POR MARÍA TERESA MURCIA CANO, CRONISTA OFICIAL DE FRAILES (JAÉN)
Es para mí un orgullo y una gran responsabilidad pronunciar este tradicional Pregón de Navidad, un encargo, –lo confieso con toda sinceridad–, que ya añoraba y que, por esas casualidades de la vida, siempre se me ha resistido y, que por esas mismas casualidades del azar, hoy ya estoy aquí realizando ese sueño largamente esperado.
La familia en cualquiera de sus acepciones y formas es para mí muy importante y fue en el seno del hogar familiar dónde se sitúan mis primeros recuerdos de la Navidad, la fiesta más entrañable y significativa del año. La Navidad tiene para mí el sonido del violín de mi padre, que si bien lo tocaba todo el año, era en las vísperas de la Navidad hasta el Día de Reyes Magos, cuando su sonido me anunciaba los días de gozo infantil, me indicaba el preludio de días de dulces y calor de la lumbre, de reuniones familiares y de parabienes para todos. Ese sonido inconfundible del violín de mi padre me ha acompañado en todas las navidades de mi vida y me sigue acompañando aunque ya hace muchos años que él no está, pero su violín está en mi memoria y podría decirles que lo escucho en este momento.
Este es para mí el sonido de la Navidad y abre todos los recuerdos de mis navidades. Les explico cómo eran esas navidades. Después de la cena de Nochebuena en casa de mis abuelos paternos, mi abuelo Fermín, y mi padre, Antonio, se reunían en torno a la lumbre de la cocinilla y esperaban la llegada de los jóvenes componentes del coro parroquial para ensayar los villancicos, ya aprendidos. que cantarían poco después en la Misa del Gallo. Para mí esos violines y esos cantos eran la puerta de entrada al cielo infantil navideño.
Pregonar, pues, la Navidad se lleva la palma de los elogios del mundo para los creyentes, porque es el Anuncio de la Gran Noticia de todos los tiempos: El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. O si lo queréis con palabras más cercanas “Dios se ha hecho Hombre y está con nosotros”. Ha querido nacer de mujer y pertenecer a la raza humana, bajo la ley, con un cuerpecito débil, con un nombre, con sus llantos y sonrisas. Esta gran noticia la anticiparon algunos profetas, la anunciaron los ángeles, la pregonaron los pastores y la cantaron los mejores poetas. Comprenderéis, por tanto, que hoy me sienta un poco abrumada ante tamaña responsabilidad.
ADVIENTO: Comienzo por el principio.
Se acercan los días pascuales y el Adviento marca el inicio. El sentido del Adviento es avivar en los creyentes la espera del Señor. Desde muy antiguo en nuestra Abadía los alcalaínos esperábamos la venida cantando:
Alegría y mas alegría
que van clareando los rayos del sol
que se casa la Virgen María
con el patriarca señor San José.
Vamos a cantar
a la Aurora que viene diciendo
promesas haciendo del sol que vendrá.
Estas coplillas son de los auroros, esos hombres que anunciaban la aurora, la luz del mundo, al salvador, y en un lugar, y en un tiempo. Las Jornadas. Nueve días, como nueve fueron los meses de la espera gozosa, que María y José tuvieron para ver a su hijo Jesús. Se reunían en las iglesias o ermitas y al ritmo de zambombas, guitarras, panderetas, almireces, botellas de anís, y no puede faltar el cántaro de humilde barro que se deja sacar su ronco sonido con una alpargata, todo para anunciar a quienes querían escuchar que pronto nacería el Niño, porque Navidad es niñez, que se hizo pobre siendo Dios. Auroros o campanilleros de orígenes antiguos, hombres que iban tocando una campana llamando a la gente a acudir a la misa del alba para el rezo del rosario, pero que en Adviento anunciaban el Rey de Reyes. O los Aguilandos, que pedían y pedían morcilla, tocino, y toda clase de dádivas, incluso se negaban a marcharse si no se le daba.
Si no me das el aguilando
al Niño le he de pedir
que te de un dolor de muelas
que no te deje dormir
al kirikiki. al kiri puando
de aquí no me voy
sin el aguilando.
Sopla un aire frío de desabrigo y nuestras calles y nuestros campos se cubre con la escarcha del invierno o con una fina capa de nieve. Bueno, eso era frecuente hace unos años, pero ahora no sabemos exactamente cuándo situar la llegada del frío y menos de la lluvia.
Mi recuerdo de estos días vuela a aquel momento mágico cuando mi padre se presentó en casa con una “caja de Pandora” de la que fuimos extrayendo tiras de bombillitas de colores, marabú y un letrero extraordinario de color plata que decía “Felices Pascuas”, en unas letras deslumbrantes para mis ojos infantiles.
Pero aún quedaba lo mejor y más sorprendente. Mi padre traía un montón de figuritas de plástico, que una vez ordenadas, componían un portalico de Belén que quitaba el sentío. Me da un poco de pudor contarlo, pero un año se me ocurrió ponerle nieve al belén, una nieve de harina y como no había limpia, le puse esa que se reciclaba tras harinar el pescado.
A la mañana siguiente los gatos, que siempre hubieron en mi casa, habían roído las casitas, algún que otro pastorcillo y también dejaron muy mermado el rebaño de ovejas y el corralillo de las gallinas. Tengo que subrayar que el misterio era de barro y que aún se conserva en mi casa. No obstante, la llegada del belén, luego diezmado, fue un momento fabuloso, como fue extraordinaria la llegada de un árbol de Navidad, también de plástico y que nunca desplazó al portal de Belén, si no que se incorporaron con naturalidad y ambos ornamentos iluminaban nuestra casa. No obstante, el Belén siempre ocupó un lugar preeminente.
Las vísperas de Navidad, desde primeros de diciembre, el olor que destacaba era, en todas las casas, también en la mía, era el de la matanza, ese rito lleno de metáforas y de acciones coordinadas que posibilitaban la vida para todo el invierno. Soy una buena matancera, porque mi madre preparaba todo y, cuando ya tuve una cierta edad, me esperaba a que volviera del colegio para dar el último toque a los aliños y para que ayudara a embutir las chacinas.
Aunque a todas las gentes de la comarca nos han seguido invadiendo los olores de la matanza, yo recuerdo especialmente, aquel olor a lumbre, a cebolla cocida, a masa de chorizo y morcilla, la artesa de madera, oigo los aterrados gruñidos del cerdo, los hombres moviéndose con agilidad, el anís y los dulces. También veo hasta con los ojos cerrados los delantales hechos de guiñapos en los telares ex profeso para la matanza y, desde luego, veo a mi abuelo conmigo sentada en sus rodillas mientras asistíamos a aquel espectáculo maravilloso que se prolongaba durante dos días. Nos encantaba ver como hervían las morcillas en la caldera de cobre, que aún conservamos en casa.
Ahora las cosas ya no son así. Pero hasta hace poco el primer día de matanza se guardaban las mantecas del cerdo para el siguiente rito: la elaboración de los dulces de Navidad, mantecados y polvorones que unidos a la almendra, la naranja y el limón hacían de las reuniones familiares la quinta esencia del adviento. Sin olvidar el anís, que bien solo o con agua, “palomica”, agasajaban a amigos, vecinos y familiares que se acercaban a nuestras casas. Una tradición ya casi perdida pero no del todo.
Hoy en día hemos hecho nuestra, como el absurdo e irritante Halloween, el llamado Calendario de Adviento, que no es otra cosa que una tradición popular en la Alemania protestante, que ha llegado a nuestros hogares católicos en forma de nuevo consumismo y, así, encontramos calendarios de adviento de chocolate, de maquillaje, y hasta gourmet, y uno con 24 cervezas de diferentes países: “consume que serás más feliz”. Gran mentira.
Al menos, todavía conservamos, en especial en hogares donde hay niños, el rito de colocar el “el nacimiento”, o “el belén”. Los niños lo siguen prefiriendo grande y, como a veces no hay una mesa grande, tiramos de imaginación y ponemos una tabla sobre unas banquetas o lo que haga falta. Es realmente, como dice el Papa, un ejercicio de fantasía creativa, lleno de belleza: Se aprende desde niños y, los niños asumirán lo que la familia les transmite y, esta alegre tradición contiene en sí misma una rica espiritualidad popular.
Navidad es tapiz guarnecido por festón y pespunte: el límite del cielo. Mazapán, dulce copa de anís. El divino portal era un mapa del mundo: pastorcitos humildes, opulentos castillos, Herodes implacable. Luminoso el misterio. Fortalezas, murallas y el camino de plata que señala la estrella entre lomas y luna. El niño regordete, en pesebre de luz, deslumbraba la faz de los Magos de Oriente. La Virgen, San José, con paciencia infinita recibían las visitas que se acercaban hasta el Portal.
El belén pierde terreno en privado y en algunos espacios públicos, pero sigue teniendo un fortísimo arraigo popular. No olvidemos que estamos en la era de la globalización y se está imponiendo la corona de adviento. Originaria del misticismo alemán, su forma de corona de ramas es un símbolo anterior al Cristianismo. De hecho, en el norte de Europa era muy usual colocar una corona hecha de ramas verdes, muérdago y arbustos silvestres, con velas para simbolizar la esperanza en el cambio de estación y el fin del duro invierno. Este símbolo está siendo asimilado por la tradición cristiana, cobrando un nuevo significado: la esperanza en un nuevo ciclo con la venida del Salvador a la Historia.
Para nosotros simboliza el tiempo que va pasando, con su aparente monotonía, que se rompe con la venida esperada del Señor de la Historia, Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre. El color verde esperanza de sus ramas es la espera en la venida del Señor. Las cuatro velas que se van encendiendo cada domingo de Adviento, alcanzando su cenit el último de los domingos, simbolizan la luz de la fe que nos llenará de alegría con la llegada del sol que vendrá.
El segundo fue cumplido
cuando fue de ti nacido
sin dolor,
de los ángeles servido;
y fue luego conocido
por Salvador.
NAVIDAD
Hemos esbozado la ruta de los belenes, hermoso recorrido por la memoria para contemplar las escenas de un misterio tan grande. Como el que se hacía en la SAFA bajo el amparo del Padre Talavera. Trasmutamos Belén de Galilea del relato evangélico en aceituneros, hortelanos, panaderos…. Todos formados en la SAFA, todos de Alcalá la Real, y hasta el Niño es el Niño del Coro. La popularización acerca, humaniza, y convierte lo sagrado en asequible, en comprensible. La Virgen y el Niño, parecen carnales, ateridos de frío y desfallecidos. Su reino es, todavía, un reino temporal, de este mundo. Todo este bosque mágico, de leyendas heredadas generación tras generación, dorado y profuso, como el retablo de Consolación, nos traslada a nuestro interior de niños, a nuestra infancia, a ese paraíso que se va perdiendo con el paso del tiempo pero que siempre permanece en el recuerdo como un reducto de la inocente y añorada felicidad.
La iluminación navideña en las calles, aunque ahora en estos “tiempos líquidos” sea un atractivo turístico, lo cierto es que anuncia la casi universalidad de la Navidad, no importa la cultura ni el lugar, el espíritu navideño parece preservar de tradiciones que nos ayudan a celebrar la alegría, el amor y la buena voluntad del universo.
Con todo ello, ya estamos listos para la apoteosis de la Navidad: la cena de Noche Buena, que cada cual con la familia que tiene en suerte, nos reunimos junto a una buena mesa. De eso era responsable absoluta mi madre, Dolores, en su tiempo y ahora yo en el mío, como dentro de poco le tocará a mi hija en ese continuo renovarse y pasar de generación en generación.
En mi casa, como espero que la mayoría de quienes estamos aquí, no falta el tonificante Pollo en Pepitoria, Albóndigas con Caldo, Pollo en Asaillo, Choto en Salsa… y , un final ligero, a saber, arroz con leche o natillas. Para rebajar el festín el resoli y los licores de guindas, ahora de cerezas. Y con la mezcla de culturas culinarias con la que contamos, en mi casa se hacían roscos de vino, nochegüenos, borrachos, empanadillas de sidra, mantecados de chocolate y limón. No quiero olvidar los polvorones de almendra, las magdalenas, las tortas de manteca y las mantas de bizcocho para abrigar, como una dulce metáfora de “dar abrigo para el Niño-Dios”.
Turrones, hojaldres, almíbares, buñuelos, piñonates, alfajores, torrijas… no sigo porque la boca se me va a hacer aguamiel.
La gran noche de Navidad concluía, en mi casa, como ya he apuntado, con los acordes de los violines que sonaban a gloria en la Misa del Gallo, que reunía a todo Frailes, porque sí señoras y señores: yo siempre he vivido a caballo entre Alcalá y Frailes.
Pero si todas las navidades han sido felices en mi casa, estás Fiestas van a ser especialmente emocionantes, porque este año, hace poco más de un mes, permítanme la licencia, Dios ha bendecido mi familia con la llegada de un nuevo miembro: mi primer nieto, nuestro primer nieto. Un Manuel que está llenando nuestras vidas de ternura, amor y felicidad.
Y fue tu gozo tercero
cuando apareció el lucero
a demostrar
el camino verdadero;
a los Reyes compañero
fue en guiar.
EPIFANÍA
Nos queda vivir la EPIFANÍA, que marca el inicio del nuevo año, la renovación de los propósitos, la esperanza en que lo mejor está por venir.
Vuelvo a los recuerdos de la infancia y veo con nitidez que era a mi padre a quien más le entusiasmaba la Navidad y, en su afán por compartir sus gustos y experiencias con nosotras, con mi madre y conmigo que soy hija única, pensó que nos encantaría ver la cabalgata de los Reyes Magos en Granada. Y allá que fuimos.
La experiencia no fue como esperaba mi padre. Yo, nunca había visto tantas luces, –que no eran tantas si las comparamos con las actuales–, ni tanta gente, ni tantos caramelos volando sobre nuestras cabezas. La niñez agranda todo y en lugar de disfrutar el desfile y de aquel colorista espectáculo de calle, me sentí superada, abrumada y casi con miedo, me aferraba a la mano de mis padres y desee que acabara pronto todo aquello.
Pasada aquella primera impresión, los Reyes Magos, la fiesta de la Epifanía del Señor, siempre me ha emocionado. La ilusión infantil por los regalos, –ahora partida en dos por la abrumadora entronización en nuestros hogares del inefable Papa Noél—y la sonrisa y algarabía de los pequeños, es algo insuperable como experiencia familiar compartida. Y como siempre, casi lo mejor es la víspera de la Noche de Reyes, las cabalgatas, la inquietud de los niños y, no tan niños, por saber cómo de generosas serán este año los reyes… Y como en Adviento y Navidad, es maravilloso practicar el rito:
la colocación de los zapatos bien limpios y la bandejilla con las tres copitas de anís en el alfeizar de la ventana o en otro lugar de la casa donde las vean sin dificultad sus Majestades de Oriente, y, finalmente, la colocación de los mantecados para que los Magos repongan fuerzas para seguir con la larga e ilusionante noche de reparto.
Educamos a nuestros hijos en la idea de que estos regalos, pocos o muchos, compensan el esfuerzo individual y, cuando no ha habido tal esfuerzo, se convierten en incentivo para seguir intentándolo. Al menos, así debería ser, para desterrar los presentes de carbón.
Cuando llegaron mis hijos, Manuel e Isabel, como en un rito iniciático los llevé a Granada por Navidad, y aunque eran bebés, no dejaban de señalar con tus manecitas las luces que tanto asombro y alegría les suscitaban. Mi padre se alegraba mucho cuando le contábamos el entusiasmo de sus nietos, de esa nueva generación, por la Navidad. Ahora, a mi nieto, por suerte, no tendremos que llevarle a otras localidades, puesto que nuestra querida Alcalá, está maravillosamente iluminada y decorada para las navidades, pero si hay que ir a otros lugares, pues se irá para mantener viva la pasión de su bisabuelo.
¿Por qué creen ustedes que celebramos o tiene tanto predicamento esta liturgia de los Reyes Magos? Porque son un símbolo de diversidad humana, porque mantienen el halo de poder infinito que siempre nos ha fascinado y también obnubilado a los hombres y, sobre todo, porque son mágicos y cuando la magia está presente todo es mejor, y cuando esa magia desaparece a los pocos años de la inocente creencia infantil, seguimos creyendo en ellos para siempre, porque los seres humanos necesitamos algo de irrealidad para asumir la realidad, a veces, tan dura.
Os pido que creáis en los Reyes Magos, porque a pesar de que son leyenda, también son una expresión de la imaginación y la ilusión, que son dos herramientas intangibles, pero de incalculable valor para conseguir nuestras metas en la vida. Es cierto que hay muchas otras maneras de crear ilusión en un niño, pero ninguna tan eficaz como la magia que viene de un país lejano a lomos de tres camellos y que conoce los deseos de todos los niños del mundo.
Además su llegada enseña a los niños a esperar, uno de los principios más inspiradores de la sociedad. En un tiempo en el que todo es inmediato, esta dulce espera enseña a nuestros hijos y nietos la capacidad de contener las ganas, hace que disfruten mas intensamente la sorpresa del regalo y de los regalos de la vida. Se trata de cultivar la paciencia y disfrutar la ilusión. Pero, como he apuntado anteriormente, son principios que se adquieren en la infancia y presiden nuestra vida entera y la hacen más rica, más profunda y más humana.
Por ello, y porque la vida no es posible sin esperanza en lo que está por venir, el verdadero regalo de los Reyes Magos es creer que si perseguimos nuestros sueños y luchamos por ellos, algún día se harán realidad.
Que así sea.