros, su mantilla y su peineta, que dan realce y colorido a los desfiles de Semana Santa. Todos los uleanos, ataviados con sus mejores galas, caminan contritos y en silencio, en las filas de sus cofradías. Con ellos van mezcladas las personas humildes, las sencillas: las que no buscan lugares ostentosos: las elegidas.

El Nazareno, “ese humilde injuriado”, por la muchedumbre que le condenó a muerte, descalzo, humillado, con el rostro cubierto y encorvado, por el peso del madero de la Cruz, ese que contemplamos en “la procesión del Silencio”, de Jueves Santo y, también, el Viernes Santo, tanto la de la mañana como la del Santo Sepulcro por la noche; es el que da sentido a la religiosidad de estas fiestas.

Por incrédulos que seamos ¿Quién no tiene unos minutos para la reflexión, ante el paso del Nazareno, con la Cruz sobre sus hombros? ¿Quién no se acerca más a los menesterosos, e intenta comprenderlos?

Tras esta reflexión divina, de cuanto representan los desfiles procesionales de Semana Santa, nos impresionará el valor humano de todos los que formamos su séquito; de cuantos le acompañamos.

Todos los años, ya entrada la noche de viernes Santo, contemplamos la procesión del Santo Entierro. Cofrades, devotos, autoridades, manolas, miembros de Seguridad y del Ejército; presididos por el cura párroco del pueblo, y sus acólitos, prestigian la escenificación del Santo Entierro de Cristo. Cada cual cumple con su misión en dicho evento religioso. Sin embargo, os diré, que he visto llorar, y perder su vanidad y compostura, ante el paso de estos desfiles procesionales.

Veremos a esos niños, cogidos de la mano de sus mayores, contemplando el paso de estas imágenes de Pasión, recogidos y en silencio, como si fueran personas mayores; alzar la vista y preguntar, una vez pasada la procesión: papá, mamá ¡ya se ha terminado!…Yo quiero que pase otra vez.

Desde el sacerdote, acólitos, autoridades, costaleros, cofrades, y penitentes; el que más me llama la atención es ese penitente humilde, que va mezclado entre los feligreses, o en la última fila, pasando, casi, desapercibido. Sí, me quedo mirándolo con fijeza y admiración; pienso en el valor divino de la sencillez, en “el valor divino de lo humano”.

Hubo años en que, cuando los desfiles procesionales coincidían con la medición de los quintos, los futuros soldados de reemplazo, tenían un espacio asignado, detrás del Cristo yacente, acompañados por la música de “los charamiteros”. A diferencia del jolgorio que armaban el día en que eran proclamados futuros soldados, formaban una parte importante de la procesión; con recogimiento, en silencio. Sí, con profundo respeto y silencio. Es más; se sentían orgullosos de ocupar una parcela importante en las procesiones de Semana Santa.

Hace mucho tiempo, concretamente en el año 1889, nuestro gran murciano y escritor, Martínez Tornel, decía y escribía que era vibrante y emotivo contemplar a señoras con su rostro cubierto, por un tupido velo procesional. Eran anónimas y desconocidas. Esas mujeres y, también, las penitentes, forman una verdadera legión; son una promesa, son un voto: son, con toda su carga de religiosidad, una palabra empeñada con Dios.

¡Y, al final, resucitó! Queda representado en la procesión del Encuentro, o Resurrección; en la que todo es alegría y felicidad, aunque hubieran personas incrédulas, ante lo que estaban viendo y qué, se comportaban con el mayor de los respetos. Esta procesión pone fin a las fiestas pasionales de Semana Santa.

“Después de esta celebración tendremos un buen motivo para hacer una profunda reflexión”.

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