POR MARTÍN TURRADO VIDAL, CRONISTA OFICIAL DE VALDETORRES DEL JARAMA (MADRID)
Siempre que visito las ruinas del monasterio cisterciense de Bonaval en Retiendas, vuelvo sumamente sensibilizado, como si algo me hubiera interpelado. Monasterio que estuvo activo entre los años 1164 y 1835, casi siete siglos. Sus ruinas pregonan a los cuatro vientos que allí se llevó el ideal benedictino, ‘ora et labora’, a rajatabla. Me deprimen aquellas ruinas, porque creo que no es justo que se haya dejado abandonado un lugar donde por casi siete siglos se ha rezado intensamente, pero también se han cultivado, incluso mejor de lo que lo están hoy día, los campos aledaños. Ora et labora.
El lugar es paradisíaco. Junto a un arroyo, donde los monjes construyeron una presa que utilizaron para mover el molino y para regar; al lado del río Jarama que les surtía de peces abundantes para guardar la abstinencia de los viernes; en una llanura poblada de árboles frutales y entre unos paisajes montañosos únicos por lo bonitos. Los monjes escogieron como casa un buen lugar.
Cada vez que he ido siempre me ha llamado la atención un mínimo de talle: en aquellas ruinas hay algo que, a pesar de todo, aún sigue funcionando. No, no son las escaleras, preciosas que suben hasta uno de los tejados góticos del monasterio.
Tampoco son las yedras que están arrancando poco a poco muchas de las piedras de las paredes y que les dan una visión fantasmagórica. Es un reloj de sol, que sigue marcando impávido las horas a pesar de que nadie se guía ya por él. Pero allí está diciendo que el tiempo ha superado todos los obstáculos y que él sigue señalándolo aunque no sirva para nada. El tiempo pasa, nada se le resiste.
¿O se le resiste algo? La fe que se profesó allí durante siglos, que se transmitió de padres a hijos hasta llegar a nosotros. Hay algo más, que no se hace visible allí, sino para quien tiene oído y escucha atentamente. Las ruinas se han expandido fuera del recinto y tal vez, al abandonar esta fe, también estoy formando parte de ellas.
Esta en este ánimo cuando he salido de nuevo a pasear, como acostumbro hacer siempre que puedo. Por casualidad, porque no consulté el mapa antes de salir, me encontré con las ruinas de una iglesia y los restos de una inmensa casa señorial. Atraído por una irresistible curiosidad me acerqué a contemplarlas muy despacio, dando una vuelta alrededor, siempre protegido por una altísima valla y advertido por unos carteles inmensos colocados por el ayuntamiento del lugar de que no se traspasara más allá de su límites, “por peligro de desprendimientos”. ¿Desprendimientos?
¿A qué desprendimientos se refería el cartel municipal? ¿A los del orbe caído en fragmentos, etsi, fractus, illabatur orbis, impavidum ferient ruinae, que decía Horacio? A aquella actitud impasible ante todo y ante todos, alejados de toda pasión y de toda lucha, al ideal del estoico.
No era el caso. Aquellas ruinas me estaban interpelando; estaba escuchando sus preguntas y sus mensajes y yo respondía pensando en muchas cosas que se me hacían presentes a través de ellas. Mi actitud se hallaba en las antípodas de la impasibilidad predicada por Horacio: sentí que me encontraba profundamente conmovido. De alguna extraña manera, aquellos cascotes, rajas y hendiduras me estaban interpelando.
¿Desprendimientos? Uno ha pasado la vida desprendiéndose de cosas, y entre ellas, de la fe. Aquella iglesia en ruinas de repente me había puesto ante mi propio espejo. Por mucho que me moviera de un lado para otro no veía más que paredes enhiestas y sin sentido o partes de aquella a las que, por tener fallos visibles en cimientos, estaban en peligro inminente de derrumbarse. Se había ido cayendo por etapas y por partes.
Ahora, paseaba alrededor de sus ruinas, porque no podía entrar en ellas. La iglesia se había convertido en un peligro próximo y seguro para la vida del visitante. No era prudente traspasar la valla que la mantenía aislada. ¿Puede un lugar sagrado convertirse en un peligro para alguien? Desde aquel lugar convertido en un peligro por la incuria de los hombres se habían elevado oraciones, suplicas y plegarias a Él durante varios siglos. Por muy poca sensibilidad que se tenga, aún se pueden escuchar sus susurros.
Fue en ese momento de mi reflexión cuando una pregunta inoportuna cruzó por mi mente ¿estaría allí Dios todavía?
En mis tiempos de religioso, oí muchas veces decir que el desprendimiento de las cosas terrenales era una actitud básica para seguir nuestra vocación: Dejadlo todo… Dios aprobaba ese desprendimiento, evidentemente. Esta actitud desprendida era una cosa buena, desprenderse de lazos humanos y de los bienes terrenales era bueno. Pero tanto desprendimiento, incluido el de aquella fe, ¿no resultaría al final nefasto? ¿No me habré convertido con el paso del tiempo y con tanta práctica del desprendimiento en unas ruinas parecidas a las de aquella iglesia y de la casona? ¿Andará también Dios entre estas ruinas?
El tiempo que la iglesia y monasterio han estado en pie ha sido corto, muy corto. Debió ser construida en el siglo XVII, planta en cruz latina, tres naves, locales para la sacristía, y sobre todo un atrio, poco frecuente en esas construcciones, que debió ser por la estructura que se conserva sumamente acogedor.
Hoy le sobrevolaban una enorme bandada de palomas. Confieso que las envidié: hubiera dado dinero por ver la estructura de ese atrio tan acogedor desde lo alto como ellas. Esperemos que ese símbolo del Espíritu Santo, como tantas veces lo hemos visto representado, sea eso un símbolo, y no anduviera esta mañana inspirando todas estas reflexiones.
Me vi reflejado en mi propio espejo. Salido del teologado, creía tener algunas ideas, muy pocas, claras. La caridad como una de las virtudes cardinales más distintivas de los creyentes era una de ellas ¿cómo se puede amar a Dios a quien no se ve y odiar al prójimo a quien se ve? Hasta que comencé a ver como mi iglesia local, la de Bilbao, trataba de forma muy desigual a los componentes de su grey y como por cualquier motivo, por fútil, que fuera era motivo para amenazarnos con la excomunión.
Tres años bastaron para que todas aquellas ideas y creencias se derrumbaran: muy tiempo para que se derrumbara un ideario que tanto tiempo me había costado alcanzar. Mi iglesia local se convirtió en un peligro: insistir en permanecer en ella equivalía a jugarse la supervivencia física.
Me costó verme en una lista como objetivo de una organización terrorista señalado por uno de sus ministros, a quien luego apoyó nada menos que el propio Papa. Es cierto que esa amenaza nunca llegó a materializarse, pero viví intensamente esa situación de peligro, por la incertidumbre de no saber si volvería a casa sano después de una jornada de trabajo.
Al final del proceso se hizo innecesaria, porque terminé marchándome de la iglesia por mi propio pie. El resultado actual es que ahora me encuentro como paseante ante unas ruinas dentro de las que no se puede entrar sin peligro. Aunque quiera entrar en ella, no puedo. Por todo esto me veo reflejado en estas ruinas como en un espejo.
¿Estará Dios en medio de todas estas ruinas? Es la gran pregunta que me asaltó esta mañana tibia de otoño salpicada de escarcha. El problema, en resumen, está, como oí a un conferenciante, en que puedo creer que me he alejado de Dios, pero lo siga teniendo muy cerca porque Él no se haya alejado de mí.
Cercanía o lejanía: no dependen de mi voluntad ni de mis creencias. Si esto fuera así, habría hecho un camino ilusorio: tan en vano como la iglesia en ruinas que pude contemplar esta mañana. Construida con toda la ilusión de la fe, ahora anda por los suelos. Bien pensado, ¿Qué más le da estar erguida o destruida si a pesar de todo Dios sigue hablando y escuchando a través de ella todavía?. Alcorcón, a 22 de octubre de 2016